Fernando Mires 04 de septiembre
de 2013
Nota
de autor: Este ensayo fue escrito originariamente en Septiembre de 2008. Y sin
embargo, ante mi propia sorpresa, sigue siendo muy actual. Más actual aún de lo
que fue en el tiempo de su escritura.
Todas las tendencias ahí señaladas se están cumpliendo en la actual crisis de
Siria. Razón por la cual me he animado a publicarlo de nuevo en POLIS
introduciendo solo algunas leves modificaciones.
Los periodistas suelen presentar las
noticias con denominaciones epocales que después utilizarán historiadores y
cronistas. Suele así suceder que el aumento del desempleo en un país es
presentado como el “fin de la sociedad industrial”; una simple transacción internacional
como parte de “la globalización y del neoliberalismo mundial”; el cierre de un
reactor “como el fin de la era atómica”, y así sucesivamente. De tal modo que
cuando uno compra la noticia, la compra junto con un supuesto contexto
histórico. Hay periodistas que son grandes nominalistas. Así sucedió por
ejemplo con el concepto de “La Guerra Fría”, inventado por el periodista
norteamericano Walter Lippmann en sus artículos publicados en The New York
Herald Tribune en la segunda mitad de los cuarenta del pasado siglo. Hoy, a
cualquier historiador parecería imposible designar con términos diferentes
aquel periodo que se abre con la formulación de la doctrina Truman (1947) y que
termina con el derribamiento del muro de Berlín (1990).
Hasta tal punto las denominaciones
periodísticas logran impregnar la historia de nuestro tiempo, que casi nadie se
hace la pregunta si, por ejemplo, la Guerra Fría fue realmente fría. Para miles
de vietnamitas y para los parientes cercanos de los miles de soldados
norteamericanos caídos en Vietnam, la denominación “fría” ha de parecer, en
todo caso, una broma de mal gusto. La Guerra Fría fue fría en Washington y
Moscú pero en muchos lugares del mundo fue tan caliente como sólo pueden ser
las bombas o el napalm.
No deja de ser mayúscula ironía que
hoy los periodistas hayan inventado el concepto de “la Nueva Guerra Fría” para
referirse al bombardeo sistemático que sometieron los aviones rusos a la
población civil georgiana: acto de piratería colonial que creíamos superado por
la historia. Para los georgianos por lo menos, la brutal reacción del régimen
putinesco no fue nada de fría. Sin embargo no vamos a cambiar aquí los nombres
de los periodos históricos, por muy inadecuados que sean. Hay también personas
cuya identidad no tiene nada que ver con el nombre que llevan (Justo, Ángel,
Augusto, Fidel, etc.) No obstante, el término “Nueva Guerra Fría” para designar
al periodo que se abre (supuestamente) con los bombardeos de Rusia en Georgia
ocurridos durante el mes de agosto del 2008, parece ser uno de los más
desafortunados. De modo que antes que siga expandiéndose, como peligrosamente
ocurre, vale la pena hacer cierta resistencia.
Porque decir “Nueva Guerra Fría”
significa construir una analogía con respecto a la que de ahora en adelante
sería, “Vieja Guerra Fría”.
1.
Para que una analogía funcione, han de
primar en ellas las semejanzas por sobre las diferencias. En el caso de la
Nueva Guerra Fría, priman en cambio, y de modo abrumador, las diferencias sobre
las semejanzas. Lo único que tienen en común los dos periodos es que en ellos
se ven envueltos rusos y norteamericanos. En todo lo demás encontramos
diferencias. Y para comenzar a nombrarlas, hay que consignar en primer lugar (y
por si alguien ya lo ha olvidado) que la Guerra Fría tuvo lugar entre dos
potencias geo- militares, EE UU y la URSS.
El objetivo de USA era detener el
avance de la URSS -y su proyecto meta-histórico de dominación mundial-
dondequiera pudiese aparecer. El objetivo de la URSS era penetrar económica,
política y militarmente donde la hegemonía norteamericana abriera flancos.
Durante el gobierno de Truman, el imperio soviético perdió casi todas sus
posibilidades de acceder militarmente en Europa de modo que enfiló ruta hacia
el mundo euroasiático, el africano, el árabe, y en medida menor, hacia América
Latina, posibilidad que la dictadura castrista abrió a la URSS.
