Francisco Fernández-Carvajal 16 de mayo de 2019
— Para
leer con fruto el Santo Evangelio.
—
Contemplar en él la Santísima Humanidad de Cristo.
— El
Señor nos habla a través de los Libros Sagrados. La Palabra de Dios es siempre
actual.
I. Jesucristo
es para cada hombre Camino, Verdad y Vida1,
nos anuncia el Evangelio de la Misa. Quien le conoce sabe la razón de su vida y
de todas las cosas; nuestra existencia es un constante caminar hacia Él. Y es
en el Santo Evangelio donde debemos aprender la ciencia suprema de
Jesucristo2,
el modo de imitarle y de seguir sus pasos. «Para aprender de Él, hay que tratar
de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el
Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del
andar terreno de Jesús.
»Porque
hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a
fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla»3.
Queremos identificarnos con el Señor, que nuestra vida en medio de nuestros
quehaceres sea reflejo de la suya, y «para ser ipse Christushay
que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu
de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo,
hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí
fuerza, luz, serenidad, paz.
»Cuando
se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su
existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de
meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su
muerte y su resurrección»4.
Debemos
leer el Evangelio con un deseo grande de conocer para amar. No
podemos pasar las páginas de la Escritura Santa como si se tratara de un libro
cualquiera. «En los libros sagrados, el Padre, que está en el Cielo, sale
amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos»5.
Nuestra lectura ha de ir acompañada de oración, pues sabemos que Dios es el
autor principal de esos escritos santos. En ellos, y de modo especial en el
Evangelio, está «el alimento del alma, la fuente límpida y perenne de la vida
espiritual»6. «Nosotros –escribe San Agustín– debemos oír el Evangelio como
si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos decir: “felices
aquellos que pudieron verle”. Porque muchos de los que le vieron le
crucificaron; y muchos de los que no le vieron, creyeron en Él. Las mismas
palabras que salían de la boca del Señor se escribieron, se guardaron y se
conservan para nosotros»7.
Para
leer y meditar el Santo Evangelio con fruto debemos hacerlo con fe, sabiendo
que contiene la verdad salvadora, sin error alguno, y también con piedad y
santidad de vida. La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, ha guardado
íntegro e inmune de todo error el impagable tesoro de la vida y de la doctrina
del Señor para que nosotros, al meditarla, nos acerquemos con facilidad a Él y
luchemos por ser santos. Y solo en la medida en que queramos ser santos
penetraremos en la verdad íntima contenida en estos santos libros, solo
entonces gustaremos el fruto divino que encierran. ¿Valoramos nosotros este
inmenso tesoro que con tanta facilidad podemos tener en nuestras manos?
¿Buscamos en él el conocimiento y el amor cada día mayores a la Santa Humanidad
del Señor? ¿Pedimos ayuda al Espíritu Santo cada vez que comenzamos la lectura
del Santo Evangelio?
II. No
se ama sino aquello que se conoce bien. Por eso es necesario que tengamos la
vida de Cristo «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier
momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla
como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra
conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor.
»Así
nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata solo de pensar en Jesús,
de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser
actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los
primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se
agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las
palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán (...).
»Si
queremos llevar hasta el Señor a los demás hombres, es necesario ir al
Evangelio y contemplar el amor de Cristo»8.
Nos
acercamos al Evangelio con el deseo grande de contemplar al Señor tal como sus
discípulos le vieron, observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus
palabras...; verlo lleno de compasión ante tanta gente necesitada, cansado
después de una larga jornada de camino, admirado ante la fe de una madre o de
un centurión, paciente ante los defectos de sus más fieles seguidores...;
también le contemplamos en el trato habitual con su Padre, en la manera
confiada como se dirige a Él, en sus noches en oración..., en su amor constante
por todos.
Para
quererle más, para conocer su Santísima Humanidad, para seguirle de cerca
debemos leer y meditar despacio, con amor y piedad. El Concilio Vaticano II
«recomienda insistentemente a todos los fieles (...) la lectura asidua de la
Sagrada Escritura (...), pues “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”
(San Jerónimo). Acudan –dice– al texto mismo: en la liturgia, tan llena de
palabras divinas; en la lectura espiritual...»9.
