Francisco Fernández-Carvajal 14 de febrero de 2021
@hablarcondios
— Para Dios ha de ser lo mejor de nuestra vida: amor,
tiempo, bienes...
— Dignidad y generosidad en los objetos del culto.
— Amor a Jesús en el Sagrario.
I. Relata el libro
del Génesis1 que
Abel presentaba a Yahvé las primicias y lo mejor de su ganado. Y le fue grata a
Dios la ofrenda de Abel y no lo fue la de Caín, que no ofrecía lo mejor de lo
que cosechaba.
Abel fue «justo», es decir, santo y piadoso. Lo que
hace mejor la ofrenda de Abel no es su calidad objetiva, sino su
entrega y generosidad. Por esto Dios miró con agrado sus víctimas y tal vez
envió –según una antigua tradición judía– fuego para quemarlas en señal de
aceptación2.
También en nuestra vida lo mejor ha de ser para Dios.
Hemos de presentar la ofrenda de Abel y no la de Caín. Para Dios ha de ser lo
mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de nuestra vida. No podemos darle
lo peor, lo que sobra, lo que no cuesta sacrificio o aquello que no
necesitamos. Para Dios toda la vida, pero incluyendo los años mejores. Para el
Señor toda nuestra hacienda, pero, cuando queramos hacerle una ofrenda,
escojamos lo más preciado, como haríamos con una criatura de la tierra a la que
estimamos mucho. El hombre no es solo cuerpo ni solo alma; porque está
compuesto de ambos, necesita también manifestar a través de actos externos,
sensibles, su fe y su amor a Dios. Dan pena esas personas que parecen tener
tiempo para todo, pero que difícilmente lo tienen para Dios: para hacer un rato
de oración, o una Visita al Santísimo, que apenas dura unos minutos... O bien
disponen de medios económicos para tantas cosas y son mezquinos con Dios y con
los hombres. Dar agranda siempre el corazón y lo ennoblece. De la mezquindad
acaba saliendo un alma envidiosa, como la de Caín: no soportaba la generosidad
de Abel.
«Es preciso ofrecer al Señor el sacrificio de Abel. Un
sacrificio de carne joven y hermosa, lo mejor del rebaño: de carne sana y
santa; de corazones que solo tengan un amor: ¡Tú, Dios mío!; de inteligencias
trabajadas por el estudio profundo, que se rendirán ante tu Sabiduría; de almas
infantiles, que no pensarán más que en agradarte.
»—Recibe, desde ahora, Señor, este sacrificio en olor
de suavidad»3. Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis
talentos, de mis bienes..., incluso de los que podría haber tenido. Para Ti, mi
Dios, todo lo que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones...
Enséñame a no negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.
Pidamos al Señor saber ofrecerle en cada situación, en
toda circunstancia, lo mejor que tengamos en ese momento; pidámosle que haya
muchas ofrendas y sacrificios como el de Abel: hombres y mujeres que se
entreguen a Dios desde su juventud. Corazones que –a cualquier edad– sepan
darle todo lo que se les pide, sin regateos, sin mezquindades... ¡Recibe,
Señor, este sacrificio gustoso y alegre!
II. «Es bello
considerar que el primer testimonio de fe en favor de Dios fue dado ya por un
hijo de Adán y Eva y por medio de un sacrificio. Se explica, por tanto, que los
Padres de la Iglesia vieran en Abel una figura de Cristo: por ser pastor, por
ofrecer un sacrificio agradable a Dios, por derramar su sangre, por ser “mártir
de la fe”.
»La Liturgia, al renovar el Sacrificio de Cristo, pide
a Dios que mire con mirada serena y bondadosa sobre las Ofrendas del Señor, así
como miró sobre las ofrendas del “justo Abel” (Cfr. Misal Romano,
Plegaria Eucarística I)»4.
Debemos ser generosos y amar todo lo que se refiere al culto de Dios, porque
siempre será poco e insuficiente para lo que merece la infinita excelencia y
bondad divina. Los cristianos debemos tener en este campo una delicadeza
extrema y evitar la inconsideración y la tacañería: no ofreceréis nada
defectuoso, pues no sería aceptable5,
nos advierte el Espíritu Santo.
Para Dios, lo mejor:
un culto lleno de generosidad en los elementos sagrados que se utilicen, y con
generosidad en el tiempo, el que sea preciso –no más–, pero sin prisas, sin
recortar las ceremonias, o la acción de gracias privada después de acabada la
Santa Misa, por ejemplo. El decoro, calidad y belleza de los ornamentos
litúrgicos y de los vasos sagrados expresan que es para Dios lo mejor que
tenemos, son signo del esplendor de la liturgia que la Iglesia triunfante
tributa en el Cielo a la Trinidad, y son ayuda poderosa para reconocer la
presencia divina entre nosotros. La tibieza, la fe endeble y desamorada tienden
a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo de vista la gloria, el honor
y la majestad que corresponden a la Trinidad Beatísima.
«¿Recordáis aquella escena del Antiguo Testamento,
cuando David desea levantar una casa para el Arca de la Alianza, que hasta ese
momento era custodiada en una tienda? En aquel tabernáculo, Yahvé hacía notar
su presencia de un modo misterioso, mediante una nube y otros fenómenos
extraordinarios. Y todo esto no era más que una sombra, una figura. En cambio,
el Señor se encuentra realmente presente en los tabernáculos donde está
reservada la Santísima Eucaristía. Aquí tenemos a Jesucristo –¡cómo me enamora
hacer un acto explícito de fe!– con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad. En el tabernáculo, Jesús nos preside, nos ama, nos espera»6.