La derrota militar de EE UU en
Vietnam, significó a su vez una terminante derrota de la URSS en el espacio más
caliente de la Guerra Fría. Como es sabido, la retirada de las tropas
norteamericanas de Vietnam ocurrió después que Kissinger cediera a China el rol
de guardián hegemónico del sudeste asiático. La guerra de Vietnam la ganó
efectivamente China. China pudo constituirse así en un imperio regional de tipo
asiático del mismo modo que la URSS (después Rusia) siguió siendo sólo lo que
fue durante la época zarista: un poder imperial de tipo euroasiático.
Esa arquitectura triangular ha
predominado hasta nuestros días. El mundo democrático está representado por EE
UU y gran parte de Europa más naciones que adhieren a la occidentalidad
político-democrática, como son Australia, Nueva Zelandia, Israel, Líbano,
Georgia, Ucrania, etc. A los países de América Latina les corresponde, tanto
geográfica como políticamente, insertarse en ese espacio democrático. Los otros
lados del triangulo están formados por el imperio chino y por el imperio ruso.
Es precisamente esa composición
triangular del mundo lo que hace imposible una reedición de la Guerra Fría,
caracterizada por una bi- polaridad extrema. La triangulización que asomó
rápidamente en la guerra asimétrica desatada por Rusia en contra de Georgia
cuando el llamado Grupo de Shangai (Kazajstán, Kirguistán, Usbekistán y
Tajikistán) siguiendo a China negó su apoyo al ataque ruso a Georgia, dejando
en claro que las relaciones de ahora en adelante, serán predominantemente
“orwellianas”, vale decir de 2 a 1. En el lenguaje de Orwell significará para
Rusia, que un día China será la representación del “mal”, así como otra vez lo
será USA.
Durante un tiempo se pensó que Europa
podía convertir el triangulo en un cuadrado. Pero Europa hasta ahora ha sido
incapaz, lo ha demostrado consecutivamente, de elevar su poder económico al
plano político-militar, debiendo relegar su hegemonía a los EE UU o, como
ocurrió en el pasado cercano, practicando una política de abstinencia militar
(Kosovo, Afganistán, Irak) En ese sentido, la posición de Europa se asemeja a
la de Japón. Algunas naciones europeas y Japón serán poderes económicos, pero
no político- militares.
En el marco de esa configuración
triangular, se formarán, además, potencias sub-hegemónicas. India no puede
serlo sin Pakistán ni Pakistán sin India, y los dos juntos no quieren porque no
pueden ni pueden porque no quieren. Brasil y su Mercosur, es la promesa
sub-hegemónica latinoamericana a la que quisiera apostar EE UU para ordenar un
poco la neurótica Latinoamérica. Irak-Irán, bajo una directriz chiíta común,
aparece potencialmente como otra posibilidad sub-hegemónica regional, y así hay
otras posibilidades. Mas, en los sustancial, de aquí a un largo tiempo, hemos
de acostumbrarnos a pensar la política internacional no de un modo bi-polar,
sino desde una perspectiva triangular. Esa triangulización imposibilita
cualquiera reedición de la Guerra Fría, por lo menos en los términos bi-polares
que la conocimos.
En un segundo lugar debe ser destacado
que mientras la Guerra Fría se caracterizó por un antagonismo entre dos modos
de producción -uno basado en el colectivismo estatal, y otro en una economía
social de mercado- es decir, que se trataba de un antagonismo entre dos
“sistemas”, el que presenciamos actualmente entre Rusia y los EE UU es un
antagonismo “intersistémico”.
Habría que ser ingenuo para pensar que
la actual Rusia representa una alternativa económica respecto a los EE UU. Si
es que representa algo diferente, es la radicalización del capitalismo llevado
a sus formas más primitivas. Rusia es, efectivamente, la Meka del
neoliberalismo pos-moderno. La economía en ese país funciona de acuerdo a la
más grande anarquía. Nunca los precios reales coinciden con los oficiales. Los
sueldos y salarios son regidos de acuerdo a los simples mecanismos de oferta y
demanda. Mientras grandes masas se debaten en la miseria, las mafias controlan totalmente
el mercado, tanto el formal, que apenas existe, como el informal, que ya es
casi oficial, mercado que incluye, naturalmente, el de los seres humanos. La
degradación moral, el alcoholismo, la drogadicción, la prostitución forzada,
superan lejos a los de cualquier país civilizado, mientras los nuevos ricos
hacen grandes negocios con los representantes de gobierno. Miles y miles de
rusos emigran todos los meses hacia otras naciones, sobre todo europeas, a
buscar formas más seguras de vida, o simplemente para sobrevivir. Sería
interesante que los “ grandes pensadores” de la izquierda latinoamericana, cuya
increíble pereza mental les hace designar como neoliberalismo a todo lo que no
sea estatista, se dieran alguna vez un paseo por las avenidas de Moscú. Ahí
sabrían de verdad lo que es el neoliberalismo. De la corrupción, ni hablemos.
