Carlos Alberto Montaner septiembre
8, 2013
No voy a entrar en los asuntos
concretos de Venezuela porque hay expertos que conocen el tema mucho mejor que
yo.
En realidad éste es un viejo debate
que comenzó hace muchos siglos.
Tal vez en el siglo XIII, en la
Universidad de Oxford, cuando unos franciscanos defendieron la idea de que las
autoridades religiosas no tenían el monopolio de interpretación de la realidad.
Hasta ese momento reinaban el método y
la visión escolásticos. Todas las verdades ya habían sido descubiertas por las
autoridades de la Iglesia y al conjunto de la sociedad sólo le correspondía
verificar lo que ya se había establecido.
El totalitarismo es la expresión
actual de aquel monstruoso ataque a la razón.
Los venezolanos que, durante al menos
40 años, disfrutaron de un lenguaje político plural, hoy contemplan, justamente
horrorizados, cómo el régimen chavista, que es una expresión del totalitarismo,
va adueñándose de todas las palabras.
Me explico. Un régimen totalitario no
es sólo aquel que acapara todas las empresas e instituciones.
Antes de llegar a ese punto, el
régimen totalitario debe construir una especie de tela de araña verbal para
sujetar al conjunto de la sociedad.
Por encima de todo, el régimen
totalitario es el que impone por la fuerza un relato único, una sola voz de
mando, una indiscutible interpretación de la realidad.
La cúpula totalitaria lo sabe todo, es
dueña de verdades absolutas y a partir de ese convencimiento genera un tipo de
relación autoritaria que somete a la sociedad a los caprichos de la dictadura.
¿Cómo se forma parte de la dictadura?
Quiero decir, más allá del voto ritual en las elecciones amañadas, ¿cómo se
manifiesta la adhesión al totalitarismo?
Muy sencillo: suscribiendo el relato y
repitiendo el discurso oficial.
Los regímenes totalitarios son
dictaduras corales. El coro tiene que estar afinado. Quien emite una nota
discordante es un disidente.
Si su disidencia consiste en aportar
una interpretación distinta del pasado, es un revisionista.
Si su disidencia es un juicio severo
sobre alguna lacra del presente, es un hipercrítico que actúa movido por
oscuros intereses económicos.
Si la disidencia radica en predecir un
futuro diferente, la acusación es desviacionismo.
Para lograr la unanimidad del
discurso, para conseguir el coro perfecto, el régimen totalitario arma jaulas
institucionales.
El presidente o sus portavoces
seleccionan y desacreditan públicamente a los enemigos de la unanimidad.
El parlamento legisla para crear
reglas que castigan a estos temerarios que disienten.
Los tribunales se encargan de
convertir esas reglas en sentencias.
Las fuerzas del orden público castigan
a las voces rebeldes que han roto el perfecto afinamiento del coro.
Los medios de comunicación durante el
proceso, han difamado y desacreditado al adversario.
Cuando ya está exiliado o preso, si no
lo han liquidado físicamente, esos medios salen al campo de batalla para
rematarlo moralmente.
El acto final es darles el tiro de
gracia moral a los heridos.
Los llaman terroristas, fascistas,
agentes de la CIA, burgueses despreciables que medran con la pobreza de los necesitados.
Cualquier ofensa es conveniente y útil para sus planes.
El lenguaje de los medios de
comunicación al servicio del totalitarismo tiene que ser siempre
descalificador.
El opositor jamás es una persona que
tiene una opinión diferente. El adversario es siempre un canalla guiado por los
peores intereses.
Quien se opone es un mal nacido, un
tipejo al servicio de poderes extranjeros.
Ese lenguaje de odio es esencial para
poder destruir físicamente a los adversarios. Hitler llamaba gusanos a los judíos
que se proponía exterminar.
Fidel, Raúl y los medios de
comunicación de ese régimen totalitario llaman del mismo modo a los cubanos que
se le oponen.
La agresión siempre comienza por el
lenguaje.
La consecuencia de este clima de
inmensa hostilidad verbal, seguido de instituciones totalitarias dedicadas a
construir sociedades corales, es la desaparición gradual de la rebeldía y el
oscurecimiento de la realidad.
La verdad oficial sustituye a la
verdad real.
Las personas, aterradas, comienzan a
repetir mecánicamente el discurso oficial. Eso es lo seguro.
Aprenden a callar sus verdaderos
criterios y a esconder sus emociones para poder sobrevivir.
Pero hacen algo todavía más grave:
enseñan a sus hijos a mentir. Los convierten en mentirosos para que no corran
peligros ante la saña del estado totalitario.
Cuando eso sucede ya es muy difícil
zafarse el nudo dictatorial.
El mecanismo es diabólico: una vez que
la persona asume el relato oficial y repite el discurso de los amos del poder,
se desata el proceso de la disonancia.
Quien la padece vive la incomodidad
tremenda de creer una cosa, decir otra y hacer, cuando puede, algo diferente.
La disonancia, esa incoherencia moral
lastima profundamente. Los seres humanos están sicológicamente predispuestos
para la coherencia, para decir la verdad.
Lo he repetido muchas veces: ¿están
conscientes quienes me escuchan de las reacciones fisiológicas que ocurren
cuando mentimos?
Nos sudan las manos y las axilas, nos
cambia la voz, se dilatan las pupilas, el corazón se acelera, la piel se
enrojece. Hay toda una reacción fisiológica, como si el organismo se rebelara.
Y es que se rebela. Se rebela tanto,
que al cabo del tiempo, esa rebelión se somatiza como una gran tristeza, como
una pena infinita.
Entonces ocurre el fenómeno
psicológico que espera y beneficia a la dictadura: surge una de las variantes
del Síndrome de Estocolmo.
Es tanto el miedo, es tan grande el
pesar, que se presenta una especie de docilidad voluntaria, incluso de afecto
por el que nos hace daño.
En ese punto, se ha cerrado la última
reja de la jaula. Los totalitarios han domado a sus víctimas con el lenguaje.
Naturalmente, las consecuencias de ese
terrible fenómeno es la pobreza material creciente de la sociedad y la pobreza
moral, también creciente.
Del empobrecimiento que produce la
falta de libertad, no hay que hablar. Lo conocemos todos.
El empobrecimiento moral es otra cosa.
Es la anomia, que dicen los sociólogos. Sometidos todos a unas reglas absurdas
y falsas, secretamente se va gestando una sociedad sin normas, en la que todo
vale. Eso es la anomia. Algo así como la ley de la selva.
Es asombroso que ese devastador
proceso comienza cuando nos roban las palabras, pero es así. Lo hemos visto mil
veces. Por eso es tan dañino el totalitarismo.
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