En la casa de Simón el fariseo, donde Jesús echó de
menos las atenciones que era costumbre tener con los invitados, quedó patente
la cuestión del dinero empleado en las cosas de Dios. Mientras Jesús está
contento por las muestras de arrepentimiento que recibe de aquella mujer, Judas
murmura y calcula el gasto –para él inútil– que se está realizando. Aquella
misma tarde decidió traicionarle. Le vendió por una cantidad aproximada a lo
que costaba el perfume derramado: treinta siclos de plata, unos trescientos
denarios. «Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con
rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en
el culto de Dios.
»—Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen
poco.
»—Y contra los que atacan la riqueza de vasos
sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: “opus enim bonum
operata est in me” —una buena obra ha hecho conmigo»7.
También el Señor, ante la entrega de nuestra vida,
ante la generosidad manifestada de mil modos (tiempo, bienes...), debe poder
decir: una buena obra ha hecho conmigo, ha manifestado su amor en
obras.
III.
Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus
discípulos, no tiene en ocasiones dónde reclinar la cabeza. Morirá desprendido
de todo ropaje, en la pobreza más absoluta; pero cuando su Cuerpo exánime es
bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren y le siguen de cerca, estos
le tratan con veneración, respeto y amor. José de Arimatea se encargará de
comprar un lienzo nuevo, donde será envuelto, y Nicodemo los
aromas precisos. San Juan, quizá asombrado, nos ha dejado la
gran cantidad de estos: como unas cien libras, más de treinta kilogramos.
No le enterraron en el cementerio común, sino en un huerto, en una
sepultura nueva, probablemente la que el mismo José había preparado para
sí. Y las mujeres vieron el monumento y cómo fue depositado su cuerpo.
A la vuelta a la ciudad prepararon nuevos aromas... Cuando el Cuerpo de Jesús
queda en manos de los que le quieren, todos porfían por ver quién tiene más
amor.
En nuestros Sagrarios está Jesús, ¡vivo!, como en
Belén o en el Calvario. Se nos entrega para que nuestro amor lo cuide y lo
atienda con lo mejor que podamos, y esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro
dinero, de nuestro esfuerzo: de nuestro amor.
La reverencia y el amor se han de manifestar en la
generosidad con todo aquello que se refiere al culto. Ni siquiera con pretexto
de caridad hacia el prójimo se puede faltar a la caridad con Dios, ni es de
alabar una generosidad con los pobres, imágenes de Dios, si se hace a expensas
del decoro en el culto a Dios mismo, y mucho menos si no va acompañada de
sacrificio personal. Si amamos a Dios, crecerá nuestro amor al prójimo, con
obras y de verdad. No es cuestión de mero precio, ni en materia así caben
simples cálculos aritméticos; no se trata de defender la suntuosidad, sino la
dignidad y el amor a Dios, que también se expresa materialmente8.
¿Tendría sentido que hubiera medios económicos para construir lugares de
diversión y de recreo con buenos materiales, incluso lujosos, y que para el
culto divino solo se encontraran lugares, no pobres, sino pobretones, fríos,
desangelados? Entonces tendría razón el poeta, cuando dice que la desnudez de
algunas iglesias es «la manifestación al exterior de nuestros pecados y
defectos: debilidad, indigencia, timidez en la fe y en el sentimiento, sequedad
del corazón, falta de gusto por lo sobrenatural...»9.
La Iglesia, velando por el honor de Dios, no rechaza
soluciones distintas a las de otras épocas, bendice la pobreza limpia y
acogedora –¡qué estupendas iglesias, sencillas pero muy dignas, hay en algunas
aldeas de pocos medios económicos y de mucha fe!–; lo que no se admite es el
descuido, el mal gusto, el poco amor a Dios que supone dedicar al culto
ambientes u objetos que –si se pudiera– no se admitirían en el hogar de la
propia familia.
Es lógico que los fieles corrientes ayuden, de mil
maneras diferentes, para que se cuide y se conserve con esmero lo referente al
culto divino. Los signos litúrgicos, y cuanto se refiere a la liturgia, entra
por los ojos. Los fieles deben salir fortalecidos en su fe después de una
ceremonia litúrgica, con más alegría y animados a amar más a Dios.
Pidamos a la Santísima Virgen que aprendamos a ser
generosos con Dios como lo fue Ella, en lo grande y en lo pequeño, en la
juventud y en la madurez..., que sepamos ofrecer, como Abel, lo mejor que
tengamos en cada momento y en todas las circunstancias de la vida.
1 Primera
lectura. Año I. Cfr. Gen 4, 1-5, 25. —
2 Sagrada
Biblia, Epístola a los Hebreos, EUNSA, Pamplona 1987, nota
a 11, 4. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 43. —
4 Sagrada
Biblia, Epístola a los Hebreos, EUNSA, loc. cit.
—
5 Lev 22,
20. —
6 A.
del Portillo, Homilía, 20-VII-1986. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 527. —
8 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 124. —
9 Paul
Claudel, Ausencia y presencia.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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