Por Johanna Pérez Daza
Víctor Hugo y Hugo Chávez.
Parece un contrasentido y un despropósito colocar en una misma oración a dos
personajes tan distantes, no solo en términos epocales sino sustanciales,
entendiendo por estos los constitutivos del modo de ver y entender el mundo,
sus pensamientos y acciones… su legado.
En la obra literaria de
Víctor Hugo “Los miserables” (1862) el obispo de Digne “compra” el alma de Jean
Valjean y lo hace libre. Le da la oportunidad de empezar de nuevo y, a partir
del perdón, siembra en él la nobleza y la compasión que le habían arrebatado.
Es un acto liberador y transformador. El ex convicto se convierte en Monsieur
Madeleine y emprende un camino próspero que, aún en medio de las dificultades,
busca la rectitud como norma y la justicia certera, alejada de las
deformaciones y contradicciones que había vivido en carne propia al ser
condenado por robar un trozo de pan con el que infructuosamente intentó aliviar
su hambre y el de su familia. Su trascendencia, universalidad y capacidad de
permanecer en el tiempo tocando los grandes temas de la humanidad hacen de ésta
una obra maestra, un clásico de la literatura al que volvemos cada cierto
tiempo para revolver preguntas y luces.
Muchos años después, la
insigne novela de Víctor Hugo fascinaría a Hugo Chávez, quien en época de vacas
gordas y bonanza petrolera mandó a imprimir y distribuir gratuitamente esta
obra como si de un panfleto se tratara. Sin embargo, el tiempo ha mostrado
que era, más bien, una advertencia, una profecía incomprendida que hoy se
hace visible en los rostros de los miserables, hijos y prisioneros del
socialismo del siglo XXI.
Escarban en la basura
buscando qué comer. Mueren por desnutrición o falta de medicamentos. Huyen por
las fronteras —incluso a pie, con frío y en terribles condiciones— cargando
bolsas y pesares, arrastrando una maleta destartalada y en la espalda un
desgastado morral tricolor de extinta función escolar —¿quién puede estudiar
cuando las tripas suenan más fuerte que la cansada voz de una maestra que
también busca solapar el hambre entre letras y lecciones?—.
Pernoctan en los alrededores
de los bancos para cobrar una mísera parte de su ya de por si mísera pensión.
Viven entre apagones, sin agua y con precarios servicios básicos. Por momentos
recuerdan a la pequeña Cosette, maltratada y explotada, o a su extorsionada,
prostituida y agonizante madre Fantine, pagando con su vida el alto precio de
la inocencia arrebatada por el espejismo de la promesa incumplida y el
abandono.
Los vimos retratados recientemente
en un estremecedor reportaje del
portal ABC de España (Texto: Jorge Benezra. Fotos: Álvaro Ybarra Zavala). Nos
dolió el alma al reconocerlos cercanos, nuestros, numerosos, removiendo en
nuestra memoria la fotografía de Kevin Carter y el niño famélico acechado por
el buitre. Agitamos la cabeza al identificar y constatar: no es África, es
Venezuela. No es un ave de rapiña que espera su presa, es un gobierno que mira
indolente.
Acá también abundan los
Thénardier que fingen ayudar mientras se lucran de la desgracia y se aprovechan
de los más vulnerables. Dos Hugos y dos contextos “revolucionarios”. En ambos
subyace la miseria y el hambre. En la Venezuela del socialismo del siglo XXI,
funcionan como mecanismos de control, herramientas para el miedo y la sumisión.
La conocida máxima de quien te quiebra las piernas para que luego le agradezcas
las muletas… o una caja de comida.
Paradójicamente, ante este
abrumador panorama y el subsiguiente desaliento, “Los miserables” de
Víctor Hugo ofrecen aires de esperanza y rebelión, de levantamientos populares
en los que se tejen historias de lucha y amor, haciéndonos posar la mirada en
la esencia humana que indómita persigue su libertad y en el bien que se abre
camino y nos invita a creer e insistir.
03-05-19
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