Fernando Mires 07
de enero de 2015
El ensayo
parte de una tesis de Hannah Arendt relativa a que la llamada sociedad de
clases no supone una formula negativa si se entiende que las clases son las
unidades que dan consistencia interna a todo orden social. La disolución de la
sociedad de clases, por el contrario, lleva a la masificación de las clases, y
esta, a su vez, es la antesala de todo sistema totalitario. Para explicar ese
proceso de disolución clasista, he optado por comenzar afinando los
instrumentos conceptuales, adoptando para el efecto el término “anti-sociedad
de masas”, dado que el concepto generalmente usado, sociedad de masas, porta
una contradicción insalvable: Las masas por ser masas nunca pueden asociarse
entre sí.
Trataré
de mostrar que la caída en la “anti-sociedad de masas” no corresponde a un
momento determinado de ningún desarrollo histórico. Más bien es un acompañante
permanente-y latente- de la sociedad de clases. De acuerdo a esa afirmación
intentaré analizar las nuevas propuestas populistas que aparecen en el ámbito
europeo, las que, en sus versiones de izquierda o derecha aparecen como
representantes de “la anti-sociedad de masas”.
Sin
embargo, el fenómeno populista no es irreversible. La historia reciente de
América Latina, después de que apareció la alternativa denominada
“Socialismo del Siglo XXl”, lo está demostrando. Quizás por primera vez Europa
deberá aprender de América Latina, y no al revés, como generalmente ha
ocurrido.
Los
apartados finales del texto los he dedicado a analizar dos casos contrarios: el
de la continuidad histórica de la sociedad de clases, representado mejor que en
otros países por Chile, y el de la discontinuidad histórica representada por la
desarticulación de la sociedad venezolana durante el largo periodo del
chavismo.
Con el
objetivo de hacer más asequible la lectura, he renunciado a introducir pies de
páginas reduciendo, además, las referencias bibliográficas al mínimo necesario.
1.
Precisiones conceptuales
Sin entrar en el
terreno de las grandes definiciones, deberíamos al menos ponernos de acuerdo en
un punto; y es el siguiente: El concepto de sociedad no alude a un objeto del
deseo de la sociología, ni tampoco es un sinónimo de nación, ni mucho menos se
refiere al conjunto de la población de un país. El concepto de sociedad tiene
que ver con la existencia de asociaciones.
Donde no hay
asociaciones no puede haber sociedad. Y si consideramos que la mayoría de las
asociaciones son económicas, culturales y políticas, podemos deducir que la
sociedad no puede solo ser objeto de estudio de la sociología. Por ejemplo,
cuando nos referimos a las asociaciones políticas aludimos a la organización
política de una nación. De ahí la importancia de precisar a cual franja de la
sociedad nos estamos refiriendo, a menos que optemos por convertir a la palabra
sociedad “en una dama para todo servicio”.
La sociedad es el
espacio en donde las asociaciones establecen relaciones entre sí, las que
pueden ser incluso, antagónicas. Es el caso de las llamadas luchas de clases.
Las luchas de clases suponen una relación entre clases. Una relación negativa
si se quiere, pero relación al fin.
No puede haber
lucha de clases sin clases y no puede haber clases sin organizaciones de clase.
Las clases existen a través de sus organizaciones (representaciones). No
existiendo organizaciones de clases, no hay clases.
Ahora, si la
población de un país no está organizada en clases, la población vive en estado
de masa no orgánica. Luego, la masa es la población en estado social no
orgánico (pre-, anti- o a-social) Las clases, en cambio, reitero, son sus
propias organizaciones. No hay clase en sí ni clase para sí, como imaginaba el
Marx hegeliano (“Miseria de la Filosofía”). Una clase es para sí o no es clase.
Por más aguda que
sea en un momento la lucha de clases, las clases, al estar representadas por
organizaciones configuran la estructura de una sociedad. Luego, cuando no hay
organizaciones de clase, no solo no hay clases, tampoco hay, en sentido
estricto, sociedad. Y bien, allí donde no hay sociedad están dadas las
condiciones para que el Estado ocupe todos los espacios de la vida social y
política. Es por eso que la masificación de “lo social” es la condición
primaria de los llamados estados totalitarios (tesis de Hannah Arendt).
En una nación
cuya población no está organizada en clases, la relación que establece el
Estado con la población es la de Estado-masas. De ahí que Hannah Arendt al
analizar al fenómeno totalitario (“The Origins of Totalitarianism”) destacó que
este siempre es precedido por una alianza entre determinadas elites y la
“chusma” (Mob). Así Arendt amplió conceptualmente la relación entre los
movimientos sociales inorgánicos y el establecimiento de una dictadura, hecho
ya destacado por Karl Marx cuando analizó el rol del “proletariado andrajoso”
(Lumpenproletariat) durante la revolución frustrada de París, en 1848.
No sería quizás
errado afirmar que una dictadura, totalitaria o no, suele ser precedida por
movimientos de masas a los cuales hoy día denominamos populistas, aunque
también debemos agregar que no todo populismo termina en una dictadura. El
populismo es una forma de integración política de masas alrededor de un
caudillo mesiánico (no existe movimiento populista sin caudillo populista). Por
lo mismo, todo régimen populista porta consigo una ambivalencia. Por una parte
integra las masas al Estado, pero por otra, destruye o bloquea a las
organizaciones horizontales que conforman una sociedad.
