Francisco Fernández-Carvajal 01 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Alegría del Adviento.
Alegría al recibir al Señor en la Sagrada Comunión.
— Señor, yo no
soy digno... Prepararnos para recibir al Señor. Imitar en sus
disposiciones al Centurión de Cafarnaúm.
— Otros detalles
referentes a la preparación del alma y del cuerpo para recibir con fruto este
sacramento. La Confesión frecuente.
I. El Salmo 121,
que leemos en la Misa de hoy, era un canto de los peregrinos que se acercaban a
Jerusalén: Qué alegría –recitaban los peregrinos al
aproximarse a la ciudad– cuando me dijeron: «Vamos a la casa del
Señor». Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén1.
Esta alegría es imagen también del Adviento, en el que
cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del
Redentor. Es además imagen de la alegría que experimenta nuestro corazón cuando
nos acercamos bien dispuestos a la Sagrada Comunión.
Es inevitable que, junto a esta alegría, nos sintamos
cada vez más indignos, a medida que se aproxima el momento de recibir al Señor,
y si decidimos hacerlo, es porque Él quiso quedarse bajo las apariencias de pan
y de vino precisamente para servir de alimento y, por tanto, de fortaleza para
los débiles y enfermos. No se quedó para ser premio de los fuertes, sino
remedio de los débiles. Y todos somos débiles y nos encontramos algo enfermos.
Toda preparación debe parecernos poca, y toda
delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Así exhortaba San Juan Crisóstomo
a sus fieles para que se dispusieran dignamente a recibir la Sagrada Comunión:
«¿Acaso no es un absurdo tener tanto cuidado de las cosas del cuerpo que, al
acercarse la fiesta, desde muchos días antes prepares un hermosísimo
vestido..., y te adornes y embellezcas de todas las maneras posibles, y, en
cambio, no tengas ningún cuidado de tu alma, abandonada, sucia, escuálida,
consumida de hambre...?»2.
Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente
desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de este
estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de
tibieza o de rutina, está en nuestras manos el remover esa situación, pues
contamos con la ayuda de la gracia. Pero no debemos confundir otros estados,
por ejemplo de cansancio, con la situación de una mediocridad espiritual
aceptada o de una rutina que crece por días. Cae en la tibieza el que no se
prepara, el que no pone lo que está en su mano para evitar las distracciones
cuando Jesús viene a su corazón. Es tibieza acercarse a comulgar manteniendo
nuestra imaginación con otras cosas y pensamientos. Tibieza es no dar importancia
al sacramento que se recibe.
La digna recepción del Cuerpo del Señor será siempre
una oportunidad para encendernos en el amor. «Habrá quien diga: por eso,
precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor (...). Y
¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego? Precisamente porque sientes
helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este Sacramento, siempre que
alimentes sincero deseo de amor a Jesucristo. Acércate a la Comunión –dice San
Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia
divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del
médico»3.
Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera,
podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué
alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor...!
El Señor se alegra también cuando ve nuestro esfuerzo
por estar bien dispuestos para recibirle. Meditemos sobre los medios y el
interés que ponemos en preparar la Santa Misa, en evitar las distracciones y
desechar la rutina, en que nuestra acción de gracias sea intensa y enamorada,
de forma que nos haga estar unidos a Cristo todo el día.
II. El Evangelio de
la Misa4 nos trae las palabras de un hombre gentil, un centurión
del ejército romano.
Estas palabras están recogidas en la liturgia de la
Misa desde muy antiguo, y han servido para la preparación inmediata de la
Comunión a los cristianos de todos los tiempos: Domine, non sum dignus
—Señor, yo no soy digno.
Los jefes judíos de la ciudad pidieron a Jesús que
aliviara la pena de este gentil, curando a un siervo suyo al que estimaba
mucho, que estaba a punto de morir5.
La razón por la que deseaban favorecerle era que les había construido una
sinagoga.
Cuando Jesús estuvo cerca de la casa, el centurión
pronunció las palabras que se repiten en todas las Misas (diciendo «alma» en
lugar de «siervo»): Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa,
pero di una sola palabra y mi siervo quedará sano. Una sola palabra de
Cristo sana, purifica, alienta y llena de esperanza.
El centurión es un hombre con profunda humildad,
generoso, compasivo y con un altísimo concepto de Jesús. Como es gentil, no se
atreve a dirigirse personalmente al Señor, sino que envía a otros, que
considera más dignos, para que intercedan por él. Fue la humildad, comenta San
Agustín, «la puerta por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía»6.
