Juan Pablo Espinosa Arce
23 de diciembre de 2017
Al
llegar la medianoche
y al romper en llanto el Niño,
las cien bestias despertaron
y el establo se hizo vivo.
y al romper en llanto el Niño,
las cien bestias despertaron
y el establo se hizo vivo.
Y se
fueron acercando,
y alargaron hasta el Niño
los cien cuellos anhelantes
como un bosque sacudido.
y alargaron hasta el Niño
los cien cuellos anhelantes
como un bosque sacudido.
Bajó
un buey su aliento al rostro
y se lo exhaló sin ruido,
y sus ojos fueron tiernos
como llenos de rocío.
y se lo exhaló sin ruido,
y sus ojos fueron tiernos
como llenos de rocío.
Así
comienza Gabriela Mistral (poetisa chilena) su poema El Establo. Los
versos de la poetisa nos retratan como el llanto del niño Jesús hace que la
vida despunte y que los animales, representados en el buey, en el burro y en
las ovejas, cobren vida. Parece haber un guiño a Isaías 11,9 cuando el profeta
– de manera poética – sostiene que la creación está animada y pastoreada por un
niño. La Gabriela retrata el establo como un espacio de ternura, de convivencia
y de paz. Hay en el pesebre de Mistral un sentido de lo cósmico: es como un
bosque sacudido, hay ojos llenos de rocío, mugidos, ruiditos suaves de los
bichitos, miradas. Es un espacio vivo y que da vida.
Por
ello, la historiadora chilena Olaya Sanfuentes define el pesebre como “símbolo
de la humanidad de Dios”[1]. El establo
tiene texturas, olores, sonidos, silencios. Es un espacio vivo y dinámico. Es
como dice la misma Sanfuentes, “es la posibilidad de convivencia entre las dos
esferas, la humana y la divina. El hombre le entrega a su Dios lo mejor de su
tierra y Él le devuelve con dones varios. La posibilidad de esa práctica se
basa en el misterio de la Encarnación, en que Dios se ha hecho hombre y como
tal tiene necesidades físicas, en que Dios se ha hecho hombre y como tal tiene
necesidades físicas, entre ellas, el alimento”[2]. Dios en Jesús
necesitó buscar el pecho de María. Dios llegó al mundo llorando por frío, por
hambre, por debilidad. Esta es la tierna paradoja del pesebre. Y esta paradoja
es la que nos manifiesta un sentido auténtico de la esperanza: si Dios
ha padecido hambre, si Dios lloró, si Dios nació como nosotros hemos nacido,
nuestra vida tiene un sentido más auténtico: Dios nos conoce y despierta en
nosotros la esperanza de un futuro en plenitud iluminado por la
resurrección. Al llegar la medianoche y al romper en llanto el
Niño, las cien bestias despertaron y el establo se hizo vivo.
En
esta reflexión volveremos nuestra mirada sobre el Nuevo Testamento,
específicamente, en torno a los Evangelios de la infancia y a los relatos
evangélicos sobre el nacimiento de Jesús. Seguiremos, por tanto, las metáforas
de la infancia, ahora actualizadas y concretadas en el nacimiento histórico de
Jesús de Nazaret, en quien por la fe reconocemos la unión de lo humano y de lo
divino. Dios en Jesús ha entrado históricamente en nuestro espacio y tiempo en
el rostro de un niño hebreo. Entre la paja, los bichitos, el mugido de los
animales, los paseos nerviosos de José, los “puja” de María, Dios está
inaugurando una nueva historia. En Cristo, nuestra historia tiene un pasado, un
presente y un futuro.
En
Jesús de Nazaret, el cielo se ha unido con la tierra y la esperanza en la
tierra nueva ha comenzado a tomar carne, sangre, espíritu, amor, lágrimas,
risas, llantos, novedad. No esperamos de manera ahistórica, sino que nuestra
esperanza es profundamente cotidiana, anclada en el terreno que nos sostiene,
histórica por donde se le mire.
Volvamos
al establo, volvamos a los sentimientos de María y de José. Tratemos de entrar
y escuchar, contemplar, degustar, ese nacimiento tan común, tan ordinario, pero
que en sí mismo inaugura la vivencia del Reino en medio nuestro. En los
Evangelios de la infancia de Jesús reconocemos “la importancia de lo que es
pequeño en el Evangelio”[3]. Veamos entonces,
y en primer lugar, el Evangelio de Lucas. Nos dice el relato del nacimiento de
Jesús: “Mientras estaban en Belén le llegó a María el tiempo del parto, y dio a
luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,6-7).
Lo
primero que resalta es que Dios no ha tenido un lugar para nacer. No hay lugar
en la posada. María y José tuvieron que dejar Nazaret y moverse hacia Belén por
el censo. Los padres de Jesús y el mismo Jesús han experimentado la migración.
En los rostros de los que han llegado a otros lugares, reconocemos al niño
Jesús que ha nacido en un lugar sin las comodidades suficientes. Y quizás esto
tiene una lectura más profunda: el no-lugar de Dios, el que no haya un sitio
concreto para su instalación, habla – tal vez – de que la acción de Dios se
mueve por distintos espacios, por otras racionalidades, por nuevos y variados
lugares. Hay una textura interesante en los relatos evangélicos del nacimiento.
Dan espacio a muchas lecturas y a formas de entender la tierna paradoja de
Dios.
El relato de Lucas continúa:
“Había
en aquellos campos unos pastores que pasaban la noche en pleno campo cuidando
sus rebaños por turnos. Un ángel del Señor se les presntó, y la gloria del Señor
los envolvió con su luz. Entonces sintieron mucho miedo, pero el ángel les
dijo: No teman, pues les anuncio una gran alegría que lo será para ustedes y
para todo el pueblo: Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.
Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado
en un pesebre” (Lc 2,10-12).
El
nacimiento de Jesús fue de noche, así como la resurrección, “cuando todavía
estaba oscuro”. Dios actúa en el silencio de la noche, donde no hay ruidos. Y
como en la resurrección el ángel se presenta primero a las mujeres – sujetos
sociales marginadas – en el nacimiento los ángeles se presentan a los pastores.
Esto no es casualidad: responde a la lógica del Dios que no tiene lugar en la
posada, al Dios que nace en la noche de Belén, al Jesús que caminó con
prostitutas, publicanos, sujetos marginados y despreciados, al Dios que en
Jesús está colgado del madero de la cruz. Esta es la lógica de Dios. Esta es la
lógica de la esperanza del Adviento.
Pero
volvamos a los pastores. ¿Quiénes eran estos personajes? Belén es región de
pastores, hasta el día de hoy. Todavía podemos ver por las rutas de Palestina
los pastores beduinos cuidando sus rebaños. Dios nace en medio de los
trabajadores. Y los pastores eran sujetos marginados. Dice Martín Descalzo que
“un pastor era entonces un ser despreciable, de pésima reputación. En parte la
suciedad a que les obligaba el hecho de vivir en regiones sin agua, en parte su
vida solitaria y errante, les había acarreado la desconfianza de todos”[4]. Es más, un
dicho – o mal dicho – popular de la época decía: “no dejes que tu hijo sea
apacentador de asnos, ni conductor de camellos, ni buhonero, ni pastor, porque
son oficios de ladrones”[5].
Los
pastores eran hombres curtidos por el sol del desierto, acostumbrados a largas
vigilias nocturnas, sabedores de los mejores lugares donde llevar a sus ovejas
y cabras. Pero, es en el silencio de la noche donde Dios irrumpe y los
descoloca. Lucas dice que ellos sintieron miedo. Pero el ángel les dijo – así como
a las mujeres en la resurrección – “no teman”. En el nacimiento de Jesús no hay
espacio para el temor. En la acción de Dios solo hay lugar para la alegría y la
esperanza. Dios, cuando llega a nuestras vidas, nos llena de esperanza.
Y a
Dios lo encontramos en un pesebre, arropado en pañales. No es otra la lógica de
la ternura, como dice Francisco. Y luego del anuncio viene el Gloria de los
ángeles. Cuando los ángeles abandonan la escena, la narrativa de Lucas vuelve a
los pastores. Esto tampoco es un dato más en el tercer evangelio: Lucas tiene
una predilección para con los pobres y marginados de Israel. La Iglesia de
Lucas está formada por los excluidos de Israel, y a ellos Dios les anuncia
primero que una gran alegría ha llegado para todo el pueblo. Todavía resuena el
texto de Isaías: una luz ha brillado sobre el país que estaba en tinieblas.
Y
viene el diálogo de los pastores: “Vamos a Belén a ver eso que ha sucedido y
que el Señor nos ha anunciado. Fueron a prisa y encontraron a María, a José y
al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que el ángel les había
dicho de este niño” (Lc 2,15-17). Del temor pasamos a la alegría, a correr a
prisa a ver esto que ha sucedido. Así pasa con la esperanza: la esperanza es
movilizadora, nos priva de la inercia, de quedarnos sentados en nuestra
comodidad. La esperanza encontró primero a los que estaban velando,
a los despiertos y atentos, no a los dormidos y con hastío. Como dice
bellamente Martín Descalzo, loas pastores “salieron corriendo: se sabían amados,
se sentían amados. E iban en busca de ese amor”[6]. Así, la
esperanza está relacionada íntimamente con el amor. No hay verdadero amor sin
una auténtica esperanza.
Termino: En
este Adviento hemos de repasar cómo está nuestro amor, cómo está nuestro
sentirnos amados por Dios y cómo estamos amando a Dios, y en Él, a nuestros
hermanos. Los pastores nos enseñan cómo amar al niño de Belén: no tienen miedo,
no es importa su suciedad, su mal olor, su ser considerados poca cosa. Ellos
corren, cantan y, como dicen hasta el día de hoy en Belén: fueron al
lugar del nacimiento tocando sus flautas.
Preguntas
para la reflexión:
¿Cómo
mi vida ha interiorizado la paradójica ternura de Dios?
¿Soy
capaz de reconocer a Dios en lo pequeño?
¿Qué
me enseñan los pastores de Belén para este adviento?
[4] José
Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo I Los
comienzos (Sígueme, Salamanca 1998) 127.
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