Sería necesario escribir un libro.
En tercer lugar, y esto es decisivo,
el estatismo colectivista soviético se encontraba ideológicamente asegurado por
una cosmovisión seudo- religiosa que logró penetrar hacia el interior de
amplios sectores políticos e intelectuales en los propios países occidentales.
La “genialidad” de Lenin consistió en extraer de la filosofía alemana y europea
uno de sus eslabones -la compleja filosofía económica de Marx-
des-contextualizándola radicalmente de su formación originaria. Tuvo lugar así
lo que Rudi Dutschke llamó “asiatización del marxismo”, vale decir, la
construcción de una ideología de poder de tipo asiático, sobre la base de una
filosofía que es inseparable no sólo de la de Kant, Hegel, Fichte, Feuerbach,
etc. (sin esa filosofía es imposible entender a Marx) sino de la tradición
occidental a la que originariamente pertenece. De esta manera, “el marxismo de
la era del imperialismo”, que fue la adaptación de Marx realizada por Lenin a
las condiciones derivadas del despotismo asiático, fue convertido por Stalin en
una serie de dogmas inapelables, de modo que cualquier iletrado podía
recitarlos. Así nació el “materialismo histórico”, ideología oficial del
imperio soviético, todavía propagada en La Habana o en esas brigadas chavistas
que plagan los países latinoamericanos.
Ahora bien, a diferencia del imperio
zarista que hizo del cristianismo ortodoxo la ideología oficial, y del imperio
soviético que hizo del “marxismo-leninismo” una cosmovisión
ideológica-religiosa, el régimen putinista carece de una ideología legimatoria
destinada a alucinar y seducir a la intelectualidad occidental. El putinismo,
menos que una ideología, está basado en una práctica intimidatoria: usar
recursos militares y energéticos, sobre todo el gas subterráneo, como medio de
chantaje político en contra de sus vecinos y las naciones de Europa. Nadie en
Occidente puede sentirse atraído por las visiones de mundo de Putin, Medvévev o
Lucazenzko. Pero miedo tienen todos. Si las ideologías carismáticas ya no
funcionan, al menos funciona la extorsión. Breschnev, quien creía todavía en la
fuerza de atracción de las ideologías macrocósmicas –que eso era el marxismo
soviético- nunca intentó chantajear a nadie con la limitación de las
exportaciones energéticas. Putin, cuya ideología no es más que el simple poder,
lo hace todos los días.
2.
Hay naciones que no pueden sino ser
imperios. Como en el conocido cuento del escorpión que mató al sapo que lo
ayudaba a saltar un arroyo, Rusia no puede luchar contra su naturaleza. Su
destino manifiesto, ya sea por su gigantesca extensión, ya sea por su ubicación
geográfica, ya sea por su tradición e historia, no puede sino ser imperial. Lo
fue en su modo zarista y soviético; lo será en su modo pos-comunista.
En cierto sentido, el imperio
soviético fue la redición moderna del imperio zarista. Del mismo modo, el
imperio pos-comunista, será la reedición pos-moderna del imperio soviético. El
problema, por lo tanto, no es que Rusia sea un imperio. El problema es saber
cuales son sus límites. Ese es y será el problema permanente de Occidente:
limitar la extensión geográfica del imperio ruso sin cuestionar su condición
imperial. Eso significa que a diferencias del otro gran imperio, el chino, que
tiene (por el momento) sus límites y áreas de influencia relativamente
consolidados, el imperio ruso se encuentra en una fase de reconstitución. Eso
es lo que lo hace (también por el momento) tan peligroso para Occidente y para
China a la vez.
Interesante es constatar que pese a su
más larga duración, el imperio zarista tuvo más o menos la misma suerte que el
soviético, hecho que incita a presagiar que el pos-comunista iniciado por
Putin, tendrá también un destino similar: perecer y ser sucedido por otra
formación histórico- geográfica que, esperemos alguna vez, no sea (tan)
imperial como las hasta ahora conocidas.