Haz
que vivamos siempre de ti, le pedimos al Señor en la Misa de hoy10.
Pues bien, este alimento para nuestra alma, que diariamente debemos
procurarnos, es fácil de tomar. Apenas requiere tres o cuatro minutos cada día,
pero poniendo amor. «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que
te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un
protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el Evangelio en tu
vida..., y para “hacerlo cumplir”»11.
III. ¡Cuán
dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!12.
San
Pablo enseñaba a los primeros cristianos que la palabra de Dios es viva
y eficaz13. Es siempre actual, nueva para cada hombre, nueva cada día,
y, además, palabra personal porque va destinada expresamente a cada uno de
nosotros. Al leer el Santo Evangelio, nos será fácil reconocernos en un
determinado personaje de una parábola, o experimentar que unas palabras están
dirigidas a nosotros. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en
otro tiempo a nuestros padres por el ministerio de los Profetas; últimamente,
en estos días, nos ha hablado por su Hijo14. Estos
días son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando. Sus
palabras, por ser divinas y eternas, son siempre actuales. En cierto modo, lo
que narra el Evangelio está ocurriendo ahora, en nuestros días, en nuestra
vida. Es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo; la oveja que anda
perdida y el Pastor que ha salido a buscarla; la necesidad de la levadura para
convertir la masa, y de la luz para iluminar la oscuridad del pecado...
El
Evangelio nos revela lo que es y lo que vale nuestra vida y nos traza el camino
que debemos seguir. El Verbo –la Palabra– es la luz
que ilumina a todo hombre15.
Y no hay hombre al que no se dirija esta Palabra. Por eso el Evangelio debe ser
fuente de jaculatorias, que alimenten la presencia de Dios durante el día, y
tema de oración muchas veces.
Si
meditamos el Evangelio, encontraremos la paz. Salía de Él una virtud
que sanaba a todos16,
comenta en cierta ocasión el Evangelista. Y esa virtud sigue saliendo de Jesús
cada vez que entramos en contacto con Él y con sus palabras, que permanecen
eternamente.
El
Evangelio debe ser el primer libro del cristiano porque nos es imprescindible
conocer a Cristo; hemos de mirarlo y contemplarlo hasta saber de memoria todos
sus rasgos. El Santo Evangelio nos permite meternos de lleno en el misterio de
Jesús, especialmente hoy, cuando tantas y tan confusas ideas circulan sobre el
tema más trascendental para la Humanidad desde hace veinte siglos: Jesucristo,
Hijo de Dios, piedra angular, fundamento de todo hombre. «No os
descarriéis entre la niebla, escuchad más bien la voz del pastor. Retiraos a
los montes de las Santas Escrituras, allí encontraréis las delicias de vuestro
corazón, nada hallaréis allí que os pueda envenenar o dañar, pues ricos son los
pastizales que allí se encuentran»17.
En
muchas ocasiones será conveniente hacer la lectura cotidiana del Evangelio a
primera hora del día, procurando sacar de esa lectura una enseñanza concreta y
sencilla que nos ayude en la presencia de Dios durante la jornada o a imitar al
Maestro en algún aspecto de nuestro comportamiento: estar más alegres, tratar
mejor a los demás, estar más atentos hacia aquellas personas que sufren,
ofrecer el cansancio... Así, casi sin darnos cuenta, se podrá cumplir en
nosotros este gran deseo: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que
todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de
Jesucristo»18.
Y esto
será un gran bien no solo para nosotros, sino también para quienes viven,
trabajan o pasan a nuestro lado.
1 Cfr. Jn 14,
6. —
2 Flp 3,
8. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 14. —
4 Ibídem,
107. —
5 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 21. —
6 Ibídem.
—
7 San
Agustín, Coment. al Evangelio de San Juan, 30. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 107. —
9 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 25. —
10 Oración
colecta de la Misa. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 672. —
12 Sal 118,
103. —
13 Cfr. Heb 4, 12. —
14 Cfr. Heb 1, 1. —
15 Jn 1, 9. —
16 Lc 6, 19. —
17 San
Agustín, Sermón 46 sobre los pastores. —
18 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 2.
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