Alexis Alzuru 18 de julio de 2015
@aaalzuru
Que los idearios constituyen el motor
del cambio social es uno de los mensajes que Francisco dejó en su viaje
latinoamericano. No por casualidad en una de sus intervenciones apuntó que es
la dignidad de la persona la vara con la que se deben medir los modelos
económicos, pues no sólo se trata de producción de riqueza. Se puede estar de
acuerdo o no con su afirmación, pero lo que no se puede negar es que la frase
revela el compromiso que este Papa tiene con los postulados de igualdad e
inclusión. Con lo cual se identifica en su discurso otra de las ideas sobre la
que tal vez deberían reflexionar quienes adversan al gobierno de Maduro: En
este siglo la igualdad y la inclusión son valores que determinan la influencia
y receptividad de los líderes en sus comunidades.
Por supuesto, la actuación de Francisco
es lo que inyecta el verdadero poder a sus opiniones. Basta ver que reforma a
su iglesia con propuestas que son creíbles porque van de la mano con
demostraciones que provienen de su vida. El ideario del cambio social exige que
las transformaciones comiencen por casa, enseña el apostolado de este
sacerdote. Además, sus logros corroboran que el éxito de la renovación que
realiza se origina en sus decisiones, no en la publicidad de sus declaraciones.
El mundo de hoy reclama que las prédicas
se correspondan con las acciones. La gente está cansada de discursos
desprovistos de testimonios concretos. De allí el impacto que en la opinión pública
mundial producen los pensamientos del Papa. Entre lo que dice y hace no hay
grietas; tampoco contradicciones. La admiración que genera proviene de la
coherencia que su actitud registra. Habla de austeridad al tiempo que se
despoja de las riquezas que sus antecesores exhibían; promueve la tolerancia y
trata por igual con cristianos y musulmanes; homosexuales y heterosexuales. El
castigo que aprueba para el delincuente lo solicita para el cardenal pedófilo o
corrupto; visita a presidentes y presidiarios.
Por cierto, sería conveniente que los
directivos de la oposición tomarán nota de las enseñanzas que está dejando el
papado de Francisco. Por ejemplo, que acompañen con hechos la tesis de la
unidad popular que promueven; pues a la vista del electorado no resulta
congruente que hablen de unidad mientras en sus filas aún mantienen una disputa
por la tarjeta única. Tampoco queda bien parada la arenga de la unidad cuando
priorizan la discusión sobre los derechos de sus dirigentes por encima de los
problemas que están trastornando la vida de las mayorías.
Es cierto que algunos sectores solicitan
que el tema de las condiciones legales de algunos de sus directivos se mantenga
caliente hasta que se restituyan sus derechos y libertades. Sin embargo, parece
contraproducente permitir que esos reclamos ocupen el centro de la campaña.
Entre otras cosas porque el debate sobre los postulados del cambio político es
el que arrasaría con los candidatos del oficialismo, no el que personaliza la
aplicación de los principios y derechos constitucionales.
Corresponde que la oposición evite
apellidar la campaña. Su oferta de cambio podrán asociarla con la situación en
la que se encuentran algunos dirigentes; pero no irá a ninguna mientras esté
desconectada de una visión que apoye la igualdad y la inclusión. Sobre todo,
porque la derrota electoral del gobierno supone contar con el consentimiento de
la militancia chavista. De hecho, para ganar la mayoría absoluta de la Asamblea
la MUD necesitará una corrida de electores; una avalancha en la que el voto
socialista será decisivo.
Ahora bien, siempre existirá la
posibilidad de que la oposición apueste al triunfo modesto; esto es, a la
conquista de la mayoría simple. En ese escenario será muy probable que se
exacerbe la arbitrariedad y la acción ilegal del gobierno. De allí el reto que
tiene la oposición de revolucionar sus idearios, compromisos y prácticas para
obtener una victoria contundente; la mayoría absoluta. En el entendido que con
ese logro se conseguiría subir tan solo uno de los peldaños que los venezolanos
necesitan para negociar en condiciones paritarias con la inescrupulosa cúpula
que administra el Estado.
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