Stalin, siguiendo la línea del último
Lenin, enfiló en una primera fase hacia Oriente con el objetivo preciso de
asegurar el núcleo central del imperio zarista. Así, en formato ideológico
comunista, logró erigirse como la síntesis de Iván y Pedro el Grande. Incluso,
su servil cortesano, el genial cineasta Eisenstein, fue encargado de
reivindicar la despotía oriental a través de su famoso film “Iván el terrible”,
del mismo modo que hoy Putin quiere reivindicar a la figura de Stalin, aunque
sin encontrar todavía el cineasta que haga el servicio; (¿tal vez Oliver Stone,
tan amigo de dictadores?) El imperio ruso inició su historia con las conquistas
de los territorios que bordeaban el mar Báltico. Hacia 1917, más allá del
territorio ruso, el imperio incluía los territorios bálticos, Bielo Rusia, el
reino de Polonia, Moldavia (Besarabia), el Caúcaso, Finlandia, la mayoría del
Asia central y una parte de Turquía (las provincias de Ardahan, Artvin, Igdir y
Kars). Esa fue la herencia que recibió Lenin quien bajo la cínica consigna de
“la autodeterminación de los pueblos y naciones”, fue sojuzgando un territorio
tras otro, labor que culminó Stalin llevando a cabo, de un modo paralelo a
Hitler, los más terribles genocidios que conoce la historia de la humanidad.
Aún hoy, leer la magnífica obra de Riszard Kapuscinski, “Imperio”, produce
escalofríos.
Interesante es constatar que la caída
del imperio zarista ocurrió en gran parte como consecuencia del desarrollo
industrial proveniente de Occidente. Muchos años después la economía del
imperio soviético sería también erosionada desde Occidente, pero esta vez por
el creciente desarrollo de la industria microelectrónica a la que los rusos
todavía se limitan a copiar. La occidentalización tecnológica que ambos
imperios persiguieron, no podía ser alcanzada sin cierta occidentalización
cultural y sobre todo política. Ese es el mismo dilema que hoy enfrenta el
putinismo. Convertir al nuevo imperio en una potencia tecnólogica y militar,
para lo cual no puede prescindir de relaciones económicas y culturales con
Occidente, pero sin suscribir los valores políticos de Occidente. En cierto
modo, ese dilema se parece mucho al que enfrentan las naciones islámicas de
nuestro tiempo, pero al menos estas últimas poseen una religión como alternativa
a las ideas de Occidente, mientras el putinismo, como ya hemos insinuado, no
posee valores políticos ni ideológicos propios.
Otra gran dificultad que enfrenta la
actual Rusia es que, mientras los bolcheviques recibieron como herencia un
imperio casi intacto, el que recibieron los gobernantes pos-soviéticos fue un
imperio en desintegración. Esa fue la razón por la cual el propio Gorbachov,
tan dispuesto a hacer concesiones a Occidente, luchó hasta el último momento en
contra de la sublevación de las naciones y de las nacionalidades. Jelzin, en
cambio, usó el tema de la autonomía de las naciones para derrocar a Gorbachov,
pensando que ya vendría el momento de la restauración. Ese, el de la
restauración parcial del imperio disgregado, es la tarea que ha tomado Putin
sobre sus hombros. Los bombardeos sobre Georgia han dejado muy en claro dichos
propósitos. ¿Podrá Putin restaurar el imperio soviético? ¿O sólo se limitará a
salvar algunas de sus restos? Antes de responder esa pregunta clave será
necesario quizás dar un vistazo rápido a la estructura de lo que fue el imperio
soviético.
La morfología imperial soviética
estaba dividida en cuatro - llamémoslas así- zonas. En primer lugar una zona
típicamente colonial: los pueblos, nacionalidades y naciones, a las que
pertenecían desde las naciones bálticas, pasando por las euroasiáticas, hasta
llegar a las definitivamente asiáticas.
La segunda zona estaba formada por las
llamadas democracias populares, dirigidas por las diversas Nomenklaturas
comunistas, las que no eran otra cosa que representaciones locales del imperio.
