Por Eritza Liendo
La gente grande sabe lo
importante que es la Navidad como conmemoración de la fe cristiana.
Como dice el villancico venezolano, un 24 de diciembre “Nació el Redentor.
Nació, nació. En humilde cuna. Nació, nació. Para dar al hombre la paz, la paz.
Paz y ventura; ventura y paz”. Las personas adultas, ya que sean creyentes o
agnósticas, entienden el simbolismo asociado con las festividades pascueras.
Pero los niños… ¡Para los niños, la Navidad es otra cosa!
Los niños del mundo viven la
Navidad con la ilusión de los regalos, de los estrenos. La viven con la
emoción de esperar al Niño Jesús o a Santa, que vendrá con presentes… con cosas
bonitas, con sorpresas y, en todo caso, con algo que le permitirá a cada
criatura acentuar el sentido de su fe. Cuando un pequeño le escribe
su carta al Niño Jesús lo hace a sabiendas de que esa carta llegará a
su destino y que al amanecer del 25, al abrir los ojos, encontrará su regalo al
pie del árbol o debajo de la cama.
Todo niño debería poder vivir
la Navidad con la pureza de la ilusión infantil. Para cada niño, la Navidad
debería ser una experiencia festiva y conciliatoria vivida al calor de una
familia unida. Los niños no deberían vivir la Navidad como esos granujillas
otoñales, con los ojos estáticos y las manos vacías, que empañan su renuncia
soplando los cristales en los escaparates de las confiterías. Eso sería un
cuento grotesco…
¡Archipetaquiremandefuá!
A Panchito Mandefuá lo
atropelló un carro. Era un niño de la calle, de ésos que le bailan a uno frente
al guardafango ofreciendo sus maromas y sus billetes de lotería. A comienzos
del siglo XX, José Rafael Pocaterra escribió esta historia: el drama
tragicómico de un niño menesteroso que hacía su vida en la calle, vestido con
un paltó viejo que le llegaba hasta las corvas y fumando como si fuera un
hombre hecho y derecho. La noche del 24 de diciembre, con lo poco que le quedó
en el bolsillo después de ayudar a Margarita –una niñita en desgracia– Panchito
se fue a ver un espectáculo de payasos y de animales.
“A las once salió del circo.
Iba pensando en el menú: hallacas de “a medio”, un guarapo, café con leche,
tostadas de chicharrón y dos “pavos rellenos” de postre. ¡Su cena famosa!
Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y
Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles
del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto con un
paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de sangre…”
¡Murió nadie! Apenas
un niño de la calle. Un niño que se inventó su propio apellido. Un niño
astroso, nacido de cualquiera con cualquiera, que exhibía su apellido (de
inspiración personalísima) con el mismo orgullo que Felipe, Duque de Orleans,
usaba el apelativo de igualdad en los días un poco turbios de la Convención,
cuando el exceso de apellidos podía traer consecuencias desagradables.
¡Murió un angelito mugriento!
¡Un querubín pringoso! ¡Un serafín roñoso! Murió uno de esos Panchitos que, a
diario vemos en las calles buscándose la vida con su morralito tricolor a
cuestas: es la única porción de patria que les toca. Un morralito tricolor
donde guardar sus sueños junto con las limosnas que reúnen día tras día.
Memorias de un niñito de la
decadencia
Hace ya meses la productora de
un canal de televisión me invitó a participar en un programa. Se trataba de
exaltar la figura del escritor José Rafael Pocaterra. Fui encantada de la vida
porque Pocaterra es un escritor fundamental. En ese mismo sentido, fue un
visionario. De allí su importancia y su trascendencia.
Los señalamientos que hice en
esa oportunidad fueron usados como corolario del programa: mías fueron las
palabras finales. “Pocaterra muestra en sus historias un modo de ser
intransigentemente venezolano”. Lo dije en aquel momento y lo sostengo hoy. Hoy
más que nunca, ante una inminente Navidad que será amarga para muchos niños
venezolanos.
Están los Panchitos de la
calle. Están los Panchitos de debajo de los puentes. Los Panchitos que duermen
arropados con cartones. Los que pernoctan al descampado sin más cobijo que el
cielo y están los otros: los que menguan en hospitales sin
condiciones, sin medicinas, sin médicos… Los que han sido reventados en
una protesta sin tener quien les rece un Padrenuestro… Sin tener quien les diga
un “Dios te guarde…”.
Pocaterra lo vio venir… y es
muy triste que, a casi un siglo de su relato, todavía haya críos que, sin
planearlo, vayan a hacer su cena con el Niño Jesús… A estos Panchitos de hoy no
los atropella un carro… Los atropella una patria que los ignora… que
sólo los dota con un morral vacío donde no cabe ni siquiera un sueño… ni
siquiera la ilusión de una feliz Navidad…
Foto: Niños actores de Lara en
versión teatral de Panchito Mandefuá.
23-12-17
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