Ibsen Martínez 01 de diciembre de 2019
@ibsenmartinez
Muy
lejos de aquí, y hace ya largo tiempo, anoté las impresiones que me dejó el
mismísimo día de septiembre de 2016 en que, en Cartagena, se firmó la paz entre
las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos.
Yo
había ido a una barata de jerseys en un almacén de la Carrera 7.ª con Calle 16
y, al regreso, antes de embutirme en el bus M82, rumbo a mi casa, me detuve a
comerme una empanadita de pipián en un figón muy favorecido por los estudiantes
de la Universidad del Rosario. Allí me sorprendió la transmisión televisada del
acto.
Yo
sabía que no se trataba de la Paz de Westfalia, ocasión inmortalizada en obras
pictóricas de gran formato que cuelgan en el Rijksmuseum de Ámsterdam y que he
alcanzado a ver hojeando pesados libros ilustrados, pero había esperado, al
menos, espontáneas manifestaciones de júbilo.
La
de Westfalia puso fin, entre otros conflictos, a 80 años de guerra entre España
y los Países Bajos. Aquí, el tratado de paz ponía fin a más de 60 años de
muerte y aflicción causados por una enconada discordia entre colombianos. Cabía
esperar al menos chiflidos, “hurras” y gorras y tocados arrojados al aire. Para
mi sorpresa, la muchachada, al menos la congregada en aquel tabuco, no acusó
recibo de la trascendencia. Por lo que dejaron ver los estudiantes
–jacarandosos, ocupados en sus amoríos?, aquello no era un acontecimiento
llamado a tener consecuencias de todo orden en la vida política de Colombia, es
decir, en sus vidas, sino algo muy aburrido que ponen en la red de televisión
pública.
Salí
de allí atento a las caras de la gente con que me cruzaba, escrutando el
talante del día para mejor recordarlo como aquí lo hago: no vi nada que
insinuase alguna consciencia colectiva de la importancia que todos los
comentaristas internacionales y locales le atribuían a aquella ceremonia. Nada:
aquel día podía contarse como un día cualquiera.
Me
expliqué aquella indiferencia con el catastrófico pesimismo colombiano, tal
como sobre este asunto han discurrido Albert Hirschman, Alejandro Gaviria o
Eduardo Posada Carbó, por citar solo a tres autores intelectualmente
problematizados por el fenómeno, cada uno a su modo.
Prevaleció
en aquel tiempo entre los doctos el consenso de que se había alcanzado no solo
un acuerdo satisfactorio para las partes, sino un acuerdo realista y viable,
normado por muchísimas provisiones. Después vinieron el referéndum, la
peripecia parlamentaria, el debate que aún no cesa sobre la justicia
transicional. Me resigné a que el tráfago de los días, los accidentes de la
vida pública y privada quitarían relieve al acuerdo de paz hasta que ya no
fuese sino otra fecha en Wikipedia. Me equivocaba, claro. De medio a medio.
Debían
transcurrir solo unos pocos años para que los efectos de la firma de la paz
comenzasen a sentirse con toda su significación política. Entre los más
protuberantes se cuentan los resultados de las elecciones de octubre pasado.
Los
factores más reaccionarios de la clase política y los llamados poderes fácticos,
como ha pasado en todo tiempo y lugar, no quisieron sin embargo tomar nota de
que ya no es posible pretextar con la guerra su indiferencia ante los males que
padece la gente ni justificar el abuso de poder.
Los
reclamos a la pretensión de afectar el mercado laboral en favor de las
patronales, la demanda de mayores recursos para la educación superior pública,
la defensa de los derechos de los pensionados no son abstracciones de una
minoría afiebrada y adicta a la violencia.
Se
hizo la paz para atender las soluciones que la guerra no pudo nunca ofrecer.
Los sucesos violentos suscitados por las jornadas de protesta no alcanzan a
opacar la legitimidad de la protesta ni el ánimo ciudadano y democrático que
las inspira.
Ibsen
Márquez
@ibsenmartinez
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