Como Checoeslovaquia, Hungría, Polonia o la RDA poseían antes de la imposición
del socialismo, economías más sólidas que Rusia, y por cierto, tradiciones
democráticas que habían sido violadas, Rusia ejercía sobre esas naciones una
dominación precaria. Eran, por tradición y cultura, naciones europeas, de tal
modo que la dominación rusa sólo podía llevarse a cabo por actos militares e
invasiones. Formaban el eslabón más débil de la cadena imperial, y justo ese
fue el eslabón que primero se rompió gracias a las revoluciones democráticas de
los años 89 y 90. Mas, antes de ese período, ya algunas naciones habían
desertado de la órbita soviética, entre otras, la Yugoeslavia de Tito y,
parcialmente, la Rumania de Ceaucescu.
La tercera estaba formada por la zona
de influencia, desde donde también aparecieron naciones satélites del imperio.
Dicha zona estaba integrada por dos grupos de países que eran, en sus
estructuras, muy diferentes entre sí. Por un lado, países del llamado Tercer
Mundo hipotecados militar o económicamente a la URSS como Yemen, Mozambique,
Angola, durante un periodo, Etiopía, etcétera. Por otro lado, países que
lograban salir de la segunda zona sin poseer las energías para escapar
definitivamente de la órbita soviética, como el caso de Rumania, y en algún
sentido, Yugoeslavia. Entre la segunda y la tercera zona había cierta
movilidad, pues no sólo de la segunda caían ocasionalmente en la tercera sino
también, algunos países no europeos pasaban a la segunda, como fue el caso de
Cuba, Vietnam y Camboya.
La cuarta y última zona estaba formada
por las “clientelas” que eran países que conservando una relativa autonomía se
ubicaban estratégicamente al lado de la URSS en su lucha común en contra del “imperialismo”,
recibiendo como contrapartida, ayuda crediticia, militar y tecnológica. La
negociación clientelar se efectuaba por medio de dictaduras que en su
estructura eran muy similares a la que regía en la URSS, sobre todo las del
estatismo árabe, como las de Siria, Irak, Libia y durante el periodo de Nasser,
Egipto. La zona de clientelas no conformaba, en todo caso, un lugar seguro para
la URSS pues sus integrantes podían cambiar cada cierto tiempo de bando, como
ocurrió con Egipto durante un periodo, con Irak, y con Somalia.
Ahora, ¿qué ha quedado de todo eso?
Veamos: la zona europea propiamente tal, la perdió Rusia definitivamente. De la
zonas de influencia no le queda casi nada, y lo que no ha perdido frente a
Europa lo perdió frente a China. Por cierto, algún gobernante populista
enloquecido de esos que aparecen cada cierto tiempo en América Latina intentará
entrar a la zona rusa de influencia, lo que preocupa tanto a USA como un
refrigerador a un esquimal. En el mundo árabe, Irak está anulado; Egipto, Libia
y Siria, están neutralizados. Solo la Siria de Asad sigue siendo un enclave
sobre el cual Putin ya reclama pertenencia. Quedan como alternativa, todavía no
realizada, las naciones islámicas no árabes, comenzando por Irán nación con la
cual Rusia solo puede sellar alianzas a corto plazo. Irán desconfía más de esa
Rusia tradicionalmente anti-musulmana que de los propios EE UU.
En fin, lo que resta a Rusia es su
capital territorial asiático, amenazado por China, y su capital euroasiático,
amenazado desde dentro por fuertes movimientos democráticos, apoyados por el
occidente político, con EE UU a la cabeza. Esa es, por el momento, la zona de
peligro, la que no quiere y la que no puede perder Rusia sin pagar el precio de
dejar de ser una potencia de significación mundial.
3.
Eurasia será el punto neurálgico del
futuro, pronosticó hace ya tiempo Zbigniew Brzezinski (The Grand Chessboard,
1997) quien, además, dictó las pautas internacionales de dos gobiernos tan
diferentes como fueron los de Carter y Reagan. La profecía de Brzezinski se ha
convertido lamentablemente en realidad. El llamado conflicto del Cáucaso
ocurrido en agosto del 2008 es sólo una parte del conflicto euroasiático y es
desde esa perspectiva como intentan enfrentarlo los EE UU.
