Francisco Fernández-Carvajal 02 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Las bienaventuranzas, camino de santidad y de
felicidad.
— Nuestra felicidad viene de Dios.
— No perderemos la alegría si buscamos en todo al
Señor.
I. Una inmensa
multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina
salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió
a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y
abriendo su boca les enseñaba1.
Y es esta la ocasión que aprovecha el Señor para dar
una imagen profunda del verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres
de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los
mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran...
No resulta difícil imaginar la impresión –quizá de
desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción– que estas
palabras del Señor debieron de causar en quienes escuchaban. Jesús acababa de
formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu
que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la
de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de
Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo2.
En general, «el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la
riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la
fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y
beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad»3.
Al volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas
palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en las personas el
desconcierto ante ese contraste: la tribulación que lleva consigo el camino de
las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús promete. «El pensamiento
fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era este: solo el servir a
Dios hace al hombre feliz. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el
verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo
en todas mis tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser
infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de
todos los goces de la tierra»4.
No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas,
aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya
habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora!
(...). ¡Ay de vosotros, todos los que sois aplaudidos por los hombres, porque
así hicieron sus padres con los falsos profetas!5.
Quienes escuchaban al Señor entendieron bien que
aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de
personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino
que señalaban inequívocamente las disposiciones religiosas y la conducta moral
que Jesús exige a todo el que quiera seguirle. «Es decir, los pobres de
espíritu, los mansos, los que lloran (...) no indican personas distintas entre
sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere
ser discípulo de Cristo»6.
El conjunto de todas las Bienaventuranzas señala
el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad,
las palabras del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra
vida. Porque «Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin
distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es
hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4,
34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos,
solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde
trabajen, estén donde estén»7.
Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de
sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber
excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema,
a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser
perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un
triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para
unirnos más al Señor.
II. No desagrada a
Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la
pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos
enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la
voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz
de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su
condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el
envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son
una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida8.
Por el contrario, intentar a toda costa –como si se tratara de un mal absoluto–
sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un
fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir, y que no conducen
a la felicidad.
«Bienaventurado» significa «feliz», «dichoso», y en
cada una de las Bienaventuranzas «comienza Jesús prometiendo
la felicidad y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará Nuestro
Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una
tendencia irresistible a ser felices; este es el fin que todos sus actos se
proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no
hallarán sino miseria»9.
El Señor nos señala aquí los caminos para ser felices
sin límite y sin fin en la vida eterna, y también para serlo en esta vida,
viviendo con plena dignidad, como conviene a la condición de persona. Son
caminos bien diferentes a los que, con frecuencia, suele escoger el hombre.
Buscad al Señor los humildes que cumplís sus
mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que
confiará en el nombre del Señor, se
nos dice en la Primera lectura de la Misa10.
La pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la
misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser rechazados por causa del
Evangelio manifiestan una misma actitud del alma: el abandono en Dios. Y esta
es la actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e
incondicional. Es la postura de quien no se contenta con los bienes y consuelos
de las cosas de este mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de
estos bienes, que resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como
es la del corazón humano.
Bienaventurados los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen
escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los
despidió sin nada11.
¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo
que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos
pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene
preparados para nosotros.
III. Dice
Jesús a quienes le siguen –en aquel tiempo y ahora– que no será obstáculo para
ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os
calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque
vuestra recompensa será grande en el Cielo12.
Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre
busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra felicidad
y nuestra plenitud vienen de Dios. «¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el
peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los
que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla,
vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino
de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos
de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo»13.
Pidamos al Señor que transforme nuestras almas, que
realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la
desgracia. Somos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de
Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la buena nueva del Evangelio.
Y esto, también en el caso de que otras gentes
parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida.
No se debe tener al rico por dichoso solo por sus riquezas –dice San Basilio–;
ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su
cuerpo; ni al sabio por su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos
de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no
contienen la felicidad14.
Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en
desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están
ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre
insatisfecho y desgraciado.
Cuando para encontrar esa felicidad los hombres
ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios, que no son los
que nos ha trazado el Maestro, al final solo se encuentra soledad y tristeza.
La experiencia de todos los que no quisieron entender a Dios, que les hablaba
de distintas maneras, ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de
Dios no hay felicidad estable y duradera. Lejos del Señor solo se recogen
frutos amargos y, de una forma u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de
la casa paterna: comiendo bellotas y apacentando puercos15.
Son dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y
fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes
que constituyen la verdadera felicidad. «“Laetetur cor quaerentium Dominum”
—Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.
»—Luz, para que investigues en los motivos de tu
tristeza»16.
Cuando falta la alegría, ¿no estará la causa en que,
en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos
rodean, en las contradicciones? ¿No será que no estamos todavía desprendidos
del todo? ¡Que se alegren los corazones que buscan al Señor!
1 Mc
5, 1-2. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985,
nota a Mt 5, 2. —
3 Fray
Justo Pérez de Urbel, Vida de Cristo, Rialp, Madrid 1987,
p. 212. —
4 Ibídem,
p. 214. —
5 Lc 6,
24-26. —
6 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, cit., nota a Mt 5,
2. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 294. —
8 Cfr. J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, EUNSA, Pamplona 1982, p. 30.
—
9 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 188. —
10 Sof 2,
3; 3, 12-13. —
11 Lc 1,
53. —
12 Mt 5,
11-12. —
13 Conc.
Vat. II, Mensaje a la Humanidad. A los pobres, a los enfermos,
a todos los que sufren, 6. —
14 Cfr. San
Basilio, Homilía sobre la envidia, en Cómo leer la
literatura pagana, Rialp, Madrid 1964, p. 81. —
15 Cfr. Lc 15,
11 ss. —
16 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 666.
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