ALBERTO BARRERA TYSZKA 5 DE JULIO 2015
Mi hija Camila estaba pequeña, era una
enana divertida que apenas comenzaba el preescolar. Algunos días yo iba a
buscarla a la salida de la escuela. Hubo un martes o un jueves en que cruzó el
portón y llegó a la calle con una mueca mitad grave, mitad melancólica, tatuada
sobre la cara. ¿Qué te pasa?, algo así debí preguntarle. Ahora también imagino
que me puse en cuclillas a su lado. Camila respondió con un clásico de la
educación primaria: La maestra me odia.
Mientras caminábamos, me contó y trató
de explicarme por qué decía lo que decía. Puso ejemplos contundentes, refirió
con ternura y tristeza anécdotas que me resultaron desoladoras. Creo recordar
que, entonces, me detuve. Y supongo que volví a agacharme. Coloqué su diminuta
mochila verde sobre mi rodilla y la tomé de las manos. Y le dije que todo lo
que me estaba relatando me parecía muy mal, que me parecía un espanto, que me
preocupaba. Que la maestra no podía ni debía seguir actuando de ese modo. Mi
hija debió verme demasiado nervioso, raptado tal vez por una excesiva angustia
paternal, porque me regaló un gesto cariñoso y una media sonrisa: Tranquilo,
papá –me dijo, casi con una leve piedad–, la maestra me odia. Pero yo la odio
más.
El odio se presenta como una identidad
absoluta. Su naturaleza no permite ningún discernimiento. Es, en sí mismo, una
definición furiosa, intolerante. No tiene ética y no necesita demasiados
argumentos. En Por quién doblan las campanas, Hemingway propone un matiz
determinante para la lógica del odio: “Indudablemente –le dice Karkov a Roberto
Jordan en medio de una discusión sobre el asesinato político– destruimos y
ejecutamos a esos demonios, a esas fieras, a esos perros traidores con grado de
general y a los repugnantes almirantes, infieles a la confianza depositada en
ellos. Esos son destruidos, no asesinados, ¿ves la diferencia?”. El odio legitima
el crimen. Es una fuerza devastadora. Destruye, no delinque.
Quien quiera pensar en un cambio en
Venezuela, tiene que pensar en el odio. Y pensar en el odio implica, también,
superar la polarización. Llevamos demasiados años alimentándonos con ese sentimiento.
Es parte de la narrativa del poder, se ha establecido como una música de fondo
que ronca en toda la retórica oficial. Aunque se invoque el amor, el odio
siempre está presente. La revolución instaló su primera violencia en el
lenguaje. Pero también el odio está presente del otro lado, en ámbitos y
discursos, en modos de pensar y de mirar, de quienes se oponen al gobierno.
Todos somos tentados diariamente. Todos somos víctimas de su voracidad. El odio
ya es parte de una cultura nacional que necesitamos desactivar.
¿Es posible distanciarse, ponerse en una
orilla, mantenerse intacto ante la realidad? ¿Qué hacer cuando Luisa Ortega
Díaz habla de la jueza Afiuni en Ginebra? ¿Qué hacer con las opiniones de
González Urrutia y Norman Pino? ¿Qué hacer también con la pornográfica
impunidad con la que Diosdado Cabello publicita conversaciones privadas de
cualquier ciudadano? ¿Qué hacer con el video de una señora que quiere comprar
cuatro tubos de pasta de dientes e insulta y maltrata a los empleados de una
farmacia, a la audiencia que la ve, a cualquier que se le ponga por delante?
¿Cómo manejar socialmente la rabia, el desprecio, el resentimiento?
Al final, tal vez poco va a importar
establecer quién comenzó primero. Eso no detendrá el derrumbe. Probablemente, además,
jamás llegaríamos todos a un acuerdo. El problema de fondo es qué hacer con una
dinámica ya instalada, cargada de muchos tipos diferentes de violencias. Cómo
transformarla sin dejar de lado la justicia, recuperando el equilibrio
institucional, desarmando en más de un sentido al Estado. ¿Es eso posible?
En alguna página de su cuaderno de
notas, escrito entre 1891 y 1904, Anton Chéjov escribió: “El amor, la amistad,
la estima no crean lazos tan fuertes como el odio compartido”. Es cierto. Y es
trágico. Porque el único destino del odio es la destrucción.
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