Roberto Giusti 25 de agosto de 2015
@rgiustia
Los
colombianos son unos rateros que nos quieren quitar el Golfo. En cada
colombiano habita un embaucador de
oficio, un carterista y un avezado engañador”. “Los venezolanos son unos burros con plata, mayameros arrogantes, flojos, patanes y
nuevos ricos que van por el mundo derrochando
dólares y mal gusto”. Esas dos visiones extremas, lugares comunes
reduccionistas, caricaturescos, circunstanciales, mudables e
intercambiables, entre las cuales se desplazan actitudes más o menos afectivas,
más o menos recelosas, están signadas
por el hecho irreversible de la vecindad perpetua y la interacción de dos países que se atraen y
repelen tanto para lo bueno como para lo malo.
Así
como tiempos hubo en los que los venezolanos cruzaban la raya fronteriza entre el
Táchira y el Norte de Santander, huyendo de la dictadura gomecista (Cúcuta y
Pamplona eran más accesibles que Miami), también los hubo en los cuales los
colombianos buscaban refugio en Venezuela, aventados por el terror de La Violencia de los
tempranos 50, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Solo que ese tipo de inmigrante no ha
sido el único y el tradicional tráfico estacional de braceros se
fue convirtiendo en invasión pacífica por la llegada de cientos de miles de
personas, la mayoría indocumentada, a un
país donde la riqueza fácil brotaba de todas partes y sobraban oportunidades de
trabajo.
Como
contrapartida, a partir de esa época los venezolanos, gracias al bolívar fuerte
“saqueábamos” los comercios cucuteños llevándonos, a precios irrisorios, desde
las papas, la carne y los granos, hasta los bocadillos veleños de La Parada, en
la Villa del Rosario; las golosinas del
Palacio Blancor; los overoles (aún no les decían jeans) de Ropa El Roble; los fluxes
de Los Tres Grandes o la mercancía del Ley, para entonces modernísima tienda
por departamentos tipo “americano”. Luego, al regreso, había que pasar por la
temible alcabala de Peracal donde la Guardia Nacional, según y como fueran las
cosas, te quitaba todo, te quitaba algo, te pedía alguito o ni te revisaba
Mientras
tanto, el fenómeno migratorio continuó creciendo a la sombra de la renta
petrolera y colombianos de todas partes y condición entraban a la tierra prometida cruzando el río Táchira o
a través de los arenales de La Guajira para ocupar espacios en una sociedad que
los necesitaba y rechazaba a la vez. Fue así como las domésticas y niñeras colombianas, vitales instituciones de
servicio en nuestro país, empleadas en casas de jerarcas del régimen de turno o de militares, a menudo
se consideraban potenciales espías del
DAS o integrantes de bandas de secuestradores. Lo mismo podía ocurrir con un
latonero indocumentado fichado como
ladrón de carros o una masajista como
prostituta. Pero el clímax del anticolombianismo se produjo en los 80 con la
incursión en aguas venezolanas de la corbeta Caldas, que excitó los arrestos
bélicos y estuvimos a punto de ir a una de esas guerritas tipo tercer mundo.
Luego
la desconfianza y el temor se fueron diluyendo con la crisis económica y
concluido uno más de nuestros espejismos petroleros, las cargas parecían
enderezarse para equipararnos una vez
más y volver a ser dos pequeños países atosigados por la pobreza que se conocían muy poco y no
deseaban otra cosa sino mantener sus acomodaticias visiones recíprocas. Solo
que la inevitable interacción produjo un proceso de integración negativa,
fenómeno a través del cual la violencia que asolaba a Colombia se fue implantando en nuestro
territorio, tomando por sorpresa a un Estado venezolano que había perdido el control de vastas extensiones
territoriales. Se empezó a sufrir, entonces, el accionar, ya no del contrabando
histórico, sino del narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo.
A
comienzos de siglo llegan al poder dos presidentes cuyas políticas fronterizas
chocan de frente. Mientras Uribe aplica la denominada “seguridad democrática”,
Chávez recibe en Miraflores a los jefes de las FARC, que se disputan con los
paramilitares el control de zonas a donde ninguno de los dos Estados llegaba o
llegaba mal. Viene luego un ciclo de rupturas y reconciliaciones entre ambos
mandatarios y finalmente aparecen los
bien avenidos Santos y Maduro. Pero la
crisis, lejos de detenerse, se desata con toda intensidad y la tortilla se voltea por
efecto del modelo económico venezolano. Entonces ya “los saqueados” son
los venezolanos y los consumidores compulsivos los colombianos. Todo en medio
de la corrupción, la fuga incontrolable de bienes, la escasez y el desabastecimiento del lado
venezolano. De allí el error de la tesis según la cual los colombianos siguen emigrando a Venezuela.
Todo lo contrario. Muchos están volviendo y con ellos no pocos venezolanos que
buscan allí lo que no tienen aquí. Al fin y al cabo Colombia no es Somalia,
cuyos nacionales mueren por llegar a una Europa que tampoco es Venezuela.
Planteadas así las cosas está claro que erigir un muro invisible entre ambos
países no resuelve el problema sino lo agrava y separa a dos comunidades que,
en el fondo, son una sola. A menos que lo mantengan indefinidamente.
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