Por Benigno Alarcón
Tras la instalación de la
Asamblea Nacional Constituyente, el escenario nacional pareciera moverse hacia
uno de mayor autocratización, ingobernabilidad y, en consecuencia, de tutelaje
militar.
Ello obliga al régimen a
desarrollar su estrategia entre dos polos que pueden lucir opuestos, pero que
en realidad son complementarios, al menos para un régimen cuya sustentabilidad
no depende de la gobernabilidad democrática. Estos polos son: la legitimación
de la Asamblea Nacional Constituyente como instancia supra-constitucional y el
apuntalamiento de la capacidad represiva para garantizar la implementación de
sus decisiones y mantener a la oposición a raya en un clima de descontento
creciente. Siendo así, pareciera que la estrategia de la oposición debe
considerar, entre otros objetivos, evitar el funcionamiento de ambos mecanismos
de dominación.
Legitimidad y represión,
aunque son mecanismos opuestos de dominación, son las dos caras complementarias
de una misma moneda con la que funcionan los autoritarismos, aunque su
dosificación varía en cada caso particular, dependiendo de cuánto se tiene de
apoyo o rechazo. Pero aunque ambos mecanismos suelen estar presentes al mismo
tiempo en mayor o menor medida, la verdad es que legitimidad y represión son
siempre una combinación contradictoria que lleva en sí misma el germen de su
propia destrucción. Es así como los gobiernos recién electos, pero con vocación
autoritaria, suelen apoyarse, al principio, más en la legitimidad y poco en la
represión. A medida que pierden su legitimidad y se empeñan en mantener el
poder, se ven obligados a echar mano, cada vez con mayor frecuencia e
intensidad, de la represión, volviéndose cada día más dependientes de la
fuerza. Así entran en una espiral en el uso de la fuerza y van perdiendo
legitimidad, un círculo vicioso del cual no hay retorno: la represión es el
resultado de la pérdida de legitimidad y ésta es resultado de la represión.
En esta dinámica perversa, el
uso legítimo de la represión se vuelve imposible y la misma pasa a depender,
fundamentalmente, de la incondicionalidad de quienes reprimen, movidos por la
capacidad del régimen para administrar recompensas y castigos que se traducen,
por lo general, en la inclusión o exclusión de un sistema clientelar de
distribución de poder y administración de recursos materiales, como el aumento
progresivo de la participación militar en el gobierno, al punto de confundirse
con éste.
Es en el debilitamiento de los
pilares de ese mecanismo clientelar donde las sanciones económicas
internacionales podrían tener algún sentido. Si la apuesta de quienes apoyan
las sanciones aplicadas al régimen es una escalada del conflicto por el agravamiento
de las condiciones internas, el resultado podría ser el opuesto. Podría
generarse un rechazo contra quienes imponen y respaldan las sanciones, que
sumirían a la gente en una dinámica en la que no habría tiempo ni ánimos para
participar en nada distinto a lo esencial para la supervivencia.
Si el efecto de las sanciones
es el de limitar la capacidad de administrar los premios y castigos que
sostienen esa red clientelar represiva –y aumentan los costos de participar en
ella– su contribución puede resultar clave para limitar el ejercicio indebido
de la represión. Para que las sanciones tengan tal efecto, y no el
contraproducente al que el régimen apunta con su narrativa antimperialista y de
intervención, lo que la oposición sea capaz de hacer para aprovechar las
sanciones es tan o más importante que las sanciones mismas.
La otra cara de esta moneda
que debe ser atendida por la oposición es la de la pretendida legitimidad de la
Asamblea Nacional Constituyente. De ella depende la sustentabilidad del régimen
mediante la imposición de decisiones supraconstitucionales a las que se le
intentará construir una fachada de legalidad, para avanzar en su
autocratización y mantenerse en el poder, más allá del apoyo popular o incluso
en su contra.
La preocupación por tratar de
salvaguardar y construir legitimidad a la Asamblea Constituyente se hace
evidente en el intento de justificar su convocatoria en una interpretación
acomodaticia de la norma constitucional vigente, endosada por el Tribunal
Supremo de Justicia, así como en la celebración de una elección cuyos
resultados, anunciados oficialmente por el Consejo Nacional Electoral, fueron
cuestionados hasta por la empresa informática responsable del proceso, que
habla de una sobrestimación de los votantes, que en el mejor de los casos
estuvo por debajo de la participación en la consulta del 16 de julio, en la que
más de siete millones de personas se manifestaron en contra. Los esfuerzos por
investir a la Asamblea Constituyente de legitimidad se mantienen al no intentar
traspasar, por ahora, ciertos límites, como el del cierre del Poder
Legislativo, abortado a las pocas horas de su insinuación.
Ante la realidad de una
institucionalidad completamente controlada por el régimen, los cuestionamientos
a tal legitimidad no podrán nunca ser evacuados por la vía institucional, ya
que no existe institución independiente y neutral con capacidad de arbitraje
entre las partes, que pueda dirimir el conflicto político. La legitimidad,
entendida como subordinación voluntaria, solo puede ser cuestionada en este
caso por la vía de los hechos, o sea, mediante la no subordinación a sus
decisiones.
En la medida en que los
actores políticos y sociales se subordinen a las decisiones de la Asamblea
Constituyente –así se denuncie constantemente su ilegalidad como hasta ahora se
ha hecho– se contribuye a legitimar el ejercicio de su poder de facto, lo cual
puede constituirse en el precedente para futuras decisiones o cambios en las
reglas de juego que harían mucho más difícil, o imposible, materializar un
cambio político.
01-09-17
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