De acuerdo a Brzezinski, dos son las
naciones geoestratégicas que Occidente no deberá ceder bajo ninguna condición a
Rusia. Una es Ucrania, puente entre Europa y la ex-comunidad soviética que
limita al sur con el Mar Negro, Rusia al este, Bielorusia al norte, Polonia al
oeste y Eslovaquia, Hungría Rumania y Moldavia al suroeste. La otra es Georgia
-centro del núcleo caucásico situado entre el Mar Negro y el Mar Caspio y que
deslinda Europa del Este de Asia Occidental-. Ese es y será el límite para los
EE UU. Pero para Rusia, un imperio sin Ucrania y sin Georgia es demasiado poco.
De acuerdo a Brzezinski, la derrota final del imperio ruso deberá ser sellada
con la incorporación de Ucrania y Georgia a la NATO que es el objetivo que
persigue actualmente la política norteamericana, objetivo reforzado después de
la intervención rusa en Georgia.
Para entender mejor la política de los
EE UU con respecto a Rusia es preciso destacar que la política internacional
norteamericana sigue dos doctrinas, aplicando una u otra de acuerdo a las
correlaciones de fuerza que se dan en diversas regiones del globo. Una es la
doctrina que inauguró Kissinger; la otra es aquella representada por
Brzezinski.
De acuerdo a la doctrina Kissinger, el
objetivo fundamental debe ser siempre la búsqueda de un equilibrio que para ser
alcanzado requiere asignar al enemigo un espacio de acción bajo la condición de
que el enemigo respete los de sus contrincantes. Sólo en caso de que ello no
ocurra deberá ser aplicado el rigor de la acción militar. Eso significa en
términos simples, que al enemigo debe serle permitido hacer todo lo que estime
conveniente en su espacio de acción, incluyendo intervenciones armadas y
violaciones a los derechos humanos.
La línea Brzezinski busca, al igual
que la de Kissinger, el equilibrio, pero no al precio de sacrificar a las
naciones que intentan separarse de la opresión del enemigo. Podríamos decir que
mientras la política de Kissinger apunta al equilibrio territorial, la de
Brzezinski apunta al equilibrio político. En cierto modo, la segunda es
transversal y por esa razón, necesariamente intervencionista. Recordemos, para
poner un ejemplo, que la política de los “derechos humanos” proclamada por el
gobierno de Carter buscaba apoyar a las disidencias y a los movimientos
democráticos anticomunistas tanto en la URSS como en su periferia europea.
Kissinger, escandalizado frente a Carter, puso el grito en el cielo. La
política de los “derechos humanos” significaba, según Kissinger, desestabilizar
a la URSSS y con ello activar su reacción belicista. Brzezinski en cambio ya
había entendido que la URSS podía ser definitivamente derrotada atacándola
“desde dentro”. Esa línea al fin, era la misma que había intentado aplicar la
URSS en Occidente: Atacar a Occidente desde sus interiores, movilizando
aquellos caballos de Troya que eran los partidos comunistas, estrategia que
fracasó cuando el principal de ellos, el italiano -seguido tímidamente por el
francés y por el español- desertó de la dirección soviética para apoyar la
política internacional de los países occidentales. Los acontecimientos
históricos dieron definitivamente la razón a Brzezinski, y así se explica
porque esa línea predomina actualmente en la política internacional
norteamericana.
Que la doctrina Brzezinski conlleva
más riesgos que la de Kissinger, es evidente. De ahí que, de modo alternado,
los EE UU aplican frente a determinados adversarios la línea de Kissinger. Para
decirlo en términos simples: frente a la URSS, los EE UU están aplicando la
doctrina Brzezinski. Frente a China, en cambio, la doctrina Kissinger, hecho
que no computó el gobierno ruso al bombardear Georgia. Probablemente los rusos
imaginaron que después del conflicto del Tibet, China, resentida por los
reclamos occidentales, iba a apoyar a Rusia en su conflicto con Georgia. Que
ello no ocurrió así fue la gran sorpresa de Putin. Evidentemente, Putin no
sabía que en medio de las Olimpiadas, China y los EEUU no sólo habían repartido
medallas, sino, además, algunas zonas estratégicas. El Tibet, que más allá de
su significado simbólico no es demasiado importante para Occidente, podrá
seguir bajo la discreta tutela de China, la que a su vez permitirá que los
monjes tibetanos mediten con cierta tranquilidad, que con eso no le hacen mal a
nadie. El 2-1 orwelliano con el que contaba Rusia, se ha vuelto en su contra.
