Francisco Fernández-Carvajal 04 de febrero de
2020
@hablarcondios
— La fe de una mujer
enferma: si logro tocar su vestido, quedaré curada. Nosotros
nos encontramos con Cristo en la Sagrada Eucaristía.
— Las comuniones
espirituales. Deseos de recibir a Cristo.
— La Comunión
sacramental. Preparación y acción de gracias.
I. Señor,
escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el
día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame
enseguida1.
El Evangelio de la Misa2 relata
los milagros que Jesús realizó en aquella ocasión, cuando volvió de nuevo a
la otra orilla del lago, probablemente a Cafarnaún. San Lucas nos dice que
todos estaban esperándole3.
Están contentos de tener de nuevo a Jesús con ellos; y enseguida tomó el camino
de la ciudad, seguido de sus discípulos y de la multitud que le rodea por todas
partes.
Entre tantos que se apiñan en torno a Cristo, una
mujer vacilante se acerca unas veces a Él, otras queda rezagada, mientras no
cesa de repetirse: Si logro tocar su vestido quedaré curada. Doce
años lleva enferma, y había puesto todos los remedios humanos a su
alcance: Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos
y se había gastado en eso toda su fortuna. Pero aquel día comprendió que
Jesús era su único remedio: no solo el de una enfermedad que la hacía impura
ante la ley, sino el remedio de toda su vida. Alargó la mano y logró tocar el
borde del manto del Señor. En ese momento Jesús se paró, y ella se sintió
curada.
¿Quién ha tocado mi vestido?, pregunta Jesús, dirigiéndose a los que le rodean. Yo
sé que una fuerza ha salido de mí4.
Y en el mismo instante, la mujer vio que caían sobre ella aquellos ojos que
llegaban hasta lo más profundo del corazón, y asustada y temblorosa y
llena de júbilo, todo a la vez, se echó a sus pies.
También nosotros necesitamos cada día el contacto con
Cristo, porque es mucha nuestra debilidad y muchas nuestras enfermedades. Y al
recibirle en la Comunión sacramental se realiza este encuentro con Él, oculto
en las especies sacramentales. Y son tantos los bienes que recibimos en cada
Comunión que el Señor nos mira y nos puede decir: Yo sé que una fuerza
ha salido de mí: un torrente de gracias que nos inunda de alegría, nos da
la firmeza necesaria para seguir adelante, y causa el asombro de los ángeles.
Cuando nos acercamos a Cristo sabemos bien que nos
encontramos ante un misterio inefable, y que ni siquiera en nuestras Comuniones
más fervorosas somos dignos de recibirle como se merece. La Sagrada Eucaristía
es la fuente escondida de donde llegan al alma indecibles bienes que se
prolongan más allá de nuestra existencia aquí en la tierra...: Jesús viene a
remediar nuestra necesidad, acude prontamente a nuestra súplica.
La amistad creciente con Cristo nos impulsa a desear
que llegue el momento de la Comunión, para unirnos íntimamente con Él. Le
buscamos con la diligencia de esta mujer enferma, con todos los medios a
nuestro alcance (los humanos y los sobrenaturales, como el acudir a nuestro
Ángel Custodio). Si alguna vez, por razón de viajes, exámenes, trabajo,
etcétera, se nos hiciera más dificultoso acudir a recibirlo, pondremos más
empeño, más ingenio, más amor; le buscamos entonces con la decisión con la que
acudió María Magdalena al sepulcro, al amanecer del tercer día, sin importarle
los soldados que lo custodian, ni la piedra que le impide el paso...
Santa Catalina de Siena explica con un ejemplo la
importancia de desear vivamente la Comunión. Supongamos –dice– que varias
personas poseen una vela de diverso peso y tamaño. La primera lleva una vela de
una onza; la segunda de dos onzas; la tercera, de tres; esta, de una libra (16
onzas). Cada una enciende su vela. Y sucede que la que tiene la de una onza
tiene menos capacidad de alumbrar que la de una libra. Así acontece a los que
se acercan a la Comunión. Cada uno lleva un cirio, es decir, los santos
deseos con que recibe este sacramento5.
Estos santos deseos, condición de una fervorosa Comunión, se manifiestan en
primer lugar en el empeño por apartar todo pecado venial deliberado y toda
falta consciente de amor a Dios.
II. Todas las
condiciones para recibir siempre con fruto la Comunión sacramental se pueden
resumir en una sola: tener hambre de la Santa Eucaristía6.
Esta hambre y esta sed de Cristo por nada pueden ser sustituidas.
Este vivo deseo de comulgar, señal de fe y de amor,
nos conducirá a realizar muchas comuniones espirituales antes
de recibirle sacramentalmente y durante el día, en medio de la calle o del
trabajo, en cualquier ocupación. «La comunión espiritual consiste en un deseo
ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un abrazo amoroso como si ya lo
hubiésemos recibido»7.
Prolonga en cierto modo los frutos de la anterior Comunión eucarística, prepara
la siguiente y nos ayuda a desagraviar por las veces en las que quizá no nos
preparamos con la delicadeza y el amor que el Señor esperaba, y también por
todos aquellos que comulgan con pecados graves y por cuantos, de una manera u
otra, han olvidado que Cristo se ha quedado en este Santo Sacramento.
«La comunión espiritual se puede hacer sin que nadie
nos vea, sin que sea preciso estar en ayunas, y se puede llevar a cabo a cualquier
hora; porque consiste en un acto de amor; basta decir de todo corazón:
(...) Creo, mi Jesús, que estáis en el Santísimo Sacramento; os amo y
deseo mucho recibiros, venid a mi corazón; yo os abrazo; no os ausentéis de mí»8.
O aquella otra que muchos cristianos aprendieron quizá al prepararse para
recibir por vez primera a Jesús en su corazón: Yo quisiera, Señor,
recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra
Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos9.
De modo particular, debemos ejercitarnos en las
comuniones espirituales en aquel tiempo que antecede a la Misa y a la Comunión:
por la noche, cuando llega la hora del descanso; por la mañana, al
despertarnos, mientras nos preparamos para comenzar la jornada. De este modo,
si ponemos empeño y si pedimos ayuda a nuestro Ángel Custodio, la Eucaristía
presidirá nuestra existencia y será «el centro y la cima»10 al
que se dirigen todos nuestros actos.
Acudamos en el día de hoy a nuestro Ángel Custodio
para que nos recuerde frecuentemente la presencia cercana de Cristo en los
sagrarios de la ciudad o del pueblo donde vivimos o donde nos encontramos, y
que nos consiga gracias abundantes para que cada día sean mayores nuestros
deseos de recibir a Jesús, y mayor nuestro amor, de modo particular en esos
minutos en los que permanece sacramentalmente en nuestro corazón.
III. Por
nuestra parte, debemos esforzarnos en acercarnos a Cristo con la fe de aquella
mujer, con su humildad, con aquellos deseos grandes de querer sanar de los
males que nos aquejan. «¿Quiénes somos, para estar tan cerca de Él? Como a
aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no
para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la
orla. Lo tenemos a Él. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre,
con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con
Él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor»11.
Es una realidad, como lo es nuestra existencia y el mundo y las personas que
cada día encontramos mientras caminamos. Bajo las especies sacramentales se
contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo glorioso
de Cristo con su alma y su divinidad, el mismo que nació de Santa María, el que
permaneció durante cuarenta días con sus discípulos después de la Resurrección,
el que después de su Ascensión al Cielo vela nuestro caminar terreno.
La Comunión no es un premio a la virtud, sino alimento
para los débiles y necesitados; para nosotros. Y nuestra Madre la Iglesia nos
exhorta a comulgar con frecuencia, diariamente a quien le es posible, y nos
insiste a la vez en que pongamos todo el empeño en apartar la rutina, la tibieza,
el desamor, en que purifiquemos el alma de los pecados veniales mediante los
actos de contrición y la Confesión frecuente y, sobre todo, en que no
comulguemos jamás con sombra alguna de pecado grave, sin habernos acercado
antes al sacramento del Perdón12.
Ante las faltas leves, el Señor nos pide lo que está a nuestro alcance: el
arrepentimiento y el deseo de evitarlas. Además de disponer convenientemente el
alma con actos de fe, de esperanza y de amor, es necesario disponer también el
cuerpo: no haber tomado ningún alimento desde una hora antes y acercarse con la
debida reverencia, correctamente vestido, etcétera. Es la naturalidad del
cristiano que manifiesta el respeto adecuado a quien más se le debe, y
consecuencia de la fe del que sabe a qué Banquete ha sido invitado. «Es
necesario que todo nuestro porte exterior dé, a los que nos ven, la sensación
de que nos preparamos para algo grande»13.
El amor a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía se
manifestará en el modo de dar gracias después de la Comunión; el amor es
ingenioso y sabe encontrar modos propios para expresar la gratitud. Y esto
aunque el alma se encuentre en la aridez más completa. La aridez no es tibieza,
sino amor en el que está ausente el sentimiento, pero que impulsa a poner más
esfuerzo y a pedir ayuda a los intercesores del Cielo, como el propio Ángel
Custodio, que nos prestará en esta, como en otras ocasiones, grandes servicios.
Incluso las mismas distracciones deben ayudarnos a un
mayor fervor a la hora de dar gracias al Señor por el bien incomparable de
habernos visitado. Todo debe aprovecharnos para que en esos minutos en que
tenemos al mismo Dios nos encontremos en las mejores disposiciones posibles
dentro de nuestras muchas limitaciones.
La Virgen, Nuestra Señora, nos ayudará a preparar
nuestra alma con aquella pureza, humildad y devoción con que
Ella le recibió después del anuncio del Ángel.
1 Sal 101.
—
2 Mc 5,
21-43. —
3 Cfr. Lc 8,
41-56. —
4 Cfr. Lc 8,
46. —
5 Santa Catalina de Siena, El
Diálogo, p. 385. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 484. —
7 San
Alfonso Mª de Ligorio, Visitas al Stmo. Sacramento, Rialp,
Madrid 1965, p. 40. —
8 Ibídem,
p. 41. —
9 Cfr. A.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid
1983, pp. 52-53. —
10 Cfr. Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 9. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 199. —
12 Cfr. 1
Cor 11, 27-28; Pablo VI, Intr. Eucaristicum
Mysterium, 37. —
13 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la Comunión.
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