José Guerra 13 de julio de 2015
@JoseAGuerra
El primer semestre del año cerró con una
inflación acumulada de 68,2% y, con respecto a junio de 2014, la tasa
anualizada se ubica en 120,7%, de modo que ese 10% de aumento en el salario
mínimo (unos 22 Bs. diarios) que entró en vigencia el 1° de julio no compensa
ni la inflación de un solo mes, y es precisamente esa sensación de “me robaron”
la que se palpa en la calle. La gente siente que la están robando porque la
inflación es fundamentalmente un impuesto que pagamos todos y solo beneficia al
gobierno. Los asalariados y pensionados lo pagan completo, mientras que los que
tienen un negocio, formal o informal, pueden protegerse un poco pero igual
terminan pagando. Solo el gobierno se beneficia y es por ello que los episodios
de inflación desbordada siempre terminan como una gran confrontación final del
gobierno contra toda la sociedad.
Digo que la inflación es
fundamentalmente un impuesto porque, si bien inciden múltiples factores, en la
Venezuela de hoy el gran motor detrás de la persistente subida de precios es la
irresponsable política fiscal. En lugar de balancear sus cuentas, el gobierno incurre
en un déficit fiscal estimado en 20% del PIB, una cifra astronómica de
bolívares, y para cubrirlo simplemente imprime papelitos llamados “billetes”.
Para entenderlo mejor, imagine que, sin tener una cuenta en el banco, Usted se
inventa una chequera chimba y, bajo coerción, el panadero tuviera que aceptarle
el fulano cheque. Su víctima se lo endosa a un tercero quien, luego de un
descuento y a regañadientes, se lo acepta con la esperanza de endosárselo con
descuento a alguien más, y así sucesivamente. De modo similar, cada billete que
sale de la imprenta sin un respaldo productivo le resuelve un problema de caja
al gobierno, pero va pasando de mano en mano como papa caliente y pellizcando
el bolsillo a cada uno en el camino.
Lo peor es que la inflación es un
impuesto tóxico porque no solo erosiona su propia base impositiva (el aparato
productivo) sino que, en manos de un gobierno inescrupuloso, se presta para
atizar el conflicto social. Esto se debe a que, a los ojos del consumidor, el
“agente recaudador” es el comerciante final, sin que quede en evidencia la
sofisticada tramoya que saca dinero del bolsillo de los particulares para
depositarlo en las cuentas del gobierno. La realidad es que quienes tienen un
negocio, formal o informal, se pueden proteger un poco del impuesto inflación
pero nunca completamente, porque podrán vender más caro pero venden menos,
precisamente por la pérdida de poder adquisitivo de los clientes. Su
contribución al impuesto inflación toma la forma de descapitalización y pérdida
de rentabilidad real. Quienes sí deben pagarlo completito son los asalariados y
pensionados, quienes no pueden ajustar sus ingresos con la misma rapidez que lo
hacen los precios debido a la precarización del empleo, al ataque sistemático
al movimiento sindical y a la criminalización de la protesta. Así, en
comparación a los asalariados, pareciera que los comerciantes se benefician de
la inflación y de eso se aprovecha la propaganda oficial para intentar eludir
su responsabilidad, pero la verdad es que solo el gobierno se beneficia y la
población siempre termina dándose cuenta.
Y digo que la inflación beneficia al
“gobierno” por usar un eufemismo, pero en nuestro caso, donde el aparato
estatal ha sido secuestrado por una corporación de mafias, la triste realidad
es que lo recaudado por el impuesto inflación va directo a las fortunas
personales de un grupito de privilegiados. Al final, este tipo de episodio
inflacionario siempre termina con un gobierno aislado, enfrentado contra el asalariado,
el empresario, el buhonero, el pensionado, el estudiante, el desempleado y pare
Usted de contar.

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