Bajo un Estado
populista, la sociedad organizada en clases tiende a desaparecer. Pero el
derrumbe de la sociedad clasista no lleva a la igualdad sino a la
desintegración social. Cuando la desintegración no conduce a un nuevo tipo de
integración para-estatal (estalinista o fascista) y se mantiene en el tiempo,
podemos utilizar el concepto acuñado por Durkheim: anomia, equivalente
a una sociedad en proceso de desintegración. La llamada sociedad de masas es,
por lo tanto, una forma de anti-sociedad.
Es importante
destacar que la relación entre sociedad de clases y anti-sociedad de masas no
sigue un curso histórico progresivo. Una sociedad de clases puede ser precedida
por una anti-sociedad de masas. Pero a la inversa, una sociedad de clases puede
ser destruida y llevada a convertirse en una anti-sociedad de masas.
Cabe destacar que
los totalitarismos del siglo XX, sobre todo el nazi y el soviético, se
erigieron sobre la base pero también sobre la negación de una sociedad
clasista. La diferencia es que el nazi surgió desde un comienzo como un
movimiento no clasista. En cambio, el soviético surgió como un movimiento
clasista (alianza de obreros y campesinos). El punto común –sobre eso insistió
Hannah Arendt- fue que ambos totalitarismos destruyeron a las organizaciones
independientes de campesinos, empresarios y obreros, verticalizando al orden
social e integrándolo al Estado. El totalitarismo –este es el punto clave-
aparece cuando la anti-sociedad de masas es ocupada por el Estado. Esa es la
razón por la cual no toda dictadura es totalitaria.
Hay pues una
relación indirecta entre un orden político y un orden social. Algunos ordenes
políticos favorecen el desarrollo de una sociedad estructurada en clases; otros
lo inhiben. El curso de las revoluciones madres de la modernidad, la
norteamericana y la francesa, así lo demuestra. Mientras la de los EE UU surgió
como una revolución republicana no democrática, vale decir, con exclusión del
pueblo (masas), la francesa surgió de una revolución de masas (en cierto modo
fue la primera revolución populista de la historia). El camino que ambas
recorrieron fue, por lo mismo, inverso.
La revolución
norteamericana continuó ampliándose en la medida en que incorporaba a la masa
no organizada (sobre todo a los esclavos) bajo el formato de clases
(trabajadores asalariados). La francesa, en cambio, construyó una nación de
clases aplastando a las masas que habían dado origen a la propia revolución.
Ahí reside la notable diferencia que observó Alexis de Tocqueville (“La
Democracia en América”) entre el autoritarismo republicano de los franceses y
la orientación republicana– democrática de los norteamericanos. Ambas
revoluciones fueron republicanas (anti-monárquicas). Pero mientras la república
de los norteamericanos excluía a la masa, la francesa la incorporó desde un
comienzo para excluirla después (periodo napoleónico). Ambas llegaron a ser,
por distintas vías, repúblicas democráticas.
Importante será
destacar entonces la diferencia entre república y democracia, pues si bien toda
democracia surge de una república, no toda república posee de por sí un
carácter democrático. Baste solo observar como en la ONU las repúblicas no
democráticas constituyen una gran mayoría.
El concepto de
república tiene una connotación más jurídica que social. Señala en primera
línea la constitución de un orden civil regido por un Estado sustentado en el
derecho público. La democracia en cambio es un fenómeno social: señala la
incorporación del pueblo, ya sea en la forma de masa, ya sea en la forma de
clases, al orden republicano. Hay, por lo mismo, repúblicas democráticas y
otras que no lo son.
La incorporación
del pueblo a la cosa pública fue considerada por la filosofía política clásica
–desde Aristóteles hasta Kant- como una alternativa muy indeseable. Por cierto,
para esa filosofía el pueblo no eran las clases populares sino la plebe, es
decir, las masas. Recién la filosofía política de los filósofos
contractualistas (Hobbes, Locke y Rousseu) incorporó a la noción de pueblo como
un determinante político, abstracto sí, pero político.
Al comenzar el
siglo XXl ya es posible constatar que pese a la oposición de los grandes
filósofos de la política, “la rebelión de las masas” ha tenido lugar en casi
todo el mundo occidental y en diferentes países esas masas han terminado por
ser transformadas en clases al interior de diversos ordenes republicanos. Esa
es la razón por la cual la teoría de la lucha de clases del marxismo clásico
solo podía tener lugar bajo un orden republicano post-clasista. El proletariado
del marxismo es antes que nada una clase situada por sobre y no al lado de la
masa no orgánica, sea esta llamada plebe, lumpen o chusma.
Al llegar a este
punto recuerdo un día de mi juventud cuando leyendo los discursos de Luis
Emilio Recabarren, fundador del PC chileno, me encontré con esta frase:
“Nosotros, los trabajadores, los mejores representantes de la clase media
chilena”. Recabarren tenía razón.
