Francisco Fernández-Carvajal 30 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Vigilantes ante la llegada del Mesías.
— Principales enemigos de nuestra santidad: las tres
concupiscencias. La Confesión, medio para preparar la Navidad.
— Vigilantes mediante la oración, la mortificación y
el examen de conciencia.
I. Dios
todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir
al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras1.
Quizá hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en
un sermón sobre el Adviento2–
de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros,
alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de
alguna forma el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las
distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro
destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los
profetas cuando miraban hacia adelante en espera de la redención de su pueblo.
No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo
habría de venir el Mesías. Solo sabían que en algún momento la estirpe de David
retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría
las puertas de la cárcel; que la luz que solo se divisaba entonces como un
punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto.
El pueblo de Dios debía estar a la espera.
Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que
tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una
parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya se
ha cumplido el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos
presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena
noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la
gruta de Belén.
Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban
realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron3.
Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas
y de la vida del mundo.
Estad vigilantes,
nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos
repetirá San Pablo4.
Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra
existencia.
Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y
decid: Mirad a Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga;
proclamadlo con fuerte voz5.
La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos
a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la
primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras
venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por
eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.
«Ven, Señor, y no tardes». Preparemos el camino para el Señor que llegará
pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad
esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los
obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de
mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de
discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para
ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos
que inspiran nuestras acciones.
II. Como en este
tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra
alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para
mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales
obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne,
la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida6.
«La concupiscencia de la carne no es solo la tendencia
desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al
desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de
vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en
apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
»El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los
ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar
(...).
»Los ojos del alma se embotan; la razón se cree
autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación
sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios
ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa
tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se
entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3,
5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
»La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse
sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae.
No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un
engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la
raíz de todos los descaminos»7.
Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de
prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con
el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo
con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese
Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante
preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca, pero en el Adviento
la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame
tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame,
porque tú eres mi Dios y Salvador8.
Prepararemos este encuentro en el sacramento de la
Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más
de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo
os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos
gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero
también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la
Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía,
responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II.
Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente
al Niño Dios.
Así lo haremos también nosotros en las semanas que
faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque
siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la
misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.
III. En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad,
porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis
cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a media noche, o al canto
del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle
durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad9.
Para mantener este estado de vigilia es necesario
luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las
cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar
que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los
cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que
deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros
a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender10.
«Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y
pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros»11.
Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración
personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de
santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas,
que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante
un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos
estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.
«Hermanos –nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a
los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los
auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención.
Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el
que viene, de dónde viene y a dónde viene, para qué, cuándo y por dónde viene.
Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción
este Adviento si no contuviera algún gran misterio»12.
Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo,
porque está para venir y no tardará,
leemos en las antífonas de la liturgia.
Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar
en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de
su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que
nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la
llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o
ninguna importancia ante Jesús.
1 Colecta
de la Misa del día. —
2 Cfr.
R. A. Knox, Sermón sobre el Adviento, 21-XII-1947. —
3 Jn 1,
11.—
4 Cfr. Rom 13,
11. —
5 Salmo
responsorial. Lunes de la I Semana de Adviento. —
6 1
Jn 2, 16. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 5-6. —
8 Salmo
responsorial de la Misa del día. Ciclo C. Sal 24. —
9 Mc 13,
33-37. Evangelio de la Misa del día. Ciclo B. —
10 Cfr. 1
Tes 5, 4-11. —
11 Santa
Teresa, Camino de perfección, 19, 13. —
12 San
Bernardo, Sermón sobre los seis aspectos del Adviento, 1.
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