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domingo, 24 de diciembre de 2017

La “esperanza” en los relatos del nacimiento de Jesús, por @juanpirancagua




Juan Pablo Espinosa Arce  23 de diciembre de 2017

Al llegar la medianoche
y al romper en llanto el Niño,
las cien bestias despertaron
y el establo se hizo vivo.

Y se fueron acercando,
y alargaron hasta el Niño
los cien cuellos anhelantes
como un bosque sacudido.

Bajó un buey su aliento al rostro
y se lo exhaló sin ruido,
y sus ojos fueron tiernos
como llenos de rocío.

Así comienza Gabriela Mistral (poetisa chilena) su poema El Establo. Los versos de la poetisa nos retratan como el llanto del niño Jesús hace que la vida despunte y que los animales, representados en el buey, en el burro y en las ovejas, cobren vida. Parece haber un guiño a Isaías 11,9 cuando el profeta – de manera poética – sostiene que la creación está animada y pastoreada por un niño. La Gabriela retrata el establo como un espacio de ternura, de convivencia y de paz. Hay en el pesebre de Mistral un sentido de lo cósmico: es como un bosque sacudido, hay ojos llenos de rocío, mugidos, ruiditos suaves de los bichitos, miradas. Es un espacio vivo y que da vida.

Por ello, la historiadora chilena Olaya Sanfuentes define el pesebre como “símbolo de la humanidad de Dios”[1]. El establo tiene texturas, olores, sonidos, silencios. Es un espacio vivo y dinámico. Es como dice la misma Sanfuentes, “es la posibilidad de convivencia entre las dos esferas, la humana y la divina. El hombre le entrega a su Dios lo mejor de su tierra y Él le devuelve con dones varios. La posibilidad de esa práctica se basa en el misterio de la Encarnación, en que Dios se ha hecho hombre y como tal tiene necesidades físicas, en que Dios se ha hecho hombre y como tal tiene necesidades físicas, entre ellas, el alimento”[2]. Dios en Jesús necesitó buscar el pecho de María. Dios llegó al mundo llorando por frío, por hambre, por debilidad. Esta es la tierna paradoja del pesebre. Y esta paradoja es la que nos manifiesta un sentido auténtico de la esperanza: si Dios ha padecido hambre, si Dios lloró, si Dios nació como nosotros hemos nacido, nuestra vida tiene un sentido más auténtico: Dios nos conoce y despierta en nosotros la esperanza de un futuro en plenitud iluminado por la resurrección. Al llegar la medianoche y al romper en llanto el Niño, las cien bestias despertaron y el establo se hizo vivo.

En esta reflexión volveremos nuestra mirada sobre el Nuevo Testamento, específicamente, en torno a los Evangelios de la infancia y a los relatos evangélicos sobre el nacimiento de Jesús. Seguiremos, por tanto, las metáforas de la infancia, ahora actualizadas y concretadas en el nacimiento histórico de Jesús de Nazaret, en quien por la fe reconocemos la unión de lo humano y de lo divino. Dios en Jesús ha entrado históricamente en nuestro espacio y tiempo en el rostro de un niño hebreo. Entre la paja, los bichitos, el mugido de los animales, los paseos nerviosos de José, los “puja” de María, Dios está inaugurando una nueva historia. En Cristo, nuestra historia tiene un pasado, un presente y un futuro.

En Jesús de Nazaret, el cielo se ha unido con la tierra y la esperanza en la tierra nueva ha comenzado a tomar carne, sangre, espíritu, amor, lágrimas, risas, llantos, novedad. No esperamos de manera ahistórica, sino que nuestra esperanza es profundamente cotidiana, anclada en el terreno que nos sostiene, histórica por donde se le mire.

Volvamos al establo, volvamos a los sentimientos de María y de José. Tratemos de entrar y escuchar, contemplar, degustar, ese nacimiento tan común, tan ordinario, pero que en sí mismo inaugura la vivencia del Reino en medio nuestro. En los Evangelios de la infancia de Jesús reconocemos “la importancia de lo que es pequeño en el Evangelio”[3]. Veamos entonces, y en primer lugar, el Evangelio de Lucas. Nos dice el relato del nacimiento de Jesús: “Mientras estaban en Belén le llegó a María el tiempo del parto, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,6-7). 

Lo primero que resalta es que Dios no ha tenido un lugar para nacer. No hay lugar en la posada. María y José tuvieron que dejar Nazaret y moverse hacia Belén por el censo. Los padres de Jesús y el mismo Jesús han experimentado la migración. En los rostros de los que han llegado a otros lugares, reconocemos al niño Jesús que ha nacido en un lugar sin las comodidades suficientes. Y quizás esto tiene una lectura más profunda: el no-lugar de Dios, el que no haya un sitio concreto para su instalación, habla – tal vez – de que la acción de Dios se mueve por distintos espacios, por otras racionalidades, por nuevos y variados lugares. Hay una textura interesante en los relatos evangélicos del nacimiento. Dan espacio a muchas lecturas y a formas de entender la tierna paradoja de Dios.