En muchos países
“el proletariado” no está situado en el último peldaño de la escala social. Al
contrario de lo que pensaba Marx, se trata de una clase que sí tendría mucho
que perder –y de hecho ha perdido mucho- con una revolución de masas, entre
otras cosas, sus propias organizaciones de clase. De este modo los marxistas
que han sustituido el concepto de clase por el de pueblo (Fidel Castro) o por
el de plebe (García Linera) o por el de “multitud” (Hardt y Negri) o por el de
“casta” (Pablo Iglesias) no son, en sentido riguroso, marxistas. Mas bien son
populistas vestidos con ropaje marxista. El de ellos es solo un
“marxismo-andrajoso”.
2. El
renacimiento de la anti-sociedad de masas en Europa
Las clases social
y políticamente organizadas han llegado a ser en la mayoría de los países
europeos los ejes en torno a los cuales gira la llamada sociedad. Los
trabajadores industriales –el proletariado de Marx- han pasado a ser en Europa
miembros, si no privilegiados, por lo menos insustituibles del orden político.
La obtención de ese rango no ha sido por cierto un regalo del cielo. Ha sido
más bien el resultado de una larga trayectoria signada por luchas de clases, a
veces muy violentas.
La economía
social de mercado y el “estado social” no son modelos sociológicos. Son
conquistas sociales alcanzadas por los trabajadores políticamente organizados
de Europa. Sin embargo, el orden clasista democrático no es irreversible. La
desintegración de la sociedad de clases y su sustitución por una anti-sociedad
de masas es y ha sido una posibilidad latente. Quizás la prueba más notoria de
esa posibilidad fue la caída de Alemania en la anti-sociedad de masas
construida por los nazis.
Antes de la
llegada del nazismo la sociedad alemana era considerada un modelo de
integración social. Las corporaciones y gremios estaban muy bien estructurados.
El poder de los sindicatos obreros era muy grande. Los socialdemócratas y los
comunistas eran partidos de clase muy organizados y las competencias del Estado
en materias económicas y sociales funcionaban de modo óptimo hasta el punto de
que los servicios de seguro social eran considerados los mejores del
continente. Incluso el correo alemán era visto por Lenin como un modelo de
socialismo.
¿Cómo y por qué
una nación socialmente organizada pudo convertirse de la noche a la mañana en una
nación de masas? La respuesta no solo la vamos a encontrar en el terreno
puramente económico –por muy aguda que haya sido la crisis de 1929-. Esa
respuesta hay que buscarla más bien en el espacio político.
Si bien es cierto
que una crisis económica puede provocar una crisis política, no es menos cierto
que una crisis política puede llevar a una crisis social. En cierto modo la
existencia de un orden social es dependiente del orden político pues es este el
que da formato al orden social. Esa es la razón por la cual los historiadores
que se han ocupado de analizar el ascenso del nazismo coinciden en un punto:
ese ascenso fue posible gracias a la profunda crisis política que hundió a la
República de Weimar nacida en 1922. Esa fue, a la vez, la crisis del orden
republicano. O dicho de otro modo: la crisis que precedió a la llegada del
nazismo no solo fue una crisis política sino una crisis de lapolítica.
La crisis del
orden republicano llevó en Alemania al desmoronamiento de la sociedad de
clases, a la desconexión de las asociaciones sociales entre sí y con el Estado,
a la desintegración de la cultura política e incluso a la corrupción espiritual
de los más grandes pensadores de Europa. Gracias a esa crisis, el nazismo pudo
emerger con un discurso dirigido no en contra de un determinado partido sino en
contra de toda la clase política. Destruida esa clase política, los espacios
políticos quedaron desocupados para que sobre la ruina de la sociedad de clases
los nazis edificaran una anti-sociedad de masas.
Volvamos ahora al
siglo XXl: El hecho objetivo es que, como ocurrió durante la era fascista, en
la mayoría de los países europeos se observan hoy signos, no de crisis política
sino de crisis de la política. Porque al igual que los
fascismos de ayer, los populismos del siglo XXl apuntan en contra del conjunto
de la clase política. Dicho en la demagógica expresión de el líder de Podemos,
Pablo Iglesias, ellos están en contra de “la casta”.
Eso es lo
realmente preocupante: Los nuevos populismos europeos son también, como el
populismo fascista de ayer, portadores de un abierta agresividad en contra del
conjunto del orden político. Son, en el sentido exacto del término,
revolucionarios. No están en contra de un partido o de una clase: están en
contra de todo el sistema político. No nos equivocaríamos entonces si afirmamos
que estamos viviendo una nueva arremetida de los representantes de la
anti-sociedad de masas dirigida en contra de los soportes políticos de la
sociedad de clases.
Los nuevos
populismos han aparecido en el periodo de transición que se extiende entre la
“sociedad post-industrial” (Touraine) y la todavía no bien constituida
“sociedad digital”. Esta última, como es sabido, es extremadamente ahorrativa
de fuerza de trabajo y no todos los contingentes que expulsa la producción
industrial han pasado a formar parte del nuevo “proletariado digital”. El paro,
en su forma oculta, es muy superior al que muestran las estadísticas. Si a ello
agregamos el crecimiento del trabajo informal, las ocupaciones precarias y
sobre todo, ese ejército proletario de reserva formado por trabajadores
extranjeros (en su gran mayoría provenientes de países islámicos) puede
entenderse perfectamente por qué, tal como ocurrió en los años treinta, la inseguridad
y el miedo sean las tónicas de la cultura política europea de nuestro tiempo. Y
bien, gracias a ese miedo social flotante, crecen los nuevos populismos. Ha
sonado la hora de los demagogos, de los predicadores del odio, de los profetas
sociales redentores y de los partidos mesiánicos.
