Fernando Mires 18 de julio de 2015
Leyendo titulares de periódicos después
del acuerdo entre Grecia y sus acreedores, la impresión general es que una
dictadura económica dirigida por el “imperio alemán” ha obligado a Tsipras a
humillarse al precio de sacrificios que deberán pagar los sectores más
empobrecidos del país.
Los medios coinciden en un punto: el
tema de Grecia es un tema exclusivamente financiero, es decir no es un tema
donde lo que realmente estuvo y estará en juego es la integridad política del
continente. Integridad que pasa por el Euro pero no termina en el Euro.
La reducción de la identidad europea al
mero ámbito financiero ha abierto flancos a los movimientos y partidos
eurofóbicos, algunos con una retórica heredada de las izquierdas estalinistas,
otros de las del antiguo fascismo, pero la mayoría esgrimiendo argumentos de
carácter político. Todo lo demagógicos que se quiera, pero políticos.
Que en la “defensa” de Grecia en contra
de la “oligarquía de Bruselas” (Marine Le Pen) hayan coincidido casi la
totalidad de los partidos de la ultraderecha con los de la “nueva izquierda”,
todos a la vez simpatizantes de la Rusia de Putin, es un hecho altamente
significativo.
Aparte de que una vez más se comprueba
que entre los extremos hay coincidencias, o que las líneas divisorias entre
izquierda y derecha son cada vez más difusas, es importante destacar que el
auge de los movimientos y partidos nacional-populistas obedece a razones no
creadas por ellos. En ese punto los europeos parecen no haber aprendido de las
trágicas historias vividas durante el siglo XX.
El nazismo, para poner un ejemplo, no
surgió de la nada. Hitler no inventó el tratado de Versalles ni a las
reparaciones de guerra impuestas a Alemania por los aliados después de 1914.
Tampoco inventó la desocupación laboral ni la inflación desatada durante y
después de la República de Weimar. Mucho menos inventó el peligro de la
expansión de la URSS bajo Stalin. Todo eso era verdad. Que eso hubiera servido
para que Hitler se hiciera del poder hay que adjudicarlo no solo a su habilidad
sino también a la complacencia de tantos demócratas que eligieron hundir la
cabeza en la arena. Hoy, la mayoría de los gobiernos europeos practica, igual
que antes, la política del avestruz.
La gran mayoría de los gobiernos
europeos trata de enfrentar los problemas reales de Europa con medidas
puramente burocráticas sin nombrar las razones que los han provocado ni los
medios para enfrentarlos. Así, quieran o no, los burócratas de la política han
abierto el camino al nacional-populismo como ayer se lo abrieron al
nacional-socialismo.
El término burocracia no es de por sí
negativo. La burocracia bien organizada es un medio auxiliar de partidos y
gobiernos. El problema surge cuando la función de la burocracia sobrepasa a la
de la política, o para decirlo en términos weberianos, cuando la lógica de la
razón instrumental subordina a la lógica de la razón política.
Entendemos por lógica de la razón
política la que surge de la representación de determinados intereses en
antagonismo con otros intereses. Es decir, se trata de las tres dimensiones de
la política: la representación, los intereses y el antagonismo. Faltando una de
ellas, la política pierde consistencia y es degradada a una actividad puramente
administrativa. En ese sentido los partidos y movimientos nacional-populistas
son solo un síntoma de la degradación burocrática de la política.
Mientras la clase política europea se
niega a nombrar a los verdaderos problemas por su nombre, los
nacional-populistas, como los fascistas de ayer, nombran a los verdaderos
problemas pero con un nombre falso.
Pongamos el caso de las migraciones,
unos de los temas preferidos del nacional-populismo de “derecha”. Frente a ese
tema, dichos partidos ofrecen una solución simple: cerrar las fronteras,
levantar muros y alambradas (Hungría) y detener así a las por ellos llamadas
invasiones extranjeras.
Ante esa postura demagógica ¿Quién ha
tenido el valor de decir que las migraciones no son un problema puramente
demográfico sino el resultado de atroces guerras provocadas no pocas veces por
los propios países europeos? ¿Quién ha dicho que las formas de gobierno de los
pueblos africanos fueron destruidas por una colonización sin la cual la
próspera Europa no habría existido jamás? ¿Quién ha dicho que la
desertificación de África y las consiguientes hambrunas son un producto de la
era industrial europea y de sus nefastas influencias sobre el clima?
O pongamos el caso de la deuda griega,
uno de los temas preferidos del nacional-populismo de “izquierda”. ¿Quién ha
dicho que el desorden de la economía griega no es un producto del capital
extranjero ni de la prepotencia de Alemania sino de la política de un partido
socialista, el PASOK, partido que practicó la más descomunal corrupción,
destruyó el aparato productivo y llevó a cabo una política basada en dádivas y prebendas?
¿Quién ha dicho que Syriza y Podemos no son partidos nuevos sino solo los
continuadores del antiguo populismo demagógico del PASOK y del PSOE?
¿Quién ha dicho que la función de Europa
no es mantener al Euro sino que el Euro cumple la función de mantener la unidad
europea, unidad que no se hizo para que sus naciones se amen, sino para
enfrentar a enemigos comunes? ¿Quién nombra a la Rusia de Putin, convertida en
aliada y protectora de los movimientos y partidos ultranacionalistas de Europa?
¿Quién nombra al expansionismo económico de China? ¿Quién -aparte de los partidos xenófobos- nombra al terrorismo
islamista? ¿Quién nombra -ese es el punto- a los enemigos (externos e internos)
de Europa?
A veces los burócratas y los demagogos
se encuentran y coinciden entre sí. Wolfgang Schäuble, el gran burócrata
alemán, propuso la salida de Grecia de Europa. Yanis Varufakis, el gran
demagogo griego, propuso la salida de Grecia de Europa. El primero, como si
fuera el contador de una empresa financiera, sacó cuentas y descubrió que era
más rentable económicamente tener a Grecia afuera que adentro. El segundo, como
el gran demagogo que es, descubrió que una Grecia fuera de Europa puede
convertirse en catalizador de una revolución “anticapitalista” europea e incluso
mundial. ¿Qué tienen en común ambos? A ambos les une una radical indiferencia
por la suerte que correrán los ciudadanos griegos en una Grecia no-europea. A
ambos, de igual modo, la unidad política de Europa les importa un bledo.
Cuando la política calla y es convertida
en simple administración llega inevitablemente la hora de los demagogos. Ese es
el problema: el actual enfrentamiento que tiene lugar en la mayoría de las
naciones europeas ya no es el de las izquierdas contra derechas, sino
simplemente el de burócratas contra demagogos.
Y cuando los demagogos han sido
enfrentados por burócratas –y no por políticos responsables y combativos-
siempre han vencido los demagogos. Esa es la triste lección de la historia
reciente de Europa.
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