Opus Dei 13 de febrero de 2021
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Tercera
reflexión para meditar durante los siete domingos de san José. Los temas
propuestos son: san José enseña a Jesús; Jesús escucha la ley de labios de
José; José experimenta la ternura de Dios.
VER CÓMO CRECEN los hijos es una de las alegrías más
grandes que ofrece la vida. Ese gozo lo experimentó san José al ver que Jesús
crecía «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc
2,52). La misión principal de los padres es preparar a los hijos para que
ellos, a su vez, puedan encontrar y llevar adelante la suya propia. José, a
través de su tierno cuidado, preparó a Jesús en sus primeros pasos en la
tierra. Por eso, durante su vida oculta y durante su vida pública, «Jesús debía
parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la
manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su
modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la
doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida
ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por
tanto, su trato con José»[1].
«En la sinagoga, durante la oración de los Salmos,
José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de
ternura»[2]. Y esa fue su
actitud de padre con Jesús. El santo patriarca probablemente no acompañó a su
hijo cuando ya eran visibles algunas manifestaciones de la llegada del Reino de
Dios: cuando le siguen numerosos discípulos, durante las milagrosas curaciones
o cuando las multitudes escuchan las palabras de quien él había visto crecer.
San José, al contrario, siempre se desenvolvió en la discreción de la educación
familiar, en ese ámbito tan doméstico, tan escondido pero a la vez tan fecundo
y lleno de amor. Los frutos de aquellos años no tardaron en llegar: «Ese Jesús
que es hombre, que habla con el acento de una región determinada de Israel, que
se parece a un artesano llamado José, ése es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede
enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como
niño, luego como muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un
hombre maduro, en la plenitud de su edad»[3]. La ternura de
José sigue viva a través de aquel Hijo que creció bajo su techo y que tanto se
le parece.
LA ENSEÑANZA de la ley de Moisés era obligación y
privilegio del padre de familia. Por eso, fue José quien tuvo la peculiar tarea
de enseñar al Mesías la historia de Israel y la fe de la Alianza. María y su
esposo veían que Jesús era un niño como tantos otros pero, a la vez, sabían que
todo el misterio de Dios habitaba en él. A ellos les fue confiada la
responsabilidad de poner el nombre de «Jesús» a la segunda persona de la
Santísima Trinidad encarnada y de educarlo en la tradición del pueblo elegido.
El profeta escribe: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi
hijo (...). Era para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas, y me
inclinaba a él y le daba de comer» (Os 11,1-4). Si la tradición cristiana ha
visto en este oráculo la referencia a Cristo, se puede ver también una
referencia a María y a José. El amor de Dios a Israel se compara al amor de un
padre y de una madre hacia su hijo. Era Dios quien cuidaba siempre de su Hijo,
pero lo hacía a través de la Sagrada Familia; es Dios quien enseña, pero a
través de los hombres.
Un niño pequeño en Israel pasaría la mayor parte de su
tiempo jugando con otros chicos de su edad en la calle o en las plazas. «Las
plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas jugando en ellas» (Za 8,5),
dice el profeta; y el Señor habla también de los niños que se sientan en las
plazas (cfr. Mt 11,16). La vida en Nazaret era una vida al aire libre. En este
contexto, los padres impartían a sus pequeños los primeros rudimentos de la
instrucción en la fe: «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no
abandones la enseñanza de tu madre, que son diadema de gracia para tu cabeza y
collares para tu cuello» (Pr 1,8). Jesús Niño grababa en su corazón las
enseñanzas de José y las instrucciones de María. Esas enseñanzas que daba san
José a su hijo son lo que hoy llamamos «catequesis familiar», la transmisión de
la fe, tanto vivida como en palabras. «El hogar debe seguir siendo el lugar
donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a
servir al prójimo»[4]. Es en ese
clima familiar en donde Dios, imperceptiblemente, entra a formar parte de la
vida de los hijos; aquellas primeras oraciones y manifestaciones de piedad que
hemos heredado permanecen para siempre en lo más profundo de nuestra alma.
SANTA MARÍA y san José no solamente enseñaron a Cristo
las costumbres y la ley de Moisés sino que, descubriendo el misterio de Dios en
su Hijo, se dieron cuenta de que ellos mismos aprenderían mucho de Jesús. El
evangelista san Lucas nos repite dos veces que María guardaba y meditaba en su
corazón los acontecimientos y las palabras de su Hijo. ¡Qué importancia tiene
saber mirar y escuchar, de un modo similar a como lo hicieron la Virgen
Santísima y su esposo José!
Cuántas veces, al ver a Jesús, el santo patriarca se
habrá asombrado pensando: ¡qué bueno es Dios! ¡Qué amable y tierno! ¡Qué
paciente y cercano a nosotros! La paciencia y la comprensión son
características fundamentales que todo padre –y, en general, todo maestro– debe
tener, especialmente ante los defectos propios y ajenos; pues «debemos aprender
a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura. El Maligno nos hace mirar
nuestra fragilidad con un juicio negativo»[5]. Al contrario,
debemos descubrir, una y otra vez, lo positivo en nosotros y en los demás, pues
así se acerca Dios a nuestra vida: «La verdad que viene de Dios no nos condena,
sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La verdad siempre se
nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola: viene a nuestro
encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie»[6]. No hay nada
que anime más a mejorar la conducta que el aliento, la palabra amable, la
comprensión ante la debilidad.
San José aprendió de su hijo, que era Dios, a ver el
mundo con compasión y ternura. Decía san Josemaría: «José era un gran cariño de
Jesucristo; María era su Madre, a la que quería con locura. Pues vamos a tener
nosotros una devoción grande a San José, una devoción tierna, delicada, fina,
afectuosa. Le llamamos Padre y Señor nuestro: ¡pues vayamos a él como hijos,
constantemente! Y, por él, a María, dialogando con los dos. ¿Habéis visto esas
representaciones de la Sagrada Familia con el Niño en el centro, la Virgen a la
derecha y San José a la izquierda, dándose la mano? Pues esta vez somos
nosotros los que nos cogemos de la mano de María y de José, y así nos llevarán
hasta Jesús»[7].
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 55.
[2] Francisco, carta apostólica Patris corde,
n. 2.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 55.
[4] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia,
n. 287.
[5] Francisco, carta apostólica Patris corde,
n. 2.
[6] Ibíd.
[7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar,
27-IX-1973.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-3o-domingo-de-san-jose/
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