Lo más probable
es que los nuevos populismos han llegado para quedarse. El punto de no retorno
aparece cuando los populistas no ocupan solo espacios vacíos de la política,
sino cuando reciben el apoyo de sectores hasta hace poco clientes tradicionales
de los partidos de la sociedad de clases. Es sabido, por ejemplo, que una parte
importante del electorado que ayer votaba por los comunistas, vota hoy por el
Frente Nacional en Francia. En Grecia, Syriza creció sobre la ruina del PASOK.
Podemos recibe emigrantes de la Izquierda Unida y del PSOE. Incluso en Alemania
una encuesta reveló que en la clientela socialdemócrata existía más simpatía
hacia los xenófobos de PEGIDA que entre los conservadores socialcristianos.
Que Podemos en
España o Syriza en Grecia, e incluso el fascismo re-civilizado del Frente
Nacional de Marine Le Pen, ocupen el espacio político que ya no pueden ocupar
partidos tradicionales (conservadores y socialdemócratas), podría ser
considerado como una posibilidad de renovación del espectro político,
argumentan algunos especialistas. Al fin y al cabo ningún conjunto de partidos
tradicionales puede reclamar para sí el monopolio de toda la política. Puede
incluso que ocurra lo mismo que con los movimientos estudiantiles sesentistas
cuando algunos de sus militantes pasaron a integrarse cómodamente en partidos
políticos post-modernos e incluso en otros más tradicionales. Puede ser, nada
está excluido. Pero eso no impide observar con preocupación los rasgos comunes
que unen a los nuevos populismos, sean estos “de izquierda” o “de derecha”:
Todos son anti-europeistas, todos miran con simpatía hacia la Rusia de Putin,
todos despotrican en contra del conjunto de la clase política, todos en fin,
son portadores de la promesa de una anti-sociedad de masas.
La Europa del
siglo XXl deberá mostrar si las reservas democráticas acumuladas desde los
comienzos de la post-guerra conforman un dique suficientemente sólido para
contrarrestar los embates de la nueva ola populista. Más no se puede decir por
el momento. Estamos situados en el justo medio de una antigua disyuntiva. Y esa
se extiende entre la sociedad de clases y la anti-sociedad de masas.
3. El
lento descenso del populismo latinoamericano
El avance de los
nuevos populismos tampoco puede ser considerado un hecho irreversible como
temen, no sin cierta razón, algunos analistas europeos. Basta una mirada al
espectro político latinoamericano para comprobar como bajo determinadas
condiciones el avance del populismo anti-sistema puede ser detenido o por lo
menos contrarrestado. Así lo demuestra al menos el retroceso que comienza a
observarse en la expansión del llamado “socialismo del siglo XXl” (SS21),
proyecto que hace algunos años parecía ser parte de una avanzada continental
imposible de ser detenida.
Hoy, comienzos
del 2015, es posible afirmar que la expansión del SS21 no solo ha llegado a su
límite sino, además, ha comenzado un lento periodo de descenso.
Surgido a partir
del eje Caracas /La Habana, ampliado en el ALBA a través de la incorporación de
Nicaragua, Bolivia y Ecuador, el SS21 pretendía ser el foco que ordenaría a
toda América Latina en un proyecto macrohistórico destinado a implantar una
anti-sociedad de masas en torno de caudillos mesiánicos, portadores de un mensaje
nacionalista y socialista en contra del “imperio” y sus satélites. La porfiada
realidad está mostrando, sin embargo, una cara distinta.
No deja de ser
paradoja el hecho de que los países más integrados al mercado capitalista
mundial sean precisamente los representantes de proyecto SS21. Nunca Nicaragua
estuvo más vinculada al espacio capitalista (con rostro chino o americano) que
bajo el gobierno de la familia Ortega. Nunca hubo un país más dolarizado que
Ecuador. Nunca Venezuela fue más dependiente de sus exportaciones petroleras al
“imperio” que bajo Chávez y Maduro. Nunca el destino económico de Cuba ha
dependido tanto de la voluntad de los gobiernos de EEUU, como ocurre hoy con la
dictadura del Raúl Castro.
Incluso en
Bolivia, la enorme popularidad que goza Evo Morales se afianza, entre otras
razones, por haber logrado incorporar al empresariado nacional a un proyecto,
no de socialismo, sino de desarrollo capitalista con hegemonía estatal. El SS21
ha sido solo la ideología de un proceso que conduce desde un capitalismo
precario a un capitalismo integral. Solo Venezuela, el ex motor del proyecto
SS21, no ha podido dar el salto que lleva a una fase superior en el desarrollo
del capitalismo. Ya me referiré a ese problema.
Desde una
perspectiva puramente política, tampoco el “modelo” ofrecido por SS21 -vale
decir, el de un Estado gestor en la emergencia de una anti-sociedad de masas-
ha logrado prender en el ámbito latinoamericano. Todo lo contrario. Observado
las elecciones que tuvieron lugar en Uruguay y Brasil durante el 2014, ambas
definidas en segunda vuelta, más el avance de un peronismo relativamente
centrista en Argentina, es posible afirmar que la línea política ha sido
corrida varios metros desde la izquierda hacia el centro-centro. No deja en ese
sentido de ser interesante agregar que lo primero que intenta cada candidato de
izquierda, en cualquier país latinoamericano, es distanciarse del chavismo.
