ÁNGEL ARELLANO 10 de febrero de 2016
@angelarellano
En su
reciente artículo “El naufragio de la democracia”, Axel Capriles introduce un
cuestionamiento al sistema democrático a partir de la experiencia venezolana en
el siglo XXI: “Por medio del método democrático Hugo Chávez ascendió al poder y
por respeto a los formalismos del método democrático permitimos que el chavismo
se mantuviera durante más de 16 años en el poder. ¿Es correcto y útil un
sistema político que permite la devastación y desolación de un país? ¿Vale la
pena?”. La crítica, parte de una tesis superficial, que no por eso deja de ser
relevante: “el culto cuasi religioso del método democrático ha obