Francisco Fernández-Carvajal 06 de febrero de
2020
@hablarcondios
— El ejemplo de los
mártires. Nuestro testimonio de cristianos corrientes. La virtud de la
fortaleza.
— Fortaleza para seguir
a Cristo, para ser fieles en lo pequeño, para vivir el desprendimiento efectivo
de los bienes, para ser pacientes.
— Heroísmo en la vida
sencilla y normal del cristiano. Ejemplaridad.
I. El Evangelio de
la Misa de hoy nos relata el martirio de Juan el Bautista1,
que fue fiel, hasta dar la vida, a la misión recibida de Dios. Si en los
momentos difíciles hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los
acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan
no era como caña que se mueve con cualquier viento. Fue coherente
hasta el final con su vocación y con los principios que daban sentido a su
existencia.
La sangre que derramó Juan, junto a la de los mártires
de todos los tiempos, se uniría a la Sangre redentora de Cristo para darnos un
ejemplo de amor y de firmeza en la fe, de valentía y de fecundidad. El martirio
es la mayor expresión de la virtud de la fortaleza y el testimonio supremo de
una verdad que se confiesa hasta dar la vida por ella. El ejemplo del mártir
«nos trae a la memoria que a la fe se debe un testimonio (...) personal,
preciso, y –si llega el caso– costoso, intrépido; y nos recuerda, en fin, que
el mártir de Cristo no es un héroe extraño, sino que es para nosotros, es
nuestro»2: nos enseña que todo cristiano debe estar dispuesto a entregar
su propia vida, si fuera necesario, en testimonio de su fe.
Los mártires no son solo un ejemplo incomparable del
pasado; nuestra época actual es también tiempo de mártires, de persecución,
incluso sangrienta. «Las persecuciones por la fe son hoy muchas veces semejantes
a las que el martirologio de la Iglesia ha registrado ya durante los siglos
pasados. Ellas asumen formas diversas de discriminación de los creyentes, y de
toda la comunidad de la Iglesia (...).
»Hoy hay centenares y centenares de miles de testigos
de la fe, muy frecuentemente desconocidos u olvidados por la opinión pública,
cuya atención está absorbida por otros hechos; frecuentemente solo Dios los
conoce. Ellos soportan privaciones diarias, en las más diversas regiones de
cada uno de los continentes.
»Se trata de creyentes obligados a reunirse
clandestinamente porque su comunidad religiosa no está ya autorizada. Se trata
de obispos, de sacerdotes, de religiosos a los que les está prohibido ejercer
el santo ministerio en sus iglesias o en sus reuniones públicas (...).
»Se trata de jóvenes generosos, a los que se impide
entrar en un seminario o en un lugar de formación religiosa para realizar allí
su propia vocación (...). Se trata de padres a los que se niega la posibilidad
de asegurar a sus hijos una educación inspirada en la propia fe.
»Se trata de hombres y mujeres, trabajadores manuales,
intelectuales y de todas las profesiones, los cuales, por el simple hecho de
profesar su fe, afrontan el riesgo de verse privados de un porvenir brillante
para sus carreras o sus estudios»3.
Sin embargo, el Señor no pide a la mayor parte de los cristianos que derramen
su sangre en testimonio de la fe que confiesan. Pero reclama de todos una
firmeza heroica para proclamar la verdad con la vida y la palabra en ambientes
quizá difíciles y hostiles a las enseñanzas de Cristo, y para vivir con
plenitud las virtudes cristianas en medio del mundo, en las circunstancias en
las que nos ha colocado la vida: es la senda que deberán recorrer la mayoría de
los cristianos, que han de santificarse siendo heroicos en los deberes y
circunstancias de cada día. El cristiano de hoy tiene necesidad de modo
particular de la virtud de la fortaleza, que, además de ser humanamente tan
atractiva, resulta imprescindible dada la mentalidad materialista de muchos, la
comodidad, el horror a todo lo que suponga mortificación, renuncia o
sacrificio...: todo acto de virtud incluye un acto de valentía, de fortaleza;
sin ella no se puede ser fiel a Dios.
Enseña Santo Tomás4 que
esta virtud se manifiesta en dos tipos de actos: acometer el bien sin
detenerse ante las dificultades y peligros que pueda comportar, y resistir
los males y dificultades de modo que no nos lleven a la tristeza. En
el primer caso encuentran su campo propio de actuación la valentía y la
audacia; en el segundo, la paciencia y la perseverancia. Todos los días se nos presentan
muchas ocasiones para vivir estas virtudes: para superar los estados de ánimo,
para evitar las quejas inútiles, para perseverar en el trabajo cuando comienza
el cansancio, para sonreír cuando nos encontramos con menos facilidad de
hacerlo, para corregir lo que sea necesario, para comenzar cada labor en su
momento, para ser constante en el apostolado con nuestros familiares y
amigos...
II. Poner la meta de
nuestra vida en seguir de cerca a Jesucristo y en progresar siempre en ese
seguimiento ya requiere fortaleza, porque nunca fue empresa cómoda seguir a
Cristo. Es tarea alegre, inmensamente alegre, pero sacrificada. Y después de la
primera decisión está la de cada tiempo, la de cada día. Fuerte ha de ser el
cristiano para emprender el camino de la santidad y para reemprenderlo en cada
una de sus etapas, para perseverar sin amilanarse a pesar de todos los
obstáculos, internos y externos, que se presentan.
