Carlos Raúl Hernández 24 de agosto de 2015
Para
Dubra que me dio la idea
El
hombre a caballo, el caudillo de las guerritas civiles -generalmente por
tierras o monedas de oro-, que lesionaron el proyecto latinoamericano, era el
símbolo de la redención, el guerrillero heroico. A partir de los años sesenta y
setenta, paulatinamente, bajo el influjo de Perón, mutó a la versión conocida
como militar nacionalista y luego el militar socialista o progresista, que
traiciona sus juramentos e invade la política, mundo del que desconoce casi
todo. Desde Caamaño en República Dominicana, pasando por Velasco Alvarado en Perú,
Juan José Torres en Bolivia, Torrijos en Panamá, el subcontinente sufrió
gorilas pomposos, engolados, megalómanos, ágrafos y fanáticos. Todo el que
ignora qué es la política y la pretende, viene con la mollera llena de
sentencias, emotividades, moralismos, desplantes, jaquetonería, apremios,
bobadas trágicas para la conducción colectiva.
Tal
prontuario de quejicas propias de la conversación de barbería y supermercado,
es lo que el radicalismo toma por discurso y su odio contra los partidos se
debe a que éstos no divagan en ese predicamento de peluquería. Es interesante
estudiar cómo tales lugares comunes sustituyen la capacidad de raciocinio
político en quien no tiene el entrenamiento necesario, y promueven su furia. La
actividad castrense moderna se basa en uno de esos milagros de la sociedad
democrática: la comunidad entrega a un grupo de ciudadanos todo el poder de
fuego para que la defiendan y obedezcan a los políticos, hombres desarmados, en
uso de la misma soberanía que les entregó las armas a aquellos. Su tarea es
noble y esencial: proteger la nación de sus enemigos externos. Sobre ese
principio, el monopolio institucional de la fuerza, se basa la gobernabilidad
de todas las sociedades democráticas modernas.
Armados obedecen a desarmados
La
imperdonable traición a la democracia, y una cadena terrible de desgracias,
arranca cuando los uniformados pretenden controlar las armas y también el
poder. Las desventuras se materializan porque la formación de los militares es
por esencia autoritaria y no aprendieron las destrezas necesarias para la
conducción pluralista. Aprenden durante su carrera a mandar y obedecer, como
corresponde a los oficios de la guerra. A nadie se le ocurre que en una batalla
los subordinados cuestionen órdenes superiores y si lo hicieran, se exponen a
merecidas sanciones. La complejidad del entorno social, conformado por
intereses opuestos y legítimos, es totalmente distinta y obliga a la
disposición contraria: el diálogo. Las decisiones deben discutirse con muchos
sectores por diversas razones. En primer lugar porque la estructura social y
sus problemas son de enorme complejidad y enfrentarlos requiere un ejército,
pero de expertos y conocimientos.
Temas
ambientales, sanitarios, urbanísticos, estéticos, laborales, empresariales,
internacionales, culturales, financieros, jurídicos, sociales, étnicos,
comunicacionales requieren que el liderazgo se nutra del entorno para buscar
esos saberes específicos en la sociedad civil, y aporten la capacidad de
conducción política de la que esa sociedad carece. El saber que se exige a los
conductores es exclusivamente conducir, saber canalizar los conocimientos de la
sociedad y convertirlos en decisiones, y la nuez de esa condición es el
consenso, el diálogo con todos. Eso no existe ni puede existir en la formación
militar. Por tal razón el caudillismo pertenece a sociedades o mentalidades
primitivas, premodernas. El liderazgo actual es de equipos y amplias consultas.
Cuando aparece el hombre fuerte que actúa por su cuenta, hace el ridículo, y
cuando triunfa lleva su país al desastre.
Liderazgo formado en la lucha
Gran
parte de Venezuela rechaza la autocracia porque sus valores cuajaron en 40 años
del Pacto de Punto Fijo y tiene hoy nuevos grupos dirigentes de diversas
edades, probados en la lucha. Aprendieron a pelear y dialogar en esa
extraordinaria escuela de la Unidad. Han pasado por golpizas, insultos y
calabozos y por largas discusiones para escoger candidaturas, elaborar
programas y estrategias, y mantienen viva la esperanza, que el radicalismo casi
mató hasta 2005. Eso que algunas élites ilustradas pero desconocedoras de la
política elemental le critican, la discusión, la moderación, el rechazo a las
salidas histéricas y egocéntricas, la paciencia, la vocación por el diálogo, es
un capital que no posee nadie que no haya participado en este debate. Además de
los elementos señalados al comienzo, eso hace improbable que algún uniformado
posea las dotes para “salvar al país” que lleva 17 años de militarismo.
La
reconstrucción necesita diálogo con todos los grupos, sindicatos, gremios,
universidades, dirigidos por partidos políticos que pasaron por ese aprendizaje
de la toma decisiones. El líder será aquel que pueda convencer de su condición
a toda esa complejidad y logre su apoyo. Ningún hombre providencial,
aterrizado, outsider, puede pensarse como alternativa, que si llegara sería un
nuevo salto al vacío, mucho más si viene imbuido de la metafísica castrense. En
un proceso de cambios, a los militares se les exigirá que hagan su trabajo,
para el que están formados y no que irrumpan en otros para los que no lo están.
Tienen un sitio de honor en la república democrática que no deberían deshonrar
con pretensiones descabelladas.
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