Por Plinio Apuleyo Mendoza
El Tiempo
GDA
Me duele encontrarlos en los
semáforos vendiendo cualquier cosa a cambio de unas monedas. Me cuentan
que en las puertas de las universidades, en los puentes peatonales y en el
propio Transmilenio venden arepas o golosinas o forman grupos de canto sin que
nunca pierdan la oportunidad de exponer ante los transeúntes las razones de su
éxodo. Me siento más tranquilo cuando descubro que algunos de ellos han
encontrado trabajo en una peluquería o en una tienda de ropa.
Me refiero, desde luego, a los
migrantes venezolanos que, abrumados por la penuria en que los ha sumergido el
régimen de Maduro, no tienen otra alternativa que refugiarse en
Colombia. Según cálculos de la Federación de Venezolanos, hoy estos
migrantes suman más de 1 millón, la mayoría de ellos esperando un permiso legal
de residencia.
Con la mala memoria, propia de
un país donde los menores de 30 años son mayoría, hemos olvidado que una
situación similar fue vivida por millones de colombianos que en los años
cincuenta buscaban escapar de la terrible violencia política que azotó el
país. Yo viví con mi familia esa situación. Condenado a 25 años de cárcel por haber
organizado un frustrado levantamiento militar contra el régimen conservador, mi
padre escapó a un inminente arresto asilándose en la Embajada de Venezuela.
Tenía muchos amigos en ese país, pues había sido embajador ante el gobierno de
Isaías Medina Angarita. Por obra de este exilio que duró cerca de 12 años, sus
hijos emigramos también.
Sí, era una Venezuela rica y
próspera gobernada por un dictador, el general Marcos Pérez Jiménez. No había
libertad de prensa. Los dirigentes de los dos grandes partidos, Copei y Acción
Democrática, habían tomado el camino del exilio. Quienes intentaban conspirar
corrían el riesgo de caer en manos de la Seguridad Nacional, dirigida por el
temible Pedro Estrada.
Lo sorprendente es que, pese a
esta situación, Venezuela vivía una ostentosa prosperidad gracias a sus enormes
yacimientos de petróleo y hierro. Pérez Jiménez los aprovechó para
impulsar programas de infraestructura con la construcción de autopistas,
puentes, vivienda popular y obras de gran envergadura. Sin abandonar la represión
propia de una dictadura militar, atrajo capital extranjero. En favor del
desarrollo agrícola e industrial les abrió las puertas del país a los
inmigrantes de Italia, España y Portugal. Los colombianos, por su parte, se
hicieron presentes en diversas áreas, desde mecánicos y empleadas del servicio
doméstico hasta profesionales, catedráticos, periodistas e intelectuales
renombrados. Muchos de ellos se establecieron para siempre en
Venezuela. No es pues extraño que sus descendientes formen parte de los inmigrantes
que hoy se refugian en Colombia.
La Venezuela de hoy, con una economía en ruinas y una población que está padeciendo hambre, no guarda relación alguna con aquella que, sin perder su floreciente bonanza económica, logró recuperar la democracia tras la caída de Pérez Jiménez. Siendo director de conocidas revistas, me hice amigo de relevantes líderes, como Jóvito Villalba, Rómulo Betancourt, Luis Herrera Campins, Carlos Andrés Pérez, Ramón Velázquez o Teodoro Petkoff. Dos de mis hermanas fueron allí periodistas muy conocidas. Una de ellas, Soledad Mendoza, tiene la nacionalidad venezolana y sus hijos, venezolanos también, sufren hoy el acoso del régimen. Uno de ellos, excelente fotógrafo, arriesgó su vida en las marchas de protesta tomando imágenes de hambre, desesperación e ira. ¿Qué va a pasar? La oposición dejó la calle después de 120 muertos y ahora la Mesa de Unidad Democrática se encuentra dividida en torno a las elecciones regionales del próximo mes. Para la mayoría, volver a las urnas es impedir que Maduro consolide su dictadura. Para otros, como María Corina Machado, es ser partícipes de una farsa.
Sí, la Venezuela de hoy está
muy lejos de la Venezuela de ayer que yo conocí.
16-09-17
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