por Leonardo Morales
Las circunstancias del país
son difíciles y nadie lo niega. El gobierno anda con la “coctelera” encendida y
la sirena a todo volumen. El frio que recorre la columna vertebral de la alta
jerarquía roja los tiene disparando a todos lados y no es para menos.
Los sondeos de opinión de
agosto les heló la sangre: el 80% de los encuestados (IVAD) revelan que la
situación del país está entre mala y muy mala. Esta dramática percepción indica
que los venezolanos ya no otorgan esperanzas a que el modelo económico responda
favorablemente a los intereses colectivos, por el contrario, sienten la
necesidad de producir cambios inmediatos que permitan revertir lo que puede
convertirse, hacia allá va, en una devastadora crisis social.
Sigue siendo el alto costo
de la vida y el desabastecimiento con 41% y 81.8% respectivamente, los temas
que más agobian a la población seguido de la inseguridad que alcanza el 68.9%. La
aventura socialista en Venezuela, a la luz de estos indicadores, ponen de
manifiesto su inviabilidad. Nada que no se haya dicho antes.
La tragedia de Maduro y su
gobierno es que estas cifras se consolidan cada vez más y, para colmo de sus
aspiraciones de perpetuarse en el poder, deben concurrir a un proceso electoral
el 6 de diciembre, teniendo como antecedente que el 87.2% de los venezolanos
siente que el país va por la dirección equivocada.
El gobierno, próximo a
recibir una derrota electoral colosal, lejos de buscar enfrentar el problema,
de modificar el rumbo económico causante de esta devastadora crisis, huye con
el rabo entre las piernas y pretende colocar las causas de su tragedia en
terceros: en la guerra económica, que nadie creyó; en las empresas privadas,
siempre vigiladas y amenazas por el régimen; y ahora como muestra del desvarío,
recurren al enemigo externo para justificar tan enorme fracaso.
El grave problema que
atraviesa el país está conectado con un ejercicio populista de la gestión
pública que se inició con el padre de la destrucción del país, en el momento en
que las instituciones sociales y políticas existentes a finales del siglo
pasado dejaron de cumplir su rol como garantes de un orden social estable.
Con Chávez el populismo
venezolano tuvo un auge significativo. Él pudo resumir en su personalidad un
liderazgo carismático, indispensable, aunque no suficiente, para sembrar
esperanzas y ganar confianza y legitimidad en las ejecutorias del gobierno.
Pero no solo el carisma era importante, pues requería de un Estado
redistribuidor de renta a “mano suelta”, siempre escasas, para tranquilizar las
aspiraciones de sus seguidores, generalmente sedientas de mucho más. El difunto
presidente se deslizó entre lo que llamaríamos el populismo clásico y el
neopopulismo, al incorporar una lógica de transgresión, descalificación y
subversión del entramado institucional profundamente debilitado desde finales
del siglo pasado. A todo ello contribuyó enormemente la postura antipolítica
del pasado con las suyas, para soslayar las estructuras de representación.
Con Maduro la cosa es
distinta. No quiso imprimir un cambio en la forma de gobernar y mucho menos
introducir una reorientación en el rumbo económico, cuando era previsible lo
insostenible del modelo. Quiso y sigue tratando de imitar y parodiar al
difunto, pero lo hace mal. No es carismático ni ejerce liderazgo alguno en la
sociedad. Quiere ser un gran redistribuidor de renta pero tiene las arcas
vacías y el precio del crudo sigue bajando.
Maduro pudo imprimir un tipo
de gobierno distinto pero su talento y las ataduras a recetas ideológicas
fracasadas se lo impidieron. No se equivoca el 79.6% de los encuestados cuando
califican su gestión -la de Maduro- como de mala y pésima.
29-08-15
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