Trino Márquez 04 de junio de 2020
@trinomarquezc
Vivo
en una urbanización al este de Caracas. Muy cerca quedan dos estaciones de
gasolina. En una, la más próxima, se supone que venden la gasolina subsidiada;
la que cuesta cinco mil bolívares el litro. En la más remota, se dice que venden
el combustible a precios internacionales: medio dólar. En ambas, las colas de
automóviles que se forman para surtir los carros con combustible, serpentean
las calles hasta formar un collar metálico alrededor de las construcciones del
vecindario.
Frente
al edificio donde resido las líneas de automóviles comienzan a aparecer desde
las primeras horas de la madrugada. Cuando me asomo a la ventana de mi
apartamento, a las seis, ya decenas de vehículos han invadido la calzada. Los
conductores llegan con la esperanza de que en algún momento del día aparezca la
gandola que abastecerá el tanque de la estación. Los chóferes pasan interminables
horas esperando que les corresponda su turno. Muchos de ellos, luego de estar
todo el día al frente del volante o conversando con las otras víctimas del
atropello, se retiran sin surtir el vehículo. La misma estampa recorre la
nación. ¿Cuánto tiempo invirtieron? ¿Cuál es el costo real medido en horas de
trabajo perdidas? ¿Cuáles otras actividades tuvieron que dejar de cumplir?
Nadie lo sabe. Al gobierno no le importa. En la Venezuela de Nicolás Maduro, el
tiempo de los ciudadanos no vale nada.
Lo
que sucede con la gasolina repite lo que antes ocurría con los productos
subsidiados. La estación de servicio más cercana a mi casa queda al lado de una
cadena de supermercados muy conocida. Excélsior Gama, para más señas. En la
época en la que el gobierno inventó vender varios productos de la canasta
básica a precios subsidiados, por el terminal de la cédula de identidad, el uso
de las máquinas biométricas y toda la demás parafernalia utilizada con el fin
de ocultar su infinita incompetencia, las personas más necesitadas comenzaban a
alinearse en las proximidades del supermercado desde la noche del día anterior.
Yo veía desde la ventana de mi casa cómo ancianos, mujeres embarazadas y niños
dormían en la acera. Al final de la larga espera, podían salir del local con un
par de paquetes de Harina Pan, un aceite comestible, dos latas de atún y
algunos otros productos, que servían de recompensa a la paciencia y sacrificio
de esa gente humilde, obligada a sufrir lo indecible por la ineptitud de los
gobernantes.
Las
colas para obtener la gasolina iraní recrean las hileras de mujeres y hombres
buscando bienes subsidiados. Esas imágenes se hicieron famosas en todo el
mundo. Mostraron el verdadero rostro del socialismo del siglo XXI: los efectos
de las expropiaciones, las confiscaciones, los controles desmedidos y perennes,
el cerco a la propiedad privada. Nadie podía explicar cómo un país
supuestamente tan rico como el nuestro daba ese espectáculo tan deplorable.
Ahora la historia se repite. Cuesta entender por qué el país con una de las
mayores reservas probadas de hidrocarburos más grandes del mundo y, también,
con algunas de las refinerías más importantes del planeta, no produce petróleo,
ni refina gasolina, luego de que hace menos de una década el país abastecía con
comodidad el mercado interno y la nación vivía de los ingresos proporcionados
por el petróleo. El régimen de Maduro logró el prodigio de destruir una
industria que parecía blindada, incluso frente a la estulticia de la casta
gobernante. Falsa creencia. Esos personajes son capaces de romper cualquier
récord, por inalcanzable que parezca.
En
un país donde el salario mínimo bordea los cinco dólares mensuales y el salario
promedio se sitúa alrededor de treinta dólares por mes, aumentar la gasolina de
forma abrupta, sin ninguna escala gradual, para llevarla a precios
internacionales, constituye una obscenidad. El leñazo que les dieron a los
venezolanos fue en el espinazo. El impacto sobre los precios de la mayoría de
los productos agrícolas, industriales y agroindustriales, será salvaje.
El
drama de la gasolina es un componente que se agrega a la perpetua caída de la
calidad de vida. La cotidianidad se ha convertido en miserable porque, además
de la escasez y el costo del combustible, falta agua, electricidad, gas
doméstico y transporte público. Este sirve más para movilizar ganado que para
trasladar seres humanos.
La
ranchificación del país pareciera no ser casual, ni obra de la conocida
ineptitud de la claque gobernante. Da la impresión de que quieren mantener a la
gente ocupada en la sobrevivencia. En resolver los graves problemas del día a
día. Se proponen que la masa tenga que ocuparse de buscar agua, y pagarla bien
cara; compre velas para no moverse en la oscuridad; escudriñe para ver dónde
consigue algo de efectivo; y se desplace en carretas movidas por bestias de
carga, como en el Lejano Oeste.
Bajo
la conducción de los socialistas del siglo XXI, Venezuela dejó de ser la gran
promesa que durante mucho tiempo fue. Se convirtió en un país destartalado. En
ruinas. Martirizado.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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