Tenemos necesidad de la fortaleza para ser
fieles en lo pequeño de cada día, que es, en definitiva, lo que nos
acerca o nos separa del Señor. Esta actitud de firmeza se manifiesta en el
trabajo, en la vida familiar, ante el dolor y la enfermedad, ante los posibles
desánimos que quitarían la paz si no hubiera una lucha decidida por superarlos,
apoyados siempre en la consideración de que Dios es nuestro Padre y permanece
junto a cada uno de sus hijos.
Necesitamos la virtud de la fortaleza para evitar el
descamino, para dejar a un lado las baratijas de la tierra y no permitir que el
corazón se apegue a ellas en una época en la que muchos las tienen como el fin
de su vida y olvidan que su corazón lo creó Dios de manera que solo Él puede
saciar su ansia de felicidad. Muchos cristianos parecen haber olvidado que
Cristo es verdaderamente el tesoro escondido, la perla
preciosa5, por cuya posesión vale la pena no llenar el corazón de bienes
pequeños y relativos, pues «el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro,
por ellas desprecia todas las cosas; para este son basuras las haciendas, las
riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro
supremo, ni que pueda ponerse en su presencia»6,
Para estar efectivamente desprendidos de los bienes que debemos utilizar, para
no convertirlos en fines, debemos ser fuertes.
Esta virtud nos lleva a ser pacientes ante
los acontecimientos y noticias desagradables y ante los obstáculos que cada día
se presentan, a saber esperar el momento oportuno para hacer una corrección. No
es propio de un cristiano que vive en la presencia de su Padre Dios el andar
con un gesto agrio, malhumorado o triste ante una espera que se prolonga, ante
planes imprevistos que ha de cambiar a última hora, o frente a los pequeños (o
grandes) fracasos que lleva consigo toda vida normal. La paciencia nos lleva
también a ser comprensivos con los demás, cuando parece que no mejoran o no
ponen todo el interés en corregirse, y a tratarlos siempre con caridad, con
aprecio humano y sentido sobrenatural. Quien tiene a su cargo la formación de
otras personas (padres, maestros, superiores...) necesita particularmente de la
paciencia, porque «gobernar, muchas veces, consiste en saber “ir tirando” de la
gente, con paciencia y cariño»7.
A todos nos puede ayudar este consejo para hacer hoy examen en nuestra oración
personal: «Has de conducirte cada día, al tratar a quienes te rodean, con mucha
comprensión, con mucho cariño, junto –claro está– con toda la energía
necesaria: si no, la comprensión y el cariño se convierten en complicidad y en
egoísmo»8. La caridad nunca es debilidad, y la fortaleza no debe tomar
una actitud desabrida, áspera y malhumorada.
III. Son
pocos, efectivamente, en comparación a todos los fieles que componen la
Iglesia, los hombres a los que pide el Señor un testimonio de la fe derramando
su sangre, dando su vida en el martirio (mártir significa testigo),
pero sí nos pide a todos la entrega de la vida, poco a poco, con heroísmo
escondido, en el cumplimiento fiel del deber: en el trabajo, en la
familia, en la lucha por ser siempre coherentes con la fe cristiana, con un
ejemplo que arrastra y estimula. Por esto, no basta con que vivamos
interiormente la doctrina de Cristo: falsa fe sería aquella que careciera de
manifestaciones externas. Por pasividad, por afán de no comprometerse, no
pueden dar a entender los cristianos que no estiman su fe como lo más
importante de su vida o no consideran las enseñanzas de la Iglesia como un
elemento vital de su conducta. «El Señor necesita almas recias y audaces, que
no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»9.
En ocasiones, pueden existir graves razones de caridad para confortar con el
testimonio de nuestra fe a los que andan vacilantes: una confesión decidida
como la del Bautista, sin complejos, que arrastre y remueva.
El honor de Dios está por encima de las conveniencias
personales. No podemos permanecer pasivos cuando se quiere poner al Señor entre
paréntesis en la vida pública o cuando hombres sectarios pretenden arrinconarlo
en el fondo de las conciencias. Tampoco podemos estar callados cuando hay
tantas personas a nuestro lado que esperan un testimonio coherente con la fe
que profesamos. Ese testimonio consistirá unas veces en la ejemplaridad en el
trabajo profesional, en la caridad y la comprensión con todos, en la alegría
que revela la paz que nace del trato con Dios...; otras, en el silencio ante
una injusta acusación, o en la defensa serena pero firme del Romano Pontífice o
de la jerarquía de la Iglesia, en la refutación de una doctrina errónea o
confusa... Siempre con serenidad y sin intemperancias, que no hacen bien y no
son propias de un cristiano, pero con firmeza.
La fortaleza de Juan y su vida coherente es para
nosotros un ejemplo a imitar. Si lo seguimos en los acontecimientos diarios,
corrientes y sencillos, muchos de nuestros amigos verán el temple de nuestra
vida y se moverán por ese testimonio sereno, de la misma manera que muchos se
convertían al contemplar el martirio –el testimonio de fe– de los primeros cristianos.
1 Mc 6,
14-29. —
2 Pablo
VI, Alocución 3-XI-1965. —
3 Juan
Pablo II, Meditación-plegaria, Lourdes, 14-VIII-1983.
—
4 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 123, a. 6. —
5 Cfr. Mt 13,
44-46. —
6 Catecismo
Romano, IV, 11, n. 15. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 405. —
8 Ibídem,
n. 803. —
9 Ibídem,
n. 416.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico