Francisco Fernández-Carvajal 05 de septiembre
de 2020
@hablarcondios
— La oración en familia es muy grata al Señor.
— Algunas prácticas de piedad en el hogar.
— Una familia que reza unida, se mantiene unida: el
Santo Rosario.
I. Jesús manifiesta
con frecuencia que la salvación y la unión con Dios es, en último extremo,
asunto personal: nadie puede sustituirnos en el trato con Dios. Pero Él también
ha querido que nos apoyemos unos en otros y nos ayudemos en el caminar hacia la
meta definitiva. Esta unión, tan grata al Señor, se ha de poner especialmente
de manifiesto entre aquellos que tienen los mismos vínculos de espíritu o de la
sangre. Esta unidad, que exige poner en juego tantas virtudes, es tan deseada
por el Señor, que ha prometido, como un don especial, concedernos más
fácilmente aquello que le pidamos en común. Así lo leemos en el Evangelio de la
Misa1: Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo
en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los
Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí
estoy Yo en medio de ellos.
La Iglesia ha vivido desde siempre la práctica de la
oración en común2,
que no se opone ni sustituye a la oración personal privada por la que el cristiano
se une íntimamente a Cristo. Muy grata al Señor es, de modo particular, la
oración que la familia reza en común; es uno de los tesoros que hemos recibido
de otras generaciones para sacar abundante fruto y transmitirlo a las
siguientes. «Hay prácticas de piedad –pocas, breves y habituales– que se han
vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la
bendición de la mesa, el rezo del Rosario todos juntos (...), las oraciones
personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres diversas,
según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún acto de
piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y
natural, sin beaterías.
»De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado
un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia;
que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar,
porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20)»3.
«Esta plegaria –enseña el Papa Juan Pablo II,
comentando este pasaje del Evangelio– tiene como contenido “la misma vida de
familia” (...): alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y
cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas, alejamientos y
regresos, elecciones importantes y decisivas, muertes de personas queridas,
etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia,
como deben también señalar el momento favorable de acción de gracias, de
petición, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los
cielos. Además, la dignidad y responsabilidad de la familia cristiana en cuanto
Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas con la ayuda incesante de Dios,
que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la
oración»4.
La plegaria en común comunica una particular fortaleza
a la familia entera. La primera y principal ayuda que prestamos a los padres, a
los hijos, a los hermanos, consiste en rezar con ellos y por ellos. La oración
fomenta el sentido sobrenatural, que permite comprender lo que ocurre a nuestro
alrededor y en el seno de la familia, y nos enseña a ver que nada es ajeno a
los planes de Dios: en toda ocasión se nos muestra corno un Padre que nos dice
que la familia es más suya que nuestra. También en aquellos sucesos que sin
estar cerca de Él serían incomprensibles: la muerte de una persona querida, el
nacimiento de un hermano minusválido, la enfermedad, la estrechez económica...
Junto al Señor, amamos su santa voluntad, y las familias, lejos de separarse, se
unen más fuertemente entre sí y con Dios.
II. Si
alguno no cuida de los suyos y principalmente de su casa, ha negado la fe y es
peor que un infiel5,
escribe San Pablo a Timoteo, recordando la obligación que todos tenemos hacia
aquellos que el Señor nos ha encomendado. Una de las principales obligaciones
de los padres con respecto a sus hijos –también, en ocasiones, de los hermanos
mayores con los más pequeños– es la de enseñarles en la infancia los modos
prácticos de tratar a Dios. Esta tarea es de tal necesidad que es casi
insustituible. Con los años, estas primeras semillas siguen dando sus frutos,
quizá hasta la misma hora de la muerte. Para muchos, este ha sido su bagaje
espiritual, del que se han servido en la adolescencia y cuando ya han pasado
los años de la madurez. «La Sagrada Escritura nos habla de esas familias de los
primeros cristianos –la Iglesia doméstica, dice San Pablo (1 Cor 16,
19)–, a las que la luz del Evangelio daba nuevo impulso y nueva vida.
»En todos los ambientes cristianos se sabe, por
experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a
la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al
Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar
a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el
ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica
que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente
piadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa piedad a los hijos»6.
La familia cristiana ha sabido transmitir, de padres a
hijos, oraciones sencillas y breves, fácilmente comprensibles, que forman el
primer germen de la piedad: jaculatorias a Jesús, a Nuestra Madre Santa María,
a San José, al Ángel de la Guarda... Oraciones de siempre, mil y mil veces
repetidas en los hogares cristianos de toda época y condición. Los hijos
aprenden pronto estas enseñanzas y oraciones que ven hechas vida en sus padres.
Cuando son un poco mayores, han asimilado e incorporado el sentido de la bendición
de la mesa, de dar gracias después de haber comido, el ofrecer a la Virgen algo
que les cuesta..., saludar con un beso o una mirada a las imágenes de Nuestra
Madre, acudir a su Ángel Custodio al entrar o salir de casa...
¡Cuántos niños, ahora hombres y mujeres, recuerdan con
emoción la explicación, sencilla pero exacta, que les dio su madre o su hermano
mayor de la presencia real de Cristo en el Sagrario! ¡O la primera vez que
vieron a su madre pedir por una necesidad urgente, o a su padre hacer con
piedad una genuflexión reverente! Rezar en una familia en la que Cristo está
presente debe ser natural, porque Él es un personaje más de la casa, al que se
ama sobre todas las cosas.
Precisamente cuando el ambiente sea menos favorable
para la oración y la piedad, hemos de conservar como un tesoro mayor estas
prácticas que hacen más fuerte el mismo amor humano y nos acercan más a nuestro
Padre Dios.
III. Ubi
caritas et amor, Deus ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios»7,
canta la Liturgia del Jueves Santo. Cuando los cristianos nos reunimos para
orar, entre nosotros se encuentra Cristo, que escucha complacido esa oración
fundamentada en la unidad. Así hacían también los Apóstoles: Perseveraban
unánimes en la oración, con las mujeres y con María, la Madre de Jesús8.
Era la nueva familia de Cristo.
La plegaria familiar por excelencia es el Santo
Rosario. «La familia cristiana –enseña el Papa Juan Pablo II– se encuentra y
consolida su identidad en la oración. Esforzaos por hallar cada día un tiempo
para dedicarlo juntos a hablar con el Señor y a escuchar su voz. ¡Qué hermoso
resulta que en una familia se rece, al atardecer, aunque sea una sola parte del
Rosario!
»Una familia que reza unida, se mantiene unida; una
familia que ora, es una familia que se salva.
»¡Actuad de manera que vuestras casas sean lugares de
fe cristiana y de virtud, mediante la oración rezada todos juntos!»9.
Al comenzar a rezar el Santo Rosario en un hogar,
quizá al principio solo lo hagan los padres; después se unirá un hijo, la
abuela... Unas veces se podrá rezar durante un viaje en coche, o bien se
establecerá una hora de común acuerdo; quizá, en algunos países, antes de cenar
o inmediatamente después... El Rosario y el rezo del Ángelus -señalaba
en otra ocasión el Pontífice- «deben ser para todo cristiano y aún más para las
familias cristianas como un oasis espiritual en el curso de la jornada, para
tomar valor y confianza»10.
«¡Ojalá resurgiese la hermosa costumbre de rezar el Rosario en familia!»11.
La Iglesia ha querido conceder innumerables gracias e
indulgencias cuando se reza el Santo Rosario en familia. Pongamos los medios
necesarios para fomentar esta oración tan grata al Señor y a su Madre
Santísima, y que es considerada como «una gran plegaria pública y universal frente
a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las
naciones y del mundo entero»12.
Es un buen soporte en el que se apoya la unidad familiar y la mejor ayuda para
hacer frente a sus necesidades.
1 Mt 18,
19-20. —
2 Cfr. Hech 12,
5. —
3 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 103. —
4 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981,
59. —
5 1
Tim 5, 8. —
6 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 103. —
7 1
Jn 4, 12. —
8 Hech 1,
14. —
9 Juan
Pablo II, Discurso a las familias, 24-III-1984. —
10 ídem, Ángelus
en Otranto, 5-X-1980. —
11 ídem, Homilía 12-X-1980.
—
12 Juan
XXIII, Alocución 29-IX-1961.
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