María Ghersi 21 de diciembre de 2017
Las
elecciones del fraude de la Asamblea Nacional Constituyente en Venezuela se
habían fraguado en Julio de 2017 y definido de la manera más descarada posible.
Los espectadores expresábamos no tener palabras para explicar la hazaña
repetida por años por el gobierno de Nicolás Maduro; lo que es peor, ya no
podíamos calificarnos a nosotros mismos por soportar más de 18 años leyéndonos,
votándonos, clamándonos y decepcionándonos, agotados. Venezuela volvía a
quebrarse encima de los pedazos que esperaban ser zurcidos con algún hilo de
cordura.
Como
todo proceso electoral funerario, los ánimos se mecían entre la impotencia y la
tensa calma. Para muchos el silencio era sepulcral en todos los ambientes y una
especie de resignación acabó con los ánimos que meses antes habían trastornado
de esperanzas las calles de Venezuela, repleta de jóvenes luchando por la
libertad por más de cien días consecutivos.
En
toda esta descripción generalizada olvidamos las excepciones y los casos
específicos que un régimen como el de Nicolás Maduro puede remover en el cuerpo
de las urbanizaciones, el corazón de las comunidades, los campos, los barrios,
los pueblos, las ciudades, las extremidades de las familias y los ojos de cada
venezolano.
Años
antes, en Agosto de 2014 le vi a Manuela los ojos hundidos, les delineaba un
verde grisáceo que la hacía interesante pero para mi gusto había adelgazado más
de lo normal. Me había comentado que aún
seguía teniendo una vida más o menos normal, buscando comida todos los días en
los almacenes para ir guardando lo que se pudiera para su familia y los obreros
de la finca. Me comentó que el trabajo se les había complicado demasiado, que
vivían atemorizados y ya no dormían en paz. Estaban empezando a pagar
mensualmente por no ser secuestrados y vivían escondiéndose de los caciques de
la zona que rodeaban la parcela de tierra donde por más de cincuenta años
tuvieron producción vacuna, siembra de maíz, papa y yuca en los Llanos
Venezolanos.
A ese
hermoso lugar le atravesaba un río que yo disfrutaba en las fotos que Manuela
me mandaba periódicamente. En esa ocasión le pregunté por ese tema con la
jocosa frase que ambas usábamos para alivianar las conversaciones que tuvieran
que ver con la criminal vorágine del madurismo: “Oye y ese río cómo es que
llegó ahí?”, exclamaba yo siempre, y ella acostumbraba a reírse mostrando sus
dientes sanos, grandes, como los tuvo siempre desde que la conocí en la escuela
primaria. Yo fantaseaba con la idea de
que el río decidió posarse ahí y les llegó de regalo y no fueron ellos los que
lo acompañaron con cada ladrillo de trabajo de más de cinco décadas y con la
vida de tres generaciones dedicadas a labrar ese pedazo de tierra. Esa imagen la compartimos siempre con la
ilusión de que un día yo iría a ver el río.
Ese
día me comentó que habían negociado con los representantes del gobierno estatal
dejarles la mitad de las hectáreas de siembra para disolver un poco las
tensiones y mantener lo que se pudiera rescatar de la operación agropecuaria.
Renunciaban a la mitad de un trabajo de años que había logrado dotar de
electricidad a todos los pueblos adyacentes hace unos 40 años. Como comenté anteriormente, su sonrisa me
invadía siempre y usaba el chiste del río desde que tuve conocimiento de los
problemas que sus tierras le estaban ocasionando por las guerrillas
patrocinadas por Nicolás Maduro. Ese último día de agosto sus labios no se
distendieron como de costumbre, más bien se abrieron nostálgicos para no
dejarme la broma del río a mi sola, pero no hubo esa comunión de siempre. Yo vi sus ojos girar a otro lado cuando le
abracé en la despedida.
Antes
de volver a México aquel agosto, le dejé unas imágenes de San Miguel que
suponían buenas vibras y protección, lo hice en un gesto de ternura porque ni
ella ni yo confiábamos en los Santos frente a la discordia nacional y con la
convicción de que su vida no correría peligro de verdad y que quizás entre un evento
y otro de la historia política del país todas las impresiones y realidades se
amansarían. Me angustió que me dijera
que ya ella no podía dormir en el mismo lugar más de una semana porque las
bandas criminales del régimen rondaban los caseríos cercanos todas las noches
disparando al aire para refundar el miedo cada día. Su teléfono era cambiado
cada tanto porque se acostumbró a recibir amenazas y mensajes que no entendía
pero le causaban terror. A veces dormía donde buenos vecinos y otras veces en su
propia casa dependiendo de cómo se sintiera el ambiente y otras, en una hamaca
escondida en los matorrales.
La
vida de Manuela se convirtió en un juego de escondite y al mismo tiempo en una
lucha continua por no abandonar su más grande querencia, “El monte” como ella
decía. Defendió con uñas y con su alma esa parte que tenía el río atravesando
su campo porque de todos los problemas que generaba la nueva falta de
electricidad en la zona, el río era lo que calmaba la sed de sus animales, y de
sus semillas siempre de buenas cosechas. Sin el río, pensaba ella, sería
imposible seguir manteniendo todo con vida.
Como es obvio, los caciques querían también el río y todo, todo lo
demás.
Manuela
y yo también compartíamos el gusto por la música venezolana y aunque la veía
poco tuve una conexión importante con lo que yo siempre supe era su parte más
humana. Una noche le mandé un video
nuevo de música al último número de teléfono que yo guardaba de ella y nunca
contestó. A los tres días me enteré que
Manuela había sido asesinada por causa de dos disparos mientras manejaba su
auto cerca de la ciudad donde fundó sus sueños.
El río
que cruzaba el corazón y los pulmones de Manuela la mató, fue la causa por la
que los conspiradores del Gobierno acabaron con todo. Se han acostumbrado a
matar todo a su paso, con una diferencia brutal, ellos no tienen cauce.
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