Francisco Fernández-Carvajal 09 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Confesión de los
pecados y propósito de enmienda. Confesión individual, auricular y completa.
— Ante el mismo
Jesucristo. Confesión frecuente.
— Cada Confesión, un
bien para toda la Iglesia. La Comunión de los Santos y el sacramento de la
Penitencia.
I. Una
voz grita en el desierto: preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa
un camino para nuestro Dios. Que los valles se levanten, que montes y colinas
se abajen, que lo torcido se enderece, y lo escabroso se iguale1.
El mejor modo de disponer nuestra alma al Señor que
llega es preparar muy bien la Confesión. La necesidad de este sacramento,
fuente de gracia y de misericordia a lo largo de toda nuestra vida, se pone
especialmente de manifiesto en este tiempo en el que la liturgia de la Iglesia
nos impulsa y nos anima a esperar la Navidad.
Ella nos ayuda a rezar pidiendo: Señor Dios,
que para librar al hombre de la antigua esclavitud del pecado enviaste a tu
Hijo a este mundo; concede, a los que esperamos con devoción su venida, la
gracia de tu perdón soberano y el premio de la libertad verdadera2.
La Confesión es también el sacramento, junto a la
Sagrada Eucaristía, que nos dispone para el encuentro definitivo con Cristo al
fin de nuestra existencia. Toda nuestra vida es un continuado adviento, una
espera del instante último para el que no dejamos de prepararnos día tras día.
Nos consuela pensar que es el mismo Señor quien ardientemente desea que estemos
con Él en la tierra nueva y en el cielo nuevo que nos tiene preparados3.
Cada Confesión bien hecha es un impulso que recibimos
del Señor para seguir adelante, sin desánimos, sin tristezas, libres de
nuestras miserias. Y Cristo nos dice de nuevo: Ten confianza, tus
pecados te son perdonados4,
hijo mío, vuelve a empezar... Es Él mismo quien nos perdona después de la
humilde manifestación de nuestras culpas. Confesamos nuestros pecados «a Dios
mismo, aunque en el confesonario los escuche el hombre-sacerdote. Este hombre
es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizado entre el
hijo que retorna y el Padre»5.
«Las causas del mal no deben buscarse en el exterior
del hombre, sino, sobre todo, en el interior de su corazón. También su remedio
parte del corazón. Por consiguiente los cristianos, mediante la sinceridad en
su propio empeño de conversión, deben rebelarse frente al achatamiento del
hombre, y proclamar con su propia vida la alegría de la verdadera liberación
del pecado (...) mediante un sincero arrepentimiento, de un firme propósito de
enmienda, y de una firme confesión de las culpas»6.
Para quienes han caído en pecado mortal después del
Bautismo, este sacramento es tan necesario para la salvación como lo es el
Bautismo para los que aún no han sido regenerados a la vida sobrenatural: «es
el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor»7.
Y es de tanta importancia para la Iglesia, que «los sacerdotes pueden verse
obligados a posponer o incluso dejar otras actividades por falta de tiempo,
pero nunca el confesonario»8.
Todos los pecados mortales cometidos después del Bautismo,
y las circunstancias que modifiquen su especie, deben pasar por el tribunal de
la Penitencia, en una Confesión auricular y secreta con absolución individual.
El Santo Padre nos pide a todos que hagamos cuanto
esté en nuestras manos «para ayudar a la comunidad eclesial a apreciar
plenamente el valor de la Confesión individual como un
encuentro personal con el Salvador misericordioso que nos ama, y a ser fieles a
las directrices de la Iglesia en un asunto de tanta importancia»9.
«No podemos olvidar que la conversión es un acto
interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser
sustituido por otros, no puede hacerse “reemplazar” por la comunidad»10.
II. La Confesión,
además de ser completa en lo que se refiere a los pecados
graves, ha de ser sobrenatural: conscientes de que vamos a pedir
perdón al mismo Señor, a quien hemos ofendido, pues todo pecado, también
aquellos que se refieren a nuestros hermanos, son ofensa directa a Dios.
La Confesión hecha con sentido sobrenatural es un
verdadero acto de amor a Dios, se oye a Cristo en la intimidad del alma que
dice, como a Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Y con las
mismas palabras de este apóstol le podremos también decir: Domine, tu
omnia nosti, tu scis quia amo te11.
Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo..., a pesar de todo.
Después del pecado mortal, la mayor desgracia para el
alma es el pecado venial, pues nos priva de muchas gracias actuales. Cada
pequeña infidelidad es un gran tesoro perdido: disminuye el fervor de la
caridad, aumenta las dificultades para la práctica de las virtudes, que cada
vez se presentan como más difíciles; y predispone al pecado mortal, que llegará
si no se reacciona con prontitud.
La Comunión y la Confesión frecuentes son la mejor
ayuda en la lucha para evitar los pecados veniales. En la Confesión obtenemos,
además, específicas gracias para evitar esos defectos y pecados de los que nos
hemos acusado y arrepentido. Amar la Confesión frecuente es síntoma de finura
de alma, de amor a Dios; su desprecio o indiferencia sugiere falta de
delicadeza interior y, frecuentemente, verdadero endurecimiento para lo
sobrenatural.
La frecuencia de la Confesión viene determinada por
las particulares necesidades de nuestra alma. Cuando una persona esté seriamente
determinada a cumplir la voluntad de Dios en todo y ser del todo de Dios,
tendrá verdadera necesidad de acudir a este sacramento con más frecuencia y
puntualidad: «la confesión renovada periódicamente, llamada “devoción”, siempre
ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad»12.
III. La
reconciliación de cada hombre con Dios y con la Iglesia en el sacramento de la
Penitencia es uno de los actos más íntimos y personales del hombre. Muchas
cosas fundamentales cambian en el santuario de la conciencia en cada Confesión.
A la vez, no podemos olvidar que este sacramento entraña una profunda e
inseparable dimensión social. Muchas cosas cambian también en el ámbito familiar,
en el estudio, en el trabajo, con los amigos, etcétera, de la persona que se
confiesa.
El pecado, porque es la mayor tragedia para el hombre,
produce un profundo descentramiento en quien lo comete. Y quien está
descentrado, descentra también a quien tiene a su alrededor. En el sacramento
de la Penitencia, el Señor coloca de nuevo las cosas en su sitio; además de
perdonar el pecado, introduce en el alma el orden y la armonía perdidos.
Una Confesión bien hecha es un gran regalo a todos
aquellos que conviven y trabajan con nosotros; también se beneficia de ella
otra muchísima gente con la que nos relacionamos todos los días. Se hacen y se
dicen las cosas de muy diferente manera cuando hemos recibido a su tiempo la
gracia de este sacramento.
Cuando un fiel se confiesa, también se opera un bien
incalculable en toda la Iglesia. Toda Ella se alegra y se enriquece
misteriosamente cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras de la
absolución. Por la Comunión de los Santos, cada Confesión tiene sus resonancias
bienhechoras en todo el Cuerpo Místico de Cristo.
En la vida íntima de la Iglesia –de la que Cristo es
la piedra angular– cada fiel sostiene a los demás con sus buenas obras y
merecimientos y es a la vez sostenido por ellos. Todos nos necesitamos y, de
hecho, estamos continuamente participando de bienes espirituales comunes.
Nuestros propios merecimientos están ayudando a nuestros hermanos los hombres
repartidos por toda la tierra; así mismo, el pecado, la tibieza, los pecados
veniales, el aburguesamiento, son lastre para todos los miembros de la Iglesia
peregrina: si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y
si un miembro es honrado, todos lo otros a una se gozan13.
«Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a
nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la
comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma
que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde,
por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar
de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el
pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras
palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más
estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo
pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo
el conjunto eclesial y en toda la familia humana»14.
Cuando alguien se acerca con buenas disposiciones a la
Confesión es un momento de alegría para el propio penitente y para todos. Cuando
encuentra la dracma, llama a sus amigas y vecinas y les dice: Alegraos conmigo15.
Los bienaventurados del Cielo, las benditas almas del Purgatorio, y la Iglesia
que todavía peregrina en este mundo se alegran cada vez que se imparte una
absolución.
«Desatar» los vínculos del pecado es al mismo tiempo
atar los nudos de la fraternidad. ¿No deberíamos ir a este sacramento con más
alegría y con más prontitud, sabiendo que estamos ayudando, por el mismo hecho
de confesarnos bien, a tantos otros cristianos y especialmente a quienes están
más cerca de nosotros?
Pidamos a Dios con la Iglesia: que la
presencia de tu Hijo, ya cercano, nos renueve y nos libre de volver a caer en
la antigua servidumbre de pecado16.
1 Is 40,
1-11. —
2 Oración
de la Misa. Sábado de la 1ª Semana de Adviento. —
3 Apoc 21,
1. —
4 Mt 9,
2. —
5 Juan
Pablo II, Hom. Parroquia S. Ignacio de A., Roma,
16-III-1980. —
6 Cfr. ídem, Homilía, Roma,
5-IV-1979. —
7 ídem,
Enc. Redemptor hominis, 20. —
8 ídem,
Roma, 17-XI-1978. —
9 ídem, Alocución,
Tokio, 23-II-1981. —
10 ídem,
Enc. Redemptor hominis, 20. —
11 Jn 21,
17. —
12 Juan
Pablo II, Alocución, 30-1-1981. —
13 1
Cor 12, 16. —
14 Juan
Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 16. —
15 Lc 15,
19. —
16 Oración
de la Misa. Martes de la 1ª Semana de Adviento.
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