El objetivo primordial de los EE UU es
evitar una expansión territorial excesiva del imperio ruso. Es cierto que
después del asalto a Georgia, Rusia se quedó con Osetia del Sur y Abjasia, como
premios de consuelo. Pero eso no era lo que quería Rusia. Rusia quería y quiere
a Georgia. Los EE UU, a su vez, harán la posible para que eso no ocurra, y en
función de ese objetivo cuenta con la mayoría de la población georgiana. En
Washington saben muy bien que si Rusia obtiene a Georgia, va a querer después
obtener, a cualquier precio, Ucrania. Y si eso ocurre, estaríamos hablando,
efectivamente, de un renacimiento pleno del imperio ruso. Así se explica la
presión que ejerce el gobierno norteamericano sobre los europeos para que
permitan el ingreso a la NATO de Georgia y Ucrania. En cierto sentido, el
“error” del presidente georgiano Viktor Yúschenko al intervenir en Osetia del
sur, y activar la embestida de Rusia, resultó ser a la postre, una “provocación
para provocar una provocación”, y ya hay algunas voces europeas que apoyan la
iniciativa norteamericana destinada a ampliar la NATO hacia Eurasia. La
alternativa es riesgosa. Significaría simplemente cambiar todo el formato de la
política internacional europea, la que deberá, en ese caso, asumir la defensa
militar de las recién ingresadas naciones. Tiene razón en ese punto el ex
ministro de relaciones exteriores alemán, Jocshka Fischer (El País,
13/09/2008), cuando escribe que si Europa no asume en conjunto esa disposición,
es preferible que no intente integrar ni a Georgia ni a Ucrania en la NATO. El
remedio, en ese caso, puede ser peor que la enfermedad.
En cierto modo, mientras la política
de USA frente a Rusia es “brzezinskiana”, la de Europa es más bien
“kissengeriana”. Hay, efectivamente, más de algún gobierno europeo que estaría
dispuesto a entregar Ucrania y Georgia a Rusia a cambio de una mayor
tranquilidad internacional, y sobre todo, a cambio del gas que viene de Rusia.
Después de todo, el invierno europeo es demasiado frío.
Los EE UU a su vez, destacan la parte
militar de la doctrina Brzezinsk, olvidando a veces la parte política, que es,
después de todo, la más importante. Brzezinski confiaba cien por ciento no sólo
en los valores democráticos sino en su capacidad de expansión. En un clima
determinado por la hostilidad militar, tales valores no podrán aparecer jamás.
En términos concretos, eso significa que los EE UU y Europa deberían
comprometerse más intensamente con los movimientos democráticos que surgen en
los distintos países eurasiáticos. Mientras el Kremlin financia partidos
“pan-rusos” en las diversas regiones que controla, el apoyo que reciben desde
Occidente los gobiernos y movimientos democráticos de la región es más bien
exiguo. Que la ausencia de democracia era y es el talón de Aquiles de Rusia
como advirtió Brzezinski, lo sabe muy bien Putin. No sólo reprime brutalmente a
cualquiera demostración pacífica que aparece en Rusia, sino, además, y en el
mejor estilo estalinista, elimina físicamente a sus adversarios más destacados.
Los asesinatos de los periodistas Magomed Yesloyev, Anna Polikóvskaya y Telman
Alischaev, son un simple botón de muestra. El asesinato sistemático de
disidentes ya es política oficial de gobierno Putin- Medvévev.
4.
Sin embargo los EE UU vienen
realizando hace ya mucho tiempo una política destinada a limar las uñas de
Rusia. No me refiero solamente al cerco de misiles que apuntan hacia Moscú
desde Polonia y la República Checa. Ese fue más bien la culminación de una
estrategia de sistemático cercamiento. Pues, si no queremos suscribir las
versiones tipo fast food de la política internacional que nos proveen
personajes como Michael Moore o Noam Chomsky -para quienes todo lo que ocurre
es producto de la maldad infinita del gobierno norteamericano y sus asesor- hay
que convenir que todas las guerras pos-comunistas han tenido algo que ver con
Rusia.