La fe, la humildad y la delicadeza se unen en el alma
de este hombre. Por esto, la Iglesia nos propone su ejemplo y sus mismas
palabras como preparación para recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la
Sagrada Comunión: Señor, yo no soy digno...
La Iglesia nos invita no solo a repetir sus palabras,
sino a imitar sus disposiciones de fe, de humildad y de delicadeza. «Queremos
decir a Jesús que aceptamos su inmerecida y singular visita, multiplicada sobre
la tierra, hasta llegar a nosotros, hasta cada uno de nosotros, y decirle
también que nos sentimos atónitos e indignos de tanta bondad, pero felices;
felices de que se nos haya concedido a nosotros y al mundo; también queremos
decirle que un prodigio tan grande no nos deja indiferentes e incrédulos, sino
que pone en nuestros corazones un entusiasmo gozoso, que no debería nunca
faltar en los verdaderos creyentes»7.
Es admirable observar cómo aquel centurión de
Cafarnaúm quedó doblemente unido al sacramento de la Eucaristía: por las
palabras que el sacerdote y los fieles dicen antes de comulgar en la Misa, y
porque fue en la sinagoga de Cafarnaúm, que él había construido, donde Jesús
dijo por primera vez que debíamos alimentarnos de su Cuerpo para tener vida en
nosotros: Este es el pan bajado del cielo –dijo Jesús–; no
como el pan que comieron los padres y murieron; el que come este pan vivirá
para siempre. Y precisa San Juan: Esto lo dijo enseñando en
Cafarnaúm, en la sinagoga8.
III.
Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar
recibirle en gracia. Cometería una gravísima ofensa, un sacrilegio, quien fuera
a comulgar en pecado mortal. Nunca debemos acercarnos a recibir al Señor si hay
una duda fundada de haber cometido un pecado grave de pensamiento, de palabra o
de obra. Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será
reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Por ello, continúa San
Pablo: Examínese el hombre a sí mismo y entonces coma el pan y beba el
cáliz, pues el que sin discernir come y bebe el Cuerpo del Señor, se come y se
bebe su propia condenación9.
«Hay que recordar al que libremente comulga el
mandato: Que se examine cada uno a sí mismo (1 Cor 11,
28). Y la práctica de la Iglesia declara que es necesario este examen para que
nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la
Sagrada Eucaristía sin que haya precedido la Confesión sacramental»10.
«La participación en los beneficios de la Eucaristía
depende además de la calidad de las disposiciones interiores, pues los
Sacramentos de la nueva ley, al mismo tiempo que actúan ex opere
operato, producen un efecto tanto mayor cuanto más perfectas son las
condiciones en las que se reciben»11.
De ahí la conveniencia de una esmerada preparación del
alma y del cuerpo: deseos de purificación, de tratar con delicadeza este santo
sacramento, de recibirlo con la mayor piedad posible. Es una excelente
preparación la lucha por vivir en presencia de Dios durante el día, y el hecho
mismo de procurar cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos,
sintiendo, cuando cometemos un error, la necesidad de desagraviar al Señor
llenando la jornada de acciones de gracias y de comuniones espirituales Así se
hará habitual, poco a poco, que en el trabajo, en la vida de familia, en las
diversiones, en cualquier actividad tengamos el corazón puesto en el Señor.
Junto a estas disposiciones interiores, y como su
necesaria manifestación, están las del cuerpo: el ayuno prescrito por la
Iglesia, las posturas, el modo de vestir, etcétera, que son signos de respeto y
reverencia.
Pensemos al terminar nuestra oración cómo recibió
María a Jesús después del anuncio del Ángel. Pidámosle que nos enseñe a
comulgar «con aquella pureza, humildad y devoción» con que Ella le recibió en
su Seno bendito, «con el espíritu y fervor de los Santos», aunque nos sintamos
indignos y poca cosa.
1 Sal 121,
1-2. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilía 6; PG 48, 756. —
3 San
Alfonso Mª de Ligorio, Práctica del
amor a Jesucristo, 2.—
4 Mt 8,
5-13. —
5 Cfr. Lc 7,
1-10. —
6 San
Agustín, Sermón 6. —
7 Pablo
VI, Homilía, 25-V-67. —
8 Jn 6,
58-59. —
9 1
Cor 11, 27-28. —
10 Pablo VI,
Instr. Eucharisticum Mysterium, 37. —
11 San
Pío X, Decr. Sacra Tridentina Synodus, 20-XII-1905.
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