Todo permite
afirmar que en plazos relativamente cortos se establecerá en el continente una
arquitectura política centrista, con leves inclinaciones hacia el lado
izquierdo. Dicha orientación, opuesta al ideal de la anti-sociedad de masas,
aparece mucho más nítida después del restablecimiento de relaciones políticas
entre los EE UU y Cuba. Elelan ideológico antimperialista (anti
norte-americano, más bien) que dio origen al SS21, ha sido en gran parte
desactivado por la gestión Obama. La izquierda radical latinoamericana se está
quedando sin símbolos. Y si Santos logra en Colombia la definitiva rendición de
las FARC, desaparecerá la última reliquia de “un viejo pasado que no volverá”.
Enhorabuena.
Hay por cierto
países latinoamericanos en los cuales la disyuntiva entre la sociedad de clases
y la anti-sociedad no ha aparecido en su agenda histórica. Son los casos de
Uruguay y Chile. Ambos continúan siendo impermeables al avance del populismo
continental. Desde una perspectiva inversa, hay también dos países a los que ha
sido y será muy difícil salir del foso populista en el que una vez cayeron. Son
los casos de Argentina y Venezuela.
A continuación
intentaré pensar en los dos casos más opuestos, los de Chile y Venezuela. El
primero lo he elegido porque en ese país, pese a diferentes intentos, la larga
tradición correspondiente a la estructura de una sociedad de clases no ha
podido ser sustituida. Al segundo, porque pocos regímenes como el chavista han llevado
cabo de modo tan radical la destrucción de los soportes básicos que constituyen
una sociedad políticamente organizada.
4. El
caso chileno: Del fundacionalismo pinochetista al retorno de la sociedad de
clases
Probablemente
Chile ha sido si no el más, uno de los países más resistentes a las oleadas
populistas. Los leves momentos populistas -pienso en Arturo Alessandri en 1924
y en Carlos Ibáñez en 1952- no alteraron el orden político de la nación ni
mucho menos su estructura social.
La larga interrupción
dictatorial vivida en Chile durante Pinochet parecería desmentir la tesis de la
continuidad. Pero si se tiene en cuenta que después del retiro del dictador
reingresó a la escena la misma formación política que había sido intentada
destruir por la dictadura, la tesis de la continuidad no aparece demasiado
temeraria.
Para decirlo con
cierta ironía, todavía Chile es gobernado por la Unidad Popular más la
Democracia Cristiana. La diferencia –aparte de las condiciones de tiempo-
reside en el eje, el cual ya no está formado por el PC y el PS, sino por
combinaciones más bien ambiguas y transitorias.
Por supuesto,
nadie va a negar que bajo la dictadura de Pinochet existieron proyectos
fundacionales destinados a transformar radicalmente la estructura política del
país. No haberlo logrado, pese a la “política de la antipolítica” levantada por
el dictador, cuya verborrea estaba siempre dirigida en contra de “los señores
políticos” y no solo en contra de la UP, debe ser apuntado dentro del
inventario del fracaso político de la dictadura. Importante decirlo hoy, en un
tiempo en el cual los defensores ideológicos del pinochetismo intentan
convertir el fracaso político del régimen en una virtud y así vendernos la
tesis de una dictadura de tipo “comisarial”.
De acuerdo a la
“tesis de la dictadura comisarial” levantada por el post-pinochetismo, la
dictadura de Pinochet habría sido comisionada para resguardar las
instituciones, y después devolver la nación, política y económicamente saneada,
a la democracia. Tesis falsa que intenta borrar toda una larga historia de
oposición y resistencia a la dictadura. El objetivo de Pinochet –hay que
subrayarlo- fue el de quedarse, y quedarse para siempre. Que no haya podido
hacerlo, es otra cosa.
El proyecto
comisarial quizás existió, pero nunca fue de la dictadura. Y si existió, no
duró más de dos años. Para ser exactos, terminó en Marzo de 1975 con la extraña
muerte (o asesinato) del general Óscar Bonilla, de quien se decía, era el
hombre de la Democracia Cristiana dentro del Ejército (fue Edecán de Eduardo
Frei Montalva). Después de la muerte de Bonilla, los grupos de la derecha
tradicional y de algunos democristianos que pensaban en la posibilidad de una
devolución pronta de la dictadura a la democracia, fue abandonado definitivamente.
Durante la
dictadura existieron al menos dos proyectos fundacionales destinados a
reemplazar la sociedad política por una anti-sociedad. Uno fue el representado
por el dirigente del grupo Patria y Libertad, Pablo Rodríguez.
Hay, en efecto,
escritos que señalan a Rodríguez como patrocinante de un proyecto fascista (es
decir, de masas) destinado a convertir a la sociedad chilena en un sistema
corporativo erigido sobre la base de las grandes corporaciones nacionales (como
la Sociedad Nacional de Agricultura, la Sociedad de Fomento Fabril, y la
Confederación Nacional de Comercio) más los frentes de masas fundados por la
dictadura. Así nacería, según Rodríguez, un partido-Estado alrededor de la
figura de su líder máximo, en este caso Pinochet. Quizás Rodríguez se pensaba a
sí mismo como el Goebbels chileno.
