Nina L. Khrushcheva 21 de agosto de 2015
En este mes hace veinticuatro años que
los intransigentes soviéticos, deseosos de detener la naciente transición
democrática del país, detuvieron a Mijail Gorbachev y declararon la ley
marcial. Millones de manifestantes reaccionaron invadiendo las calles de Moscú
y otras ciudades de toda la Unión Soviética. Elementos decisivos del Ejército
se negaron a aceptar el golpe y éste no tardó en desplomarse, seguido pronto
por la Unión Soviética.
Aunque las condiciones económicas eran
terribles en los últimos meses de la URSS, la población veía las libertades que
estaban llegando y, a diferencia de lo que sucede actualmente, estaba dispuesta
a defenderlas. De hecho, en los primeros años de la transición democrática que
siguieron, la mayoría de los votantes poscomunistas no sucumbieron a la
tentación de elegir a extremistas que prometían poner fin a los tiempos
difíciles que estaban padeciendo, sino que eligieron al candidato más idóneo a
su alcance.
Los rusos rechazaron, por ejemplo, a
Vladimir Zhirinovsky, un payaso nacionalista y antisemita del estilo de Donald
Trump, en favor de Boris Yeltsin, que afrontó los tanques durante el fracasado
golpe de 1991 y reconoció que el futuro de su país pasaba por la democracia y
Occidente. En Rumania, el poeta extremista Corneliu Vadim Tudor perdió a favor
de una sucesión de pragmáticos corruptos, comenzando por Ion Iliescu, que había
encabezado el derrocamiento del último dirigente comunista del país, Nicolás
Ceauşescu.
Desde entonces, el mundo ha dado un
vuelco. Al resultar más fácil la vida, al quedar satisfechas en gran medida las
esperanzas materiales de la población, los votantes han apoyado cada vez más a
los neoautócratas que prometen “proteger” al pueblo de esta o aquella amenaza.
El Presidente de Rusia, Vladimir Putin, encabeza, naturalmente, ese grupo, pero
tampoco hay que olvidar al Primer Ministro de Hungría, Viktor Orbán, y al
Presidente de la República Checa, Miloš Zeman, y esa tendencia se extiende
allende los países ex comunistas para incluir, por ejemplo, al Presidente de
Turquía, Recep Tayyip Erdoğan.
El filósofo francés Jean-François Revel
vio que el ascenso de las dictaduras violentas en el siglo XX se debía a una “tentación
totalitaria.” Lo que estamos presenciando actualmente es algo un poco
menos siniestro –llamémoslo “tentación autoritaria”–, pero se trata de una
amenaza en aumento no sólo para la democracia, sino también para la estabilidad
mundial. Al fin y al cabo, lo único que los autócratas actuales tienen en común
con sus predecesores totalitarios es el desprecio por el Estado de derecho,
tanto nacional como internacionalmente.
Una causa de ese cambio hacia el
autoritarismo es la de que muchos países ya no consideran a los Estados Unidos
un faro de democracia y un modelo de estabilidad y prosperidad digno de
emulación. La afirmación
de Putin de que la democratización es en realidad un complot americano
“para conseguir ventajas unilaterales" resuena en muchas sociedades a raíz
de la desastrosa invasión del Iraq y las revelaciones sobre el espionaje de
ciudadanos y dirigentes de todo el mundo por parte de la Agencia de Seguridad
Nacional.
Pero, antes incluso de esa evolución de
los acontecimientos, los vencedores de la Guerra Fría –y, en particular, los
EE.UU.– estaban exhibiendo una jactancia que probablemente se enajenó a muchos.
Cuando incluso los aliados son tratados con falta de respeto –recuérdese el
infame grito de George W. Bush de “¡Eh, tú, Blair!”, como si el entonces Primer
Ministro de Gran Bretaña Tony Blair fuera un vaquero–, la gente se pregunta,
naturalmente, si también se considera sometido a su país.
Los dictadores “blandos” en ascenso –los
que el periodista Bobby Ghosh llama demócratas autoritarios– han recurrido a
esas sensaciones de incomodidad y alienación para atraerse a votantes. Sus
partidarios no quieren ser oprimidos, sino que desean estabilidad y soberanía
nacional, que sus dirigentes les brindan en parte limitando la oposición.
En vista del alcance de los medios de
comunicación de masas y redes sociales actuales, basta con poner la mira en
pocas personas para intimidar al resto de la sociedad a fin de que se ajusten a
la visión del dirigente. De modo, que, en lugar de crear gulags, los
neoautoritarios promueven causas penales. Los acusados comprenden desde los
oponentes políticos y los críticos en Rusia –como, por ejemplo, el
oligarca Mijail Jodorkovsky y el abogado anticorrupción Alexei Navalny–,
pasando por los periodistas independientes en la Turquía de Erdoğan.
Los ciudadanos parecen convencidos. Al
menos el 70 por ciento de los rusos convienen con Putin en que esa clase de
“democracia dirigida" es superior a la caótica versión practicada en
Occidente. Casi la mitad de los ciudadanos de Hungría consideran innecesario
formar parte de la Unión Europea, de cuyos valores liberales se burla Orbán. Y
más del 70
por ciento de los turcos tienen una opinión negativa de los EE.UU., a
los que Erdoğan acusa del ascenso de los medios de comunicación social (la
“peor amenaza” que afronta Turquía actualmente: peor incluso, al parecer, que
los mortíferos ataques del Estado islámico en las ciudades turcas).
Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín,
la gente no entendía la vinculación entre capitalismo y democracia. Muchos
querían un estilo de vida occidental, con acceso a las clases de empleos y
bienes disponibles en los EE.UU., pero no parecían reconocer que el acceso a
dicho estilo de vida requiere una libertad económica y personal cada vez mayor:
la clase de libertad precisamente que sustenta las sociedades democráticas.
Si en la situación actual las potencias
occidentales intentaran señalárselo a los ciudadanos de Rusia, Hungría o
Turquía, probablemente alimentarían un resentimiento aún mayor. La mejor opción
sería influir en los dirigentes de los países. Si los Putin, Erdoğan y Orbán
del mundo quieren seguir beneficiándose económicamente del sistema internacional
abierto, no pueden, simplemente, inventar sus propias reglas.
Se puede ver el poder de ese
planteamiento en Rusia, donde las sanciones occidentales, impuestas a
raíz de la anexión de Crimea por Putin, son el factor principal que limita la
incursión de los rebeldes prorrusos en la Ucrania oriental. Las medidas
adoptadas por Putin a fin de reclamar la categoría de “gran potencia” para
Rusia pueden encontrar apoyo en su pueblo, pero éste probablemente mermará, si
los rusos afrontan la perspectiva de perder todas las comodidades debidas a la
economía relativamente abierta que su país ha tenido durante más de dos
decenios.
En un momento en el que a los rusos se
les deniegan cada vez más los pasaportes para viajar fuera del país, los
tentados por el autoritarismo harían bien en recordar la elemental afirmación
hecha por John F. Kennedy en su discurso de 1963 en Berlín.
“La libertad representa muchas dificultades y la democracia no es perfecta”,
dijo Kennedy, “pero nunca hemos tenido que construir un muro para mantener
dentro a nuestra población”.
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Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Nina L. Khrushcheva es decana de la
Nueva Escuela de Nueva York e investigadora superior en el Instituto de
Política Mundial, donde dirige el Proyecto Ruso.
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