CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ 23 de diciembre de 2017
@CarlosRaulHer
La
figura de Cristo es piedra angular de la sociedad democrática, como analizan en
obras monumentales algunos de los más importantes estudiosos de la
civilización. Eso lo rebaten sin contundencia ni éxito Nietzsche, Renan, Marx.
Que lo fuera para los creyentes es natural, hoy dos mil millones en dos mil
años de existencia, es decir, un millón por año. Pero la paradoja moral y
filosófica es que lo ha sido en especial para los no creyentes, porque sin
saber por qué ni cómo, e incluso a su pesar, tuvieron que actuar según su
legado simbólico. La primera constitución que conoció la Humanidad, en su
sentido de marco general para la conducta colectiva, son los Diez Mandamientos
de la Ley Judaica, en los que se inaugura el imperativo de respetar a la vida,
la propiedad y la familia del prójimo, fundamentos para salir de la barbarie y
de su par, la idolatría.
Convertido
el Decálogo en parte de la nueva doctrina por el gran estratega San Pablo, y
asumida ésta para Roma por Constantino, se desarrolla la única civilización, la
occidental judeocristiana, que organizó sus estructuras a partir del pueblo
entendido como los débiles, los pobres, los enfermos, los ancianos, los niños,
“los simples” de San Agustín. Ninguna religión oriental, ni siquiera el
budismo, hizo a los excluidos, eje de su prédica. A partir de los Evangelios, del Sermón de la
Montaña, evolucionará el iusnaturalismo, la idea de que cada hombre posee
“derechos inalienables e imprescriptibles” por hijo de Dios y hermano de
Cristo. De esta manera los revolucionarios franceses, varios de ellos bastante
descreídos, aprueban en 1789 la primera Declaración de los Derechos del Hombre,
ni siquiera en nombre de Dios, sino de un Ser Supremo.
Salirse de la trampa
Eso
quemó los fusibles en el cerebro de Robespierre, quien poco tiempo antes de su
muerte se puso una batola y se disfrazó
de esa entelequia para asombro y pánico de los parisinos. Se hizo Ser Supremo,
cierto, hasta que se atragantó con la hoja de la guillotina que había encendido
a toda máquina. Como Hombre de acción, Cristo dejó un pensamiento práctico para
cambiar el mundo, que Pablo, el único que no conoció personalmente al Maestro,
convirtió en la organización más duradera, extensa y eficaz que haya existido
nunca. Y a diferencia de las demás religiones, con capacidad para evolucionar y
aggiornarse. El genio político de Pablo le permitió enfrentar y resolver
enormes problemas, como librar a las escasas tres decenas de fieles que
quedaron luego de la Crucifixión, de la inclemente tenaza persecutoria armada entre el sanedrín
y las autoridades romanas, que amenazaba liquidar la Iglesia.
Pablo
no quería ni podía romper con los judíos, pese a los agravios, porque eran
fuente de feligreses, y la Torá, la Ley de Moisés, era su base conceptual. Pero
tenía que marcar diferencias para que el Cristianismo no languideciera como una
secta hebrea reabsorbida por el tronco. Por otro lado, para neutralizar a los
romanos, la Iglesia debía abandonar el lenguaje incendiario de Juan Bautista,
la amenaza apocalíptica contra los gentiles, el radicalismo terrorista de los
zelotes, el purismo moral de los esenios, que espantaban y provocaban persecuciones
y martirologios innecesarios (en jerga de hoy Pablo sería un colaboracionista).
Un personaje indudablemente histórico, -“un hombre que irradiaba amistad”-, fue
analizado por Alan Badiou en su obra San Pablo: la fundación del universalismo,
quien se atreve, marxista al fin, a asociar los roles teórico-prácticos de
Jesús y Pablo con los de Marx y Lenin.
Reto al destino
Cristo
Redentor viene a romper el anillo de hierro del pecado original, que atrapaba a
los grupos creyentes y los mantenía en una jaula emocional, un sentimiento
colectivo de culpa y les impedía abrirse. Es un ajuste de cuentas con la
Historia, y ejemplifica cómo resolver el conflicto entre el pasado y el
presente, lo inerte y la acción práctica, la costumbre y la política, la reina
de la praxis. Llevamos marcas de lo que fue, de las cosas ocurridas, y hay que
liberarse de ellas. Para el sicoanálisis la soberanía del yo consiste en que
nadie debe dejarse dominar por sedimentos inconscientes que no conoce bien ni
entiende a cabalidad. “El hombre se convierte en hombre cuando usa el pasado
para la vida… Pero en un exceso de historia, el hombre deja de ser hombre… y
nunca habrá comenzado ni se atrevería a comenzar”. Si perdí la pierna en un
accidente, eso es una condición de mi vida, pero yo decido si me ahogo en ella
o la supero.
Cristo
exorciza el exceso de historia, el peso del trauma original, el sentimiento de
culpa que impedía que la idea se expandiera. Los ciudadanos de Roma rodeados de
diosas sexy, dioses aventureros, para quienes el vino y el amor eran también
deidades, muy difícilmente se acercarían
a una secta amargada que los consideraba pecadores antes de nacer por
culpa de un espectro fundacional. Al creer que nuestros actos son
prolongaciones del pasado, consecuencias directas de éste, perdemos la
capacidad para decidir y llegamos a creernos juguetes de la fatalidad, como los
amantes de Verona. La ruptura con el peso muerto de prejuicios y oscuridades de
la vieja creencia, permitió que la civilización cristiana volara en saltos
cualitativos y conflictos en la ciencia, el derecho, el arte y la filosofía,
para crear el mundo democrático, en el que la libertad es la única vida que
merece ese nombre.
Carlos
Raúl Hernández
@CarlosRaulHer
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