Pinochet, pese a
que tomó de Pablo Rodríguez la idea de fundar diferentes frentes de masas
(centros de madres, juntas de vecinos, entre otros) rechazó el proyecto por
razones obvias. ¿Para que fundar un Partido si ya tenía al Ejército? Además,
las corporaciones de agricultores y empresarios estaban interesadas en hacer
grandes negocios, pero no en gobernar.
El segundo
proyecto fundacional fue el representado por el constitucionalista Jaime
Guzmán. De acuerdo a Guzmán, era necesario volver al periodo portaliano e
instaurar una república de notables, es decir un régimen gremialista no
político apegado al derecho y a la religión, pero renuente a toda apertura
democrática. En breve, una república patricia con exclusión de la plebe. De ese
romanticismo constitucionalista, Pinochet solo tomó la idea de llevar a algunos
miembros de la derecha clásica a posiciones formales de poder, pero no mucho
más.
¿Cuál era la
diferencia entonces entre el proyecto de Pablo Rodríguez y el de Jaime Gúzman?
Muy simple: Rodríguez era (¿es?) hitleriano. Guzmán era franquista.
El proyecto que
al final se impuso fue el del propio Pinochet. A ese podemos denominarlo de
modo simple: proyecto del Estado Militar. A fin de que se cumpliera, era preciso
entregar la economía a los empresarios para que estos hicieran lo que quisieran
con ella (es lo que en Chile llaman “modelo neoliberal”) y situar en puestos
claves del Estado a militares de confianza. Fue esa la razón por la cual
Pinochet declaró la guerra al “marxismo”.
En pocas
palabras, tal vez sin haber leído a Carl Schmitt, Pinochet tomó del jurista
alemán no su compleja filosofía política, pero sí cuatro proposiciones, quizás
las más conocidas:
Primera: Declarar una lucha en contra de un enemigo principal,
llevando así a la política al límite con la guerra.
Segunda: Eliminación radical de cualquier atisbo parlamentarista.
Tercera: Declaración de un “estado de excepción en permanencia”
(Schmitt: “el poder lo detenta quien decreta el estado de excepción”)
Cuarta: La legitimación política deberá provenir de la voluntad
popular expresada directamente, es decir, sin mediaciones partidarias, a través
de plebiscitos (república plebiscitaria)
Como es sabido,
haber tomado demasiado en serio la última proposición llevó a Pinochet a su
auto-derrocamiento hecho que solo fue posible gracias a que algunos generales
no quisieron pasar a la historia como autores de una masacre pavorosa (antes de
darse a conocer el resultado del plebiscito, la información acerca del triunfo
del NO se había filtrado y la multitud celebraba en las calles)
Así vista las
cosas, los gobiernos de la Concertación tuvieron que cumplir una función
restauradora en contra del proyecto subversivo (anti-sistema) representado por
la dictadura. Antes que nada, despolitizar al Ejército y devolver la cosa
política a los políticos. Después, reactivar las estructuras sindicales y
asociativas suspendidas por el régimen anterior. Finalmente, reconstruir las
asociaciones correspondientes a toda sociedad de clases.
En cierto modo,
el papel jugado por la Concertación fue el de restaurar la sociedad de clases
en contra de la anti-sociedad de masas propuesta por diversas fracciones del
pinochetismo. En este punto habrá que reiterar, la sociedad de clases no es
aquella en donde hay clases sino aquella en donde hay relaciones (positivas y
negativas) de clase, a través de representaciones de clase.
Preciso será
agregar que la restauración de la sociedad de clases fue llevada a cabo en
Chile por los gobiernos de la Concertación sobre la base del congelamiento de
la lucha de clases. La lucha de clases, en el sentido real del término,
aparecería recién -acompañada de explosivas manifestaciones de masas, sobre
todo estudiantiles- durante el gobierno de Sebastián Piñera.
Tarea evidente de
Nueva Mayoría será permitir el desarrollo de la lucha de clases dentro de los
marcos dictados por la Constitución, es decir, evitar que la sociedad de clases
se transforme en una anti-sociedad de masas. Tarea no muy difícil en Chile. El
peso de los partidos políticos y de las asociaciones de clase es, en ese país,
muy fuerte y muy grande a la vez.
5. El
caso venezolano: o la destrucción de la columna vertebral de una sociedad
Muy distinto al
caso de Chile es el de Venezuela. Allí la desarticulación de la sociedad de
clases estaba teniendo lugar antes del ascenso de Chávez, sobre todo durante el
des-gobierno de Carlos Andrés Pérez. La profunda animosidad en contra de la
clase política –hay que decirlo- no la inventó Hugo Chávez. Él solo la utilizó.
Esa fue la razón por la cual el fracasado golpe de Estado dirigido por Chávez
en Febrero de 1992 fue visto por no pocos sectores como una rebelión legítima
en contra del desorden establecido.
Chávez, aunque
hoy parezca irrisorio afirmarlo, apareció en escena como un personaje destinado
a recuperar el orden perdido y no como un revolucionario. Si se quiere, un
militar justiciero en el sentido más conservador del término. Y como tal recibió
desde un comienzo el apoyo de destacados políticos de la, por el llamada,
Cuarta República.
