Américo Martín 13 de mayo de 2019
La
vida ha precisado el concepto de golpe de Estado, distinguiéndolo de la
cháchara que acusa de serlo a legítimas luchas opositoras contra desmanes
autocráticos.
En
cualquier operación golpista se vislumbran tres componentes: 1) una
minoría militar planificando y ejecutando las operaciones en
estricto secreto 2) un plan detallado de toma del poder 3) un programa que
fundamente el complot.
Adicionalmente,
Juan Perón, quien se enorgullecía de ser un consumado golpista, destacaba dos
niveles de distinta ejecución: planificación, organización, ensayo y ejecución,
necesariamente encomendados a militares debido a que el estricto secreto
demandaba disciplina y obediencia de soldado. El otro plano, sugerido por
Perón, comienza con el triunfo de la conjura. Es el momento de la caótica
participación civil, aunque solo para engalanarla y aclamarla (Juan Domingo
Perón, “Tres revoluciones” Peña Lillo Editor S.A.)
Díganme
amables lectores: ¿habrá algo en común entre un golpe así definido y los actos
del 30-A encabezados por Guaidó y el vicepresidente de la AN, Edgar Zambrano,
rodeados ambos por multitudes desarmadas? ¿Alguien mostró el plan y observó la
organización, ensayo, disciplina militar y secreto absoluto?
Pasan
semanas y ni rastros de golpe, simplemente porque no hubo tal. Vistoso
fue el alto sentido de responsabilidad de los dirigentes democráticos, Guaidó,
presidente interino de la República, Zambrano, vicepresidente de la AN y la
gran mayoría de valientes diputados de oposición.
Lo
inocultable es el golpe de estado antiparlamentario, diseñado para
consolidar la autocrácia, quebrar la separación y autonomía de las ramas del
poder y de paso destruir la justificada celebridad del presidente interino.
El
“monagazo” de 1848 y los acobardados Congresos de Castro, Gómez y Pérez
Jiménez, calzaron los puntos del heroísmo exhibido hoy por la Asamblea Nacional
y los parlamentarios democráticos.
Atentados
contra congresos latinoamericanos como los del uruguayo Bordaberry y el
peruano Fujimori, son pálidos en comparación con el cerco permanente
tendido en Venezuela contra la Asamblea Nacional.
A
Guaidó no lo tocan a la espera de que renazca la indolencia tolerante. Mientras
tanto eliminan al detal su base legislativa, encarcelando alevosamente
diputados electos por el voto popular.
Ese
“estado permanente de golpe”, desplegado con increíble torpeza subestima
el temple de los acosados parlamentarios, tan ausente en los desconcertados
dueños del Palacio de Miraflores. Resalto la declaración del secretario general
de AD, Henry Ramos Allup y el frío autocontrol del vicepresidente Zambrano.
- No me bajo de mi carro, le espetó éste a
la jauría.
Con
grúa remolcaron a Zambrano sin lograr que se inmutara.
Por
supuesto, no es menor el valor de los parlamentarios de todos los partidos,
pero por razones pedagógicas destaco la firmeza de los mencionados (y también
de Capriles, Borges, Leopoldo, Florido y sigue y suma) porque han sido
reiteradamente acusados de “colaboracionismo blandengue con el régimen,
que no congenia con los zarpazos que están soportando.
No es
necesario amar a quien no se trague, pero sí lo es detener el juego ciego
contra la reputación de partidos y políticos de la amplia unidad
estructurada desde el 5 de enero alrededor de Guaidó y la Asamblea Nacional. Si
recordamos la ardua lucha candidatural que reinaba en la oposición, parece un
milagro la poderosa solidaridad mundial y nacional que han hecho de
Guaidó y de la AN los ejes del cambio democrático.
Ese
milagro debe ser apreciado. La confluencia de factores adversos al llamado
proceso bolivariano ha trazado una ruta irreversible. No entenderlo es
inmolarse.
Hippolite
Tayne, autor del Gendarme Necesario, escribió:
- El rebaño humano no sabía sino pelear
hasta que la fuerza bruta impuso un verdugo militar.
Tomen
nota, pues.
Américo
Martín
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