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miércoles, 26 de agosto de 2015

El Muro, por @rgiustia



Roberto Giusti 25 de agosto de 2015
@rgiustia

Los colombianos son unos rateros que nos quieren quitar el Golfo. En cada colombiano  habita un embaucador de oficio, un carterista y un avezado engañador”. “Los venezolanos  son unos burros con plata,  mayameros arrogantes, flojos, patanes y nuevos ricos que van por el mundo derrochando  dólares y mal gusto”. Esas dos visiones extremas, lugares comunes reduccionistas, caricaturescos, circunstanciales, mudables e intercambiables,   entre las cuales  se desplazan actitudes más o menos afectivas, más o menos recelosas,  están signadas por el hecho irreversible de la vecindad perpetua y la  interacción de dos países que se atraen y repelen tanto para lo bueno como para lo malo.


Así como tiempos hubo en los que los venezolanos cruzaban la raya fronteriza entre el Táchira y el Norte de Santander, huyendo de la dictadura gomecista (Cúcuta y Pamplona eran más accesibles que Miami), también los hubo en los cuales los colombianos buscaban refugio en Venezuela, aventados  por el terror de La Violencia de los tempranos 50, luego del asesinato de Jorge Eliécer  Gaitán. Solo que ese tipo de inmigrante no ha sido el único  y el  tradicional tráfico estacional de braceros se fue convirtiendo en invasión pacífica por la llegada de cientos de miles de personas, la  mayoría indocumentada, a un país donde la riqueza fácil brotaba de todas partes y sobraban oportunidades de trabajo.

Como contrapartida, a partir de esa época los venezolanos, gracias al bolívar fuerte “saqueábamos” los comercios cucuteños llevándonos, a precios irrisorios, desde las papas, la carne y los granos, hasta los bocadillos veleños de La Parada, en la Villa del Rosario;  las golosinas del Palacio Blancor; los overoles (aún no les decían jeans) de Ropa El Roble; los fluxes de Los Tres Grandes o la mercancía del Ley, para entonces modernísima tienda por departamentos tipo “americano”. Luego, al regreso, había que pasar por la temible alcabala de Peracal donde la Guardia Nacional, según y como fueran las cosas, te quitaba todo, te quitaba algo, te pedía alguito o ni te revisaba

Mientras tanto, el fenómeno migratorio continuó creciendo a la sombra de la renta petrolera y colombianos de todas partes y condición entraban a  la tierra prometida cruzando el río Táchira o a través de los arenales de La Guajira para ocupar espacios en una sociedad que los necesitaba y rechazaba a la vez. Fue así como las domésticas y niñeras  colombianas, vitales instituciones de servicio en nuestro país, empleadas en casas de jerarcas  del régimen de turno o de militares, a menudo se consideraban  potenciales espías del DAS o integrantes de bandas de secuestradores. Lo mismo podía ocurrir con un latonero indocumentado  fichado como ladrón de carros  o una masajista como prostituta. Pero el clímax del anticolombianismo se produjo en los 80 con la incursión en aguas venezolanas de la corbeta Caldas, que excitó los arrestos bélicos y estuvimos a punto de ir a una de esas guerritas tipo tercer mundo.

Luego la desconfianza y el temor se fueron diluyendo con la crisis económica y concluido uno más de nuestros espejismos petroleros, las cargas parecían enderezarse para  equipararnos una vez más y volver a ser dos pequeños países atosigados  por la pobreza que se conocían muy poco y no deseaban otra cosa sino mantener sus acomodaticias visiones recíprocas. Solo que la inevitable interacción produjo un proceso de integración negativa, fenómeno a través del cual la violencia que asolaba  a Colombia se fue implantando en nuestro territorio, tomando por sorpresa a un Estado venezolano que había perdido  el control de vastas extensiones territoriales. Se empezó a sufrir, entonces, el accionar, ya no del contrabando histórico, sino  del  narcotráfico, la guerrilla y el  paramilitarismo.

A comienzos de siglo llegan al poder dos presidentes cuyas políticas fronterizas chocan de frente. Mientras Uribe aplica la denominada “seguridad democrática”, Chávez recibe en Miraflores a los jefes de las FARC, que se disputan con los paramilitares el control de zonas a donde ninguno de los dos Estados llegaba o llegaba mal. Viene luego un ciclo de rupturas y reconciliaciones entre ambos mandatarios y finalmente aparecen  los bien avenidos  Santos y Maduro. Pero la crisis, lejos de detenerse, se desata con toda intensidad y la tortilla  se voltea por  efecto del modelo económico venezolano. Entonces ya “los saqueados” son los venezolanos y los consumidores compulsivos los colombianos. Todo en medio de la corrupción, la fuga incontrolable de bienes,  la escasez y el desabastecimiento del lado venezolano. De allí el error de la tesis según la cual  los colombianos siguen emigrando a Venezuela. Todo lo contrario. Muchos están volviendo y con ellos no pocos venezolanos que buscan allí lo que no tienen aquí. Al fin y al cabo Colombia no es Somalia, cuyos nacionales mueren por llegar a una Europa que tampoco es Venezuela. Planteadas así las cosas está claro que erigir un muro invisible entre ambos países no resuelve el problema sino lo agrava y separa a dos comunidades que, en el fondo, son una sola. A menos que lo mantengan indefinidamente.

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