Fue solo después
de haber recobrado su libertad cuando Chávez y los suyos organizados en el
Partido Movimiento Cuarta República no ocultaron su propósito de fundar un
nuevo orden institucional. Ese proyecto sería posteriormente ratificado por la
Constitución de 1999. No obstante, el objetivo del carismático presidente iba
mucho más allá de modificar a las instituciones o apadrinar una nueva
Constitución. Chávez quería, y no lo ocultaba, pasar a la historia como el
fundador de una nueva sociedad y eso implicaba destruir los soportes del
antiguo orden social, esto es, a las estructuras que mal que mal habían dado
sentido y lógica a la sociedad venezolana.
Las principales
organizaciones clasistas como Fedecámeras, que agrupaba a los empresarios y la
CTV que agrupaba a los trabajadores y no por último, los poderosos sindicatos
petroleros (Gente del Petróleo) fueron puestos en la mira del Presidente. La
gran oportunidad para deshacerse de ellos la brindó la propia oposición con el
paro petrolero de diciembre de 2002, cuyo objetivo inicial no era
insurreccional. Pero como es sabido, después de infructuosos 62 días, el paro
nacional fue derrotado. Esa derrota fue seguida por despidos en masa y luego
por el descabezamiento de los principales sindicatos obreros. Fedecámeras fue
reducida a su mínima expresión. La CTV dejó prácticamente de existir.
Chávez tenía así
el camino allanado para liquidar a la “sociedad de clases” e iniciar su
proyecto destinado a verticalizar a la sociedad desde arriba hacia abajo. Poco
antes de ganar el referéndum revocatorio de Diciembre de 2004, nacerían las
Misiones, posteriormente los Concejos Comunales, concebidos como órganos de
poder popular dirigidos desde el Estado. Y no por último, después de la
abstención electoral llamada por los partidos de oposición (2005) el Parlamento
fue ocupado en su totalidad por el chavismo. Como era de esperarse, los
tribunales de justicia y la defensoría del pueblo pasaron de inmediato a manos
del ejecutivo. Había nacido una nueva maquinaria de poder. Nunca, en toda la
historia latinoamericana, un presidente constitucional había logrado concentrar
tanto poder en sus manos.
Después de su
tercera elección, Enero de 2007, Chávez declaró abiertamente su propósito de
dar forma orgánica al SS21, formando para el efecto un partido-Estado (PSUV).
La apropiación estatal de los medios de producción, de la CANTV y de la
Electricidad de Caracas, terminarían por originar un régimen sustentado en un
poder social controlado por el Partido Único al mando de un líder supremo cuyas
opiniones eran órdenes y cuyas órdenes eran leyes.
En breves
términos, Chávez fue el creador de una estructura corporativa de tipo fascista
–el término no está utilizado aquí como insulto- la que daría origen no a un
nuevo tipo de gobierno, sino a un nuevo sistema de dominación política de
características muy particulares. De este modo Chávez logró por medios
políticos lo que había intentado realizar Pinochet por medios militares: la
transformación de un gobierno en un Estado y la desarticulación de las
asociaciones que daban forma a la sociedad de clases, sometidas todas a un
aparato de represión militar que iba más allá de las Fuerzas Armadas.
En suma –y de acuerdo
a la terminología que aquí estamos empleando- Chávez estatizó a la sociedad y
la transformó en una anti-sociedad de masas. Bajo su gobierno, la columna
vertebral que sustentaba el orden social y político fue hecha añicos. Esa fue
su gran obra histórica.
Sin embargo, todo
ese edificio de dominación, cuya fachada parecía mostrar una inexpugnabilidad
absoluta, reposaba sobre débiles cimientos. Por de pronto, para que el nuevo
orden funcionara, se requería de un personal técnico y burocrático altamente eficiente,
algo así como una clase gerencial al estilo chino o vietnamita. Y bien, esa
clase brilla por su ausencia en Venezuela. De este modo el chavismo terminaría
por destruir definitivamente el incipiente aparato productivo de la nación.
Venezuela debe ser, a estas alturas, el país más des-industrializado del
continente. Por esa misma razón es también uno de los más dependientes de las
importaciones, sobre todo de las alimenticias.
En lugar de crear
las bases para un eficiente capitalismo de Estado, algo que al menos han
logrado sus socios bolivianos y ecuatorianos, el chavismo radicalizó la
vocación rentista del Estado el que, en lugar de jugar un rol gestor, se
convirtió en refugio de múltiples sectores improductivos, y no por último de
mafias y pandillas dependientes del erario. Bajo Maduro la maraña burocrática
ha llegado a cubrir a todo el país. Pese a eso, Maduro -quizás para mostrar su
poder simbólico- continúa creando más y más instancias burocráticas. El
gobierno de Venezuela es el que tiene más ministerios del mundo (32) y al
parecer, seguirán aumentando, aunque nadie sabe todavía para que sirven.