No hay que olvidar que la OTAN
intervino en contra de Serbia cuando mayor era el acercamiento de Milosevic al
gobierno ruso. Tampoco hay que olvidar que las dos guerras de El Golfo fueron
realizadas en contra de un tirano, Saddam Hussein, que contaba con el apoyo
político y militar de Moscú y que podía, con el tiempo, convertirse en su
aliado estratégico. Incluso la invasión a Afganistán tiene connotaciones
geoestratégicas anti-rusas que son más que evidentes. EE UU no podía decir
abiertamente que al realizar tales acciones combatía preventivamente la
posibilidad imperial rusa. Pero para cualquiera que conozca el lenguaje (y el
silencio) diplomático sabe que los textos deben ser leídos entre líneas y que
en ocasiones, hay que prestar mucha más atención a lo que no se dice que a lo
que se dice.
(Nota del autor (Septiembre 2013): Lo
mismo se puede decir de la situación sobrevenida en el Medio Oriente después de
las revoluciones del 2011. Rusia, después de haber perdido a Libia con la caída
de Gadafi, hará lo imposible por conservar a Siria. Siria es la variable
fundamental de la "Nueva Rusia". Si pierde a Siria, deberá recluirse
en su territorio euroasiático tradicional y despedirse para siempre de sus
proyectos hegemónicos mundiales.
Que Putin ha tomado noticia de la
sistemática política de cercamiento a que lo ha sometido EE UU, es también
evidente. Sólo así se explica el ofrecimiento abierto que hiciera Putin a EE UU
desde la ciudad de Münich, en febrero del 2007. Pocas veces Putin ha sido más
claro que en esa ocasión. Aplicando un lenguaje kissengeriano, ofreció a los EE
UU una suerte de “paz pactada”, a cambio, por cierto, de que EE UU le permita una
suerte de condominio en el espacio eurasiático. De acuerdo a su estilo mafioso,
dejó además deslizar un mensaje nada de cifrado. Dijo esa vez Putin: “Rusia
tiene amigos que EE UU no tiene”. En texto claro, quiso decir, “si no me
aceptan como miembro de la comunidad imperial dominante, yo movilizaré mis
amigos en contra de ustedes”. ¿Quiénes son esos amigos? Pues, la mayoría de las
naciones no democráticas y antidemocráticas del mundo.
En cierto modo, Putin quiere repetir
la táctica de Stalin: convertirse en la vanguardia de todas las tiranías del
mundo. El problema es que, primero: esas tiranías son menos que en la era de
Stalin; segundo: muchas de ellas siguen a China y no a Rusia; tercero: EE UU
está en condiciones de pactar con algunas (casos de Libia, Egipto, Arabia
Saudita, etc.) y cuarto: muchas de esas tiranías son islámicas, y después de
los escarnios a que ha sometido Putin a la población islámica de Chechenia, ni
siquiera los iraníes se sienten demasiado entusiasmados por seguir el camino
inseguro que les ofrece Rusia.
En suma, Rusia se encuentra
relativamente aislada en su proyecto neo-imperial, situación que intenta
aprovechar EE UU al máximo, reduciéndola al mínimo en sus pretensiones. La
respuesta de los EE UU es, por lo demás, pragmática: “ustedes podrán ser un
imperio, pero solamente regional. Si ustedes intentan acercarse demasiado a
Europa, lo evitaremos y eso significa que ni Georgia ni Ucrania deberán formar
parte de ese imperio. Si intentan lo contrario, con o sin OTAN, habrá guerra, aunque
toda Europa tiemble de frío”.
¿Que hará Putin? La primera
alternativa, y sería la más razonable, es aceptar las condiciones que impone EE
UU. Eso hicieron Lenin y Stalin cuando les fue cerrado su avance hacia
Occidente. Entonces ambos, uno primero, el otro después, enfilaron hacia
Oriente. Sin embargo ese Oriente ahora no está vacío. Si entran demasiado hacia
el Oriente los rusos chocarán con China, y EE UU no dudará a quien apoyar. El 2
-1 orwelliano seguirá siendo desfavorable a Rusia. ¿Cuál es la otra
alternativa? Vladimir Putin sabe que se encuentra en posición de jaque, aunque
no de jaque mate. Como ajedrecista sabentambién que en esa posición lo más
recomendable es ganar tiempo, moviendo una pieza para un lado, otra vez otra
hacia el otro, esperando que el enemigo cometa alguna vez un error. Pero no
sólo son ambos excelentes ajedrecistas.
Como ocurrió con el escorpión que mató
al sapo que lo ayudaba a saltar el arroyo, Putin no puede luchar en contra de
su naturaleza. Antes de abandonar la idea imperial, romperá el tablero de
juego. De eso no cabe duda. Y eso lo saben en los EE UU.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico