NESTOR MORA 25 de agosto de 2015
Sin la
Gracia de Dios, poco podemos hacer. Nos encanta etiquetarnos porque de esta
forma señalamos quienes no están en su misma línea de entendimiento, sentimiento
o actuación. Somos limitados y quien no se ajusta a nuestras propias
limitaciones, le solemos etiquetar de formas muy poco bonitas. Es la forma que
tenemos de sentirnos aparentemente especiales o diferentes.
Cristo
ya señaló ese problema utilizando a los fariseos. Los fariseos eran un grupo de
personas que daba mucha importancia al cumplimiento de todos los preceptos y
por lo tanto, caían fácilmente en la soberbia y la hipocresía. Ya sabemos que
los señaló como “sepulcros blanqueados”, es decir, personas que por dentro
estaban muertas pero por fuera parecían maravillosas.
El
problema de los fariseos no era intentar cumplir los preceptos, sino la
hipocresía que muchos llevaban dentro. Hipocresía que les impedía juzgar
rectamente y comprender, limitándose a condenar en base a pre-juicios. Cristo
se relacionó con fariseos como José de Arimatea o Nicodemo. A estas personas no
les llamó sepulcros blanqueados y les consideraba sus amigos. En el Evangelio
encontramos pasajes en los que Jesús y los fariseos aparecen en actitudes
pacíficas y amigables. Veamos lo que nos dice San Agustín sobre esto:
Quien
se hace
demasiado justo, por
esa demasía se
hace injusto. Y
demasiado justo se
hace quien dice
no tener pecado
o quien cree que
le es suficiente
su voluntad y no necesita
de la Gracia
de Dios para ser
justo; ni es
justo por su
vida recta, sino
más bien un soberbio
creyéndose lo que
no es. San Agustin (Tratado sobre
el Evangelio de San Juan 95,2)
Quien
dice y hasta se cree, que no tiene pecado, es quien es capaz de condenar a su
hermano por cualquier apariencia que le parezca incómoda. Por ejemplo, solemos
etiquetar a quien no hace un acto ritual o
a quien lo hace. Todo depende de nuestra comprensión del acto que
nuestro hermano realiza o no realiza. No es la primera vez que alguno de
nosotros critica a una persona por arrodillarse para recibir la comunión. Ese
es el problema que todos llevamos dentro: nuestra tendencia a despreciar y a
sentirnos superiores, basándonos en las apariencias. En el fondo todos somos un
poco o un mucho fariseos. Fariseos de un lado o de otro.
El
fariseismo tiene un síntoma muy evidente: etiquetar al hermano. Decir que otra
persona es un ultra, hereje, fundamentalista de un signo u otro, no hace más
que evidenciar que no somos capaces de ver en nuestro hermano nuestras propias
limitaciones y errores. Etiquetando nos sentimos perfectos frente a la
imperfección de quien tenemos delante. Ojo, prejuzgar y condenar todos lo
hacemos. Lo difícil es juzgar rectamente y con caridad, como nos pide Cristo.
Condenar es algo que está dentro de nuestra naturaleza humana, pero que sea
humano no quiere decir que no contemos con la Gracia de Dios para cambiar.
Una de
las características de la postmodernidad son las etiquetas. La necesidad de
sentirse parte de algo más grande, pero que a la vez nos diferencie de los
demás. Las tribus urbanas son el evidencia de esta tendencia a
auto-etiquetarnos y etiquetar a los demás. Dentro de la Iglesia esta cultura
del etiquetado hace mucho daño y nos enfrenta constantemente. Hay que ser
espacialmente humilde para saber ver en el hermano todo lo bueno que tiene. En
la medida que lo hagamos, nos daremos cuenta de cuantas bendiciones nos regala
el Señor por medio de quienes nos rodean.
Fijaos
en los buenos para imitarlos; sedlo, y los encontraréis. Si, por el contrario,
comenzáis a ser malos, creeréis que todos lo son San Agustin (Sermón 260D,2).
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