Trino Márquez 31 de agosto de
2017
@trinomarquezc
El
régimen, como de costumbre, trata de distraer la atención diciendo que las
sanciones acordadas por el gobierno norteamericano apuntan a agredir al pueblo
venezolano. Esta mentira no soporta el menor análisis. Las medidas están
concebidas para castigar los jerarcas del régimen y sus testaferros, únicos
enriquecidos con los bonos y demás papeles
emitidos por el Estado venezolano. En ese lote entran los vendedores de
armas, quienes tranzan negocios ficticios con las empresas de maletín
denunciadas por Jorge Giordani hace algunos años y la amplia gama de
delincuentes que han saqueado el Tesoro Nacional durante casi dos décadas. Es esa la casta que se verá
afectada por las drásticas medidas del señor Donald Trump y su secretario de
Comercio, el implacable Wilbur Ross, y las que podría tomar la Unión Europea.
Nicolás Maduro, e inexplicablemente otra gente
de mayor nivel intelectual, compara esas sanciones con las que se adoptaron
contra Fidel Castro y Cuba a comienzos de la Revolución Cubana. Nada que ver.
En aquella época Castro y sus guerrilleros de Sierra Maestra disfrutaban de un
prestigio mundial y nacional inigualable. Acababan de derrotar a Fulgencio
Batista, dictador folclórico y corrupto, y se habían atrevido a retar a la
primera potencia económica y militar del mundo, a apenas noventa millas de su
territorio. La aureola de héroes de Castro y su ejército de
seguidores–respaldados por los misiles soviéticos- cautivaba a buena parte de
un planeta necesitado de ídolos. Cuba era una pequeña isla rica ´-convertida en
miserable por la leyenda negra de los comunistas, expertos en inventar fábulas
en las cuales ellos son los redentores- donde por primera vez en la historia
latinoamericana se había llevado a cabo una revolución marxista. Representaba
el sueño de la izquierda continental y mundial en pleno auge de la Guerra Fría.
La payasada en la que terminó el proceso
liderado por Maduro y sus cómplices, no encarna ninguna esperanza. Al
contrario, es vista como una pesadilla hasta
por sus socios del continente. Nadie puede entender cómo Venezuela,
después del mayor ciclo de bonanza petrolera que se conoce en la historia, ha
terminado devastada y endeudada. La nación que estaba colocada en la plataforma
para despegar hacia el desarrollo, ha recalado en los brazos de los chinos y
los rusos, a quienes se le debe el
porvenir. Pdvsa, de las empresas petroleras más eficientes de la Tierra, se
encuentra en las ruinas. La infraestructura parece que hubiese sido bombardeada
por potencias extranjeras. Cientos de obras han sido abandonadas o quedado
inconclusas porque el gobierno carece de recursos financieros para
finalizarlas. La producción industrial, agrícola y pecuaria, se desplomó.
La catástrofe material de Venezuela la combina
Maduro con el aniquilamiento de la democracia. Venezuela pasó de ser un modelo
de libertad a convertirse en un país donde el grupo de amigos del gobierno
reunido en la asamblea constituyente asumió poderes totales, borrando de un
plumazo la Constitución del 99, único marco legal vigente. Ahora, con ese poder arbitrario como telón de fondo, se
amenaza a los diputados opositores con quitarles la inmunidad parlamentaria, se
cierran medios de comunicación porque transmiten programas humorísticos que
develan el caos en que vivimos, se plantea restringir el uso de internet,
inventan patrañas como la fulana “traición a la patria” para mantener
silenciados a los adversarios, se propone una “ley de comisión de la verdad”
para imponer la verdad oficial y satanizar a los adversarios. Venezuela es una
dictadura cada vez más centralista y caprichosa. El voto popular, universal,
directo y secreto está en vías de extinción. La alternancia en el gobierno fue
abolida, pues el madurismo impone la reelección eterna. Las fuerzas armadas
fueron convertidas en el brazo represivo del régimen, perdiendo todo vínculo
con la República democrática. Los espacios para el diálogo y la negociación
entre los opositores y el gobierno fueron clausurados por la indoblegable
prepotencia de los miembros del régimen. La política, en cuanto espacio para
dirimir en paz los conflictos inevitables que surgen en toda sociedad, fueron
clausurados.
En este ambiente, pintado en sus rasgos más
gruesos, es donde el gobierno norteamericano, la Unión Europea y diversos
gobiernos y organismos latinoamericanos están contemplando aplicar medidas
contra el régimen de Maduro. Esas decisiones no concitarán la solidaridad
internacional que en el pasado remoto atrajeron las sanciones contra Cuba.
Tampoco tendrán el mismo efecto interno, pues el gobierno no podrá convencer a
nadie de que los problemas ligados a la inflación, la escasez de alimentos y
medicinas, y el deterioro general de la calidad de vida se encuentran asociados
con esas medidas. El descalabro surgió mucho antes de que adoptaran las medidas
y, para colmo, en medio del auge petrolero. Ante el mundo y el país, el único
responsable de la tragedia venezolana es el régimen tozudo e incorregible
presidido por Maduro, que ha mantenido el esquema del socialismo del siglo XXI,
a pesar del colapso desatado.
Las sanciones le harán pagar muy caro a Maduro
la alternativa represiva que asumió: abrogación de la Constitución y la
Asamblea Nacional, destrucción del Estado de Derecho, violación de los derechos
humanos, existencia de presos políticos, desprecio por las protestas populares
y cierre de la ruta electoral. También elevará el costo del apoyo que recibe de
la cúpula militar, los miembros de la asamblea constituyente, el tribunal
supremo de justicia y las demás instituciones
del Estado. Esos señores tendrán que evaluar muy bien si continúan siendo el
soporte de una especie decidida a dejar la nación en escombros o si giran para
convertirse en vectores apuntando hacia el retorno de la democracia. La
comunidad internacional comenzó a jugar duro contra un régimen que no hace
pausa, ni da tregua. Así se defiende la democracia en el mundo globalizado.
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