Los llamados
órganos de poder popular nunca han funcionado. Nadie entiende cual es el rol de
los Concejos Comunales. Más bien son centros de diversión, y cuando no, fungen
para el reclutamiento de grupos de choque en periodos electorales. Las
Misiones, pensadas como núcleos de formación técnica y profesional, han sido
copadas por adherentes que viven de la caridad estatal. Y si a todo ese
espectáculo agregamos una inflación del 60% anual más la baja considerable del
precio del petróleo, se entiende perfectamente por qué el gobierno de Maduro ha
llegado a ser tan impopular, incluso entre los chavistas. Como pocas veces, un
cargo recibido por herencia ha terminado por convertirse en un feroz castigo.
Ya nadie lo duda: bajo Maduro, el populismo chavista ha entrado a su fase de
declive.
Subrayamos: lo
que está entrando en declive es el populismo chavista, no el gobierno de
Maduro. Son dos cosas distintas. El desmantelamiento de las relaciones sociales
horizontales (sindicatos, asociaciones en general) y la ineficacia de los
organismos verticales de masa, ha terminado por desarticular al conjunto de la
sociedad de tal modo que el Estado ya no tiene donde apoyarse. Nada que no sea
la represión y el uso abusivo de la fuerza bruta. Si el concepto sociológico de
“anomia” (desintegración social) tiene aplicación en algún lugar, ese lugar es
Venezuela. Esa es la diferencia del madurismo con otros gobiernos populistas del
continente.
No olvidemos que
el padre de todos los populismos habidos y por haber, Perón, no desmanteló a
las organizaciones sociales argentinas como hizo Chávez. Todo lo contrario. Al
interior del movimiento peronista los sindicatos lograron constituirse en un
poderoso núcleo. Tenían razón Laclau/ Mouffe (“Hegemonía y Estrategia
Socialista”) cuando señalaban que el populismo peronista era la estrategia
que habían encontrado los trabajadores argentinos para hacer valer sus
intereses de clase. El populismo argentino, así como hoy el populismo de Evo en
Bolivia -también apoyado en estructuras sindicales y empresariales – son, si se
quiere, “populismos de clase”. En cambio, el populismo venezolano, ya durante
Chávez, fue un populismo invertebrado, un populismo fofo o amorfo,
absolutamente dependiente de las cúpulas y de la voz mágica del líder divo.
En otras
palabras, bajo Maduro –quien no es líder ni divo- el Estado chavista ha
cambiado su carácter político. De Estado populista ha pasado a ser un simple
Estado pretoriano. A pesar de ser Maduro un gobernante civil, el número de
militares que ocupan posiciones de gobierno ya es muy superior al del periodo
Chávez. Ni siquiera las dictaduras del Cono Sur incorporaron tantos militares a
sus gobiernos. El de Venezuela es, por donde se lo mire, un Estado militar y,
por si fuera poco, para-militar.
La
desarticulación radical de la sociedad venezolana inducida por el chavismo ha
terminado por extenderse al seno de la propia oposición. La MUD, aparte de
cuatro o cinco partidos que merecen ese nombre, aglutina a una enorme cantidad
de micro-organizaciones que de partido no tienen nada. Y, del mismo modo a lo
que ocurre con el chavismo, la oposición carece de vértebras sociales. Eso
explica por qué las grandes movilizaciones son simples estampidas. Corresponden
a una sociedad, mejor dicho, a una anti-sociedad de masas desintegrada. Solo
los estudiantes han llegado a conformar un núcleo social, pero a la vez,
también están divididos entre sí. Privadas de un sustrato interno, las luchas
de la oposición venezolana carecen de continuidad en el tiempo. Así se entiende
por qué, al igual que en el chavismo, la oposición no se articula en torno a
asociaciones, partidos o programas, sino alrededor de personas que ejercen un
cierto liderazgo.
El masivo
movimiento organizado alrededor de Leopoldo López recuerda en algunos puntos a
los momentos de gestación del chavismo. No solo porque el líder es mantenido en
prisión. También en su mística e incluso en su agresividad es similar al chavismo
originario.
Igualmente,
dentro de ellos hay quienes señalan como enemigo a toda
"la clase política", incluyendo a los partidos de la MUD. Eso no debe
extrañar: El chavismo y parte considerable del anti-chavismo, pese a ser
contrarios, son partes de la misma cultura política nacional. Por lo demás, así
son los movimientos de las anti-sociedades de masa. Conceden valor a la
retórica iluminada en desmedro del análisis, privilegian la épica por sobre la
política, rinden culto a símbolos, próceres y mártires y, sobre todo, son
discontinuos e imprevisibles en su acción.
Frente a esa
realidad, hay al menos otros sectores de la oposición que han entendido que la
tarea más importante del momento es la de organizar a los sectores populares
abandonados por el chavismo. Ellos no actúan en las grandes ciudades y buscan
la comunicación con la gente más pobre. Henrique Capriles entre varios, va de
lugar en lugar, escucha a los vecinos de cada localidad, busca crear
organizaciones ahí donde no las hay, les habla a los chavistas no como a
enemigos a muerte sino como a miembros de la misma ciudadanía. Para muchos el
suyo es un camino muy largo y sobre todo, sin atajos. Pero nadie sabe. A veces
los caminos que parecen ser los más largos son, en política, los más cortos.
El 2015 la
oposición venezolana enfrentará al debilitado gobierno de Maduro en nuevas
elecciones parlamentarias. Esa es la disyuntiva. Si la oposición logra un
mínimo de unidad en la designación de los candidatos, vencerá. Si no es así,
nunca el futuro será más incierto.
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