RAFAEL LUCIANI 02 de septiembre de 2017
@rafluciani
De
nuestra participación responsable y activa en la vida de los países depende la
salud colectiva de todos y cada uno de sus miembros. No es algo que puede ser
dejado sólo a los partidos políticos, pues aunque sabemos que el país no
funcionaría sin ellos, también hay que reconocer que una nación es mucho más
que los partidos. El país es de todos. En la Encíclica Populorum Progressio el
Papa Pablo VI hizo un llamado a todos los cristianos a custodiar que las
prácticas sociopolíticas, económicas y religiosas se orienten al bien común (PP
42), sin exclusión. Años más tarde, San Juan Pablo II sostuvo en la Encíclica
Sollicitudo rei socialis que «la salud de una comunidad política se expresa
mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la
gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los
derechos humanos» (Sollicitudo rei socialis 44).
De
acuerdo con la Doctrina Social de la Iglesia, el discernimiento de lo político
ha de ir más allá de una mera crítica pragmática sobre el buen funcionamiento o
no de las estructuras sociopolíticas y los sistemas económicos, privados o
públicos. Urge recuperar, ante todo, la visión moral de la crítica política.
Esto significa que el discernimiento cristiano debe ponderar, siempre, el paso
de condiciones de vida menos dignas a otras mejores y más humanas, como
sostuvieron los Obispos Latinoamericanos reunidos en Medellín (Medellín 6).
Pero este paso sólo puede ser aceptado cuando se construye haciendo uso de
medios moralmente lícitos (Los católicos en la vida política 6. Documento de la
Congregación para la Doctrina de la Fe).
La
verdad moral se mide por el grado de humanización o fraternización de una
sociedad. Dicha lógica se basa en relaciones que unan a todos los ciudadanos
más allá de sus creencias religiosas, posiciones políticas o estatus
socioeconómicos. En 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos
reconoció que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos», pero precisó que «siendo dotados de razón y conciencia, deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros» (artículo 1). Es una lógica
no retributiva, sino recíproca y potenciadora de los dones y los talentos
personales, para ponerlos al servicio del bien común.
Esto
implica reconocer siempre que la dignidad humana es sagrada y que no está
condicionada por posiciones políticas, socioeconómicas o religiosas. Sin el
respeto absoluto a esta dignidad, una sociedad podrá ser libre e igualitaria,
pero nunca será fecunda ni sana, y estará destinada al conflicto permanente. Al
perder el horizonte moral caemos en la banalización de las prácticas, se
consolidan actitudes como la indiferencia y la indolencia, y lo absurdo se va
imponiendo como normal. En fin, se inicia un proceso de deshumanización
progresiva.
Recuperar
la senda de moralidad significa, hoy más que nunca, comprometernos con «la
centralidad de la persona humana, los derechos humanos, el pluralismo político
frente al pensamiento único y la exclusión por razones ideológicas o por
cualquier otro motivo (..); la lucha contra la pobreza, el desempleo, la
inseguridad jurídica y social, y la violencia (..); la libertad de expresión y
una respuesta a la situación infrahumana de nuestros hermanos privados de
libertad y de los que se sienten perseguidos» (Conferencia Episcopal
Venezolana. Tiempo de diálogo). Es un llamado a recuperar la senda moral como
dimensión fundamental para restituir la ciudadanía.
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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