El relato de Lucas continúa:

“Había en aquellos campos unos pastores que pasaban la noche en pleno campo cuidando sus rebaños por turnos. Un ángel del Señor se les presntó, y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Entonces sintieron mucho miedo, pero el ángel les dijo: No teman, pues les anuncio una gran alegría que lo será para ustedes y para todo el pueblo: Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,10-12).

El nacimiento de Jesús fue de noche, así como la resurrección, “cuando todavía estaba oscuro”. Dios actúa en el silencio de la noche, donde no hay ruidos. Y como en la resurrección el ángel se presenta primero a las mujeres – sujetos sociales marginadas – en el nacimiento los ángeles se presentan a los pastores. Esto no es casualidad: responde a la lógica del Dios que no tiene lugar en la posada, al Dios que nace en la noche de Belén, al Jesús que caminó con prostitutas, publicanos, sujetos marginados y despreciados, al Dios que en Jesús está colgado del madero de la cruz. Esta es la lógica de Dios. Esta es la lógica de la esperanza del Adviento.

Pero volvamos a los pastores. ¿Quiénes eran estos personajes? Belén es región de pastores, hasta el día de hoy. Todavía podemos ver por las rutas de Palestina los pastores beduinos cuidando sus rebaños. Dios nace en medio de los trabajadores. Y los pastores eran sujetos marginados. Dice Martín Descalzo que “un pastor era entonces un ser despreciable, de pésima reputación. En parte la suciedad a que les obligaba el hecho de vivir en regiones sin agua, en parte su vida solitaria y errante, les había acarreado la desconfianza de todos”[4]. Es más, un dicho – o mal dicho – popular de la época decía: “no dejes que tu hijo sea apacentador de asnos, ni conductor de camellos, ni buhonero, ni pastor, porque son oficios de ladrones”[5].

Los pastores eran hombres curtidos por el sol del desierto, acostumbrados a largas vigilias nocturnas, sabedores de los mejores lugares donde llevar a sus ovejas y cabras. Pero, es en el silencio de la noche donde Dios irrumpe y los descoloca. Lucas dice que ellos sintieron miedo. Pero el ángel les dijo – así como a las mujeres en la resurrección – “no teman”. En el nacimiento de Jesús no hay espacio para el temor. En la acción de Dios solo hay lugar para la alegría y la esperanza. Dios, cuando llega a nuestras vidas, nos llena de esperanza.

Y a Dios lo encontramos en un pesebre, arropado en pañales. No es otra la lógica de la ternura, como dice Francisco. Y luego del anuncio viene el Gloria de los ángeles. Cuando los ángeles abandonan la escena, la narrativa de Lucas vuelve a los pastores. Esto tampoco es un dato más en el tercer evangelio: Lucas tiene una predilección para con los pobres y marginados de Israel. La Iglesia de Lucas está formada por los excluidos de Israel, y a ellos Dios les anuncia primero que una gran alegría ha llegado para todo el pueblo. Todavía resuena el texto de Isaías: una luz ha brillado sobre el país que estaba en tinieblas.

Y viene el diálogo de los pastores: “Vamos a Belén a ver eso que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron a prisa y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que el ángel les había dicho de este niño” (Lc 2,15-17). Del temor pasamos a la alegría, a correr a prisa a ver esto que ha sucedido. Así pasa con la esperanza: la esperanza es movilizadora, nos priva de la inercia, de quedarnos sentados en nuestra comodidad. La esperanza encontró primero a los que estaban velando, a los despiertos y atentos, no a los dormidos y con hastío. Como dice bellamente Martín Descalzo, loas pastores “salieron corriendo: se sabían amados, se sentían amados. E iban en busca de ese amor”[6]. Así, la esperanza está relacionada íntimamente con el amor. No hay verdadero amor sin una auténtica esperanza.

Termino: En este Adviento hemos de repasar cómo está nuestro amor, cómo está nuestro sentirnos amados por Dios y cómo estamos amando a Dios, y en Él, a nuestros hermanos. Los pastores nos enseñan cómo amar al niño de Belén: no tienen miedo, no es importa su suciedad, su mal olor, su ser considerados poca cosa. Ellos corren, cantan y, como dicen hasta el día de hoy en Belén: fueron al lugar del nacimiento tocando sus flautas.  

Preguntas para la reflexión:

¿Cómo mi vida ha interiorizado la paradójica ternura de Dios?
¿Soy capaz de reconocer a Dios en lo pequeño?
¿Qué me enseñan los pastores de Belén para este adviento?

[1] Olaya Sanfuentes, “El pesebre: símbolo de la humanidad de Dios”, en Mensaje 605 (2011) 22-24.
[2] Olaya Sanfuentes, “El pesebre: símbolo de la humanidad de Dios”, 24.
[3] Josep María Rovira Belloso, Jesús el Mesías de Dios (Sígueme, Salamanca 2005), 52.
[4] José Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo I Los comienzos (Sígueme, Salamanca 1998) 127.
[5] José Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo I Los comienzos, 127.
[6] José Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo I Los comienzos, 129.

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