Carlos Raúl Hernández 02 de julio de 2015
@Carlosraulher
Stalin, Hitler, Mao o Fidel Castro, son
voces asociadas a estremecedores sufrimientos humanos, al crimen desenfrenado
en el poder, mientras muchas naciones florecían a la libertad y la prosperidad.
Hoy para cualquier ciudadano medio de una sociedad democrática -francés
canadiense, australiano-, suenan como ecos de delirios, equivocaciones en la
genética de la historia, serpientes voladoras. Sólo que esas supuestas
anomalías ya distantes, remotas, anacrónicas para quienes piensan que la
historia posee alguna dirección y que va o debe ir a alguna parte, por el
contrario, siempre acechan. Basta que un pistolero inescrupuloso y con talento
presione a fondo las instituciones democráticas para que se dobleguen.
Monstruoso, Ricardo III sedujo en plenas
exequias de su marido, a la mujer a la que había dejado respectivamente
huérfana y viuda. No todas las revoluciones fueron meros anacronismos. Unas
abrazaron proyectos modernos. La revolución rusa fue producto del pensamiento
social europeo y desarrolló un modelo que dividió la humanidad por la mitad
hasta 1989, pese a que Lenin dedicó su último aliento a retornar la propiedad
privada al campo y evitar la dictadura feroz que veía en los gélidos ojos de
Stalin. En veinticinco sangrientos años, este realiza el proceso de acumulación
de capital que en Europa había tardado siglos. La base teórica lucía firme como
canta esa oda al industrialismo y el progreso capitalista, el Manifiesto
Comunista.
Repartir,
repartir…
Dice el Manifiesto que la sociedad
burguesa había creado los medios para producir la riqueza y la felicidad de
todos, lo que hacía falta era socializarla, distribuirla. Por lo tanto debían
conservarse muchos elementos de la vieja sociedad, desaparecer otros y construir
la nueva a partir de tales bases. La era revolucionaria nacía maculada con la
idea de que el fin justifica los medios, pero sus acciones obedecían a una
lógica, un proyecto de “ingeniería social holística” en el sentido popperiano,
a una racionalidad que cautivó abrumadoramente a la inteligentzia por siglo y
medio hasta que todo se pulverizó con el Muro de Berlín. El modelo era
intrínsecamente perverso y obligó a sus detentores a convertirse en carniceros
para mantener el poder.
Tiranías terroristas sin control de megalómanos infernales que
asfixiaron la libertad, la producción de riqueza y la vida civilizada. Quienes
no accedieran a arrastrarse frente a ellos, pagaban con el horror. Con el Gran
salto hacia adelante (1958-1961) Mao imita a Stalin en el proyecto de convertir
China en una potencia industrial. Arranca a los campesinos de su labor y trata
de convertirlos en obreros siderúrgicos, con lo que produjo un genocidio que
Yang Jisheng, Frank Dikötter y Paul Kennedy consideran el mayor del siglo XX,
entre treinticinco y cincuenticinco millones de muertos. Ante su defenestración
por el mismísimo Partido Comunista, Mao decidió emprender su verdadera
revolución: devastar todo para recuperar el poder, con la coartada de
“erradicar el viejo orden”.
Mao
destruye todo
Empezó por el Partido Comunista, y
siguió con el ejército, las universidades, escuelas, instituciones financieras,
sociales, culturales (no se salvaron Confucio ni Beethoven) para sustituirlos
por el Libro Rojo, y el poder pasó a una organización terrorista llamada la
Guardia Roja. En este delirio barbárico se quemaban grandes obras de la cultura
china, libros, cuadros, instrumentos musicales, edificios “del pasado”. La
hambruna se hizo endémica y la miseria unificó a la sociedad china hasta que, a
la muerte de Mao en 1976, Deng Xiaoping derrotó a la esposa de este, Chiang
Ching, exprostituta de Shangai conocida en su trabajo como “Manzana Azul”, que
aspiraba la sucesión. Los jemeres rojos de Cambodia, emprendieron la
aniquilación radical sin etapas previas.
Era el simple odio desatado por las
calles. A todo el que supiera alguna lengua extranjera, careciera de callos en
las manos o usara anteojos lo asesinaba sin compasión un ejército de niños “no
contaminados”. Pol Pot se dedicó metódicamente a arrasar Ponh Penh, a
desurbanizar el país y campesinizarlo. Las revoluciones comenzaron con
proyectos de ingeniería social, como la soviética, y ocasionaron daños
terribles a la humanidad. Pero aún más terribles fueron las que sólo encarnaban
resentimiento, odio y megalomanía, como los jemeres, el llamado “socialismo
africano” y la Revolución Cultural. Las representaron genuinamente los niños
que ponían a sus maestros en un rincón, con orejas de burro y que gastaban el
ocio disparando contra pianos Stenweiss y violines de colección. En América
Latina no podrá consolidarse una empresa de destrucción ciega. El proyecto
bolivariano agoniza.
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