Por Piero Trepiccione
En las últimas semanas
Venezuela ha dejado de protagonizar los principales titulares de los medios
occidentales y de buena parte del mundo. Otros hechos, otros acontecimientos
han arrebatado el gran espacio al que nos habíamos acostumbrado. El surgimiento
de conflictos de carácter muy noticioso en Chile, Colombia, Bolivia, Nicaragua,
Honduras, Brasil, Haití, entre otros, han sorprendido a la geopolítica global y
le han dado un nuevo rumbo a Latinoamérica como eje de debate acerca de la
calidad y profundidad de las democracias de la región. Pero, con todo el ruido
que se ha generado en el ecosistema continental ¿De verdad, Venezuela, ha
perdido el peso estratégico de su conflicto interno en las agencias de
inteligencia internacionales?
Pero la realidad, más
allá de las situaciones conflictivas que han reflejado un deterioro profundo de
las instituciones democráticas en la región y su impacto en el manejo de las
economías nacionales, nos muestra una complejidad del caso Venezolano que trasciende
todo lo demás y la coloca como eje central de una fuerza ideológica y política
que irradió y aún hoy, lo hace, una especie de virus que ha personalizado el
concepto del poder en lo que constituye un retroceso de por lo menos dos
siglos.
El fenómeno del hiperliderazgo
asociado al Poder Ejecutivo colocado como el más fuerte en el ejercicio de la
institucionalidad, trastocó la noción de democracia en Venezuela haciendo
perder los contrapesos necesarios al poder y al individuo con facultad de
mando. Esta práctica, gracias a la diplomacia petrolera, se expandió hacia
todos los países de la región. Muchos de ellos, inclusive, cayeron al canto
ideológico y ganaron elecciones competitivas para luego asumir el poder y
cercenar las posibilidades de la alternabilidad. En los países que no tomaron
el poder, como el caso de Chile y Colombia en particular, lograron sembrar
tesis organizativas que aprovecharan las debilidades y las deficiencias de los
gobiernos para alinear los descontentos hacia las formas políticas sugeridas en
el formato ideológico.
Aunado a ello, nos
encontramos con la particularísima migración venezolana que según la propia
Acnur, pudiera superar a la de Siria en 2020. Este fenómeno, producto de la
combinación fórmula ideológica más torpeza en el manejo de la economía,
alimenta la precariedad de más de cinco millones de personas más los países
receptores que ya comienzan a percibir deterioros en sus infraestructuras
económicas y de servicios por el volumen de la distorsión. Un país con las
dimensiones territoriales, económicas y poblacionales de Venezuela enmarcado en
un conflicto político de larga data y sin horizonte claro, complejiza una
situación que lo sigue definiendo como problema global.
En suma, quizás ya no
ocupemos tanto espacio noticioso en medios internacionales. Quizás en este
momento, el signo de la fragmentación del descontento difiera con la
concentración del mismo en el primer trimestre de este año. Quizás el liderazgo
político opositor en sus miradas omblicales, pueda estar generando una
desconexión peligrosa con el sentimiento nacional. Quizás, el país se
muestre absolutamente controlado por los factores de poder asociados a Nicolás
Maduro y se haya diluido la posibilidad de un cambio político. Pero la realidad
nos muestra a un país cuya coyuntura política está afectando a todo el
hemisferio occidental sin distingos de ninguna índole. Por lo tanto, Venezuela
sigue siendo un problema global y como tal, las agencias diplomáticas y de
inteligencia lo califican en consecuencia. Venezuela hoy más que nunca, es un
volcán social a punto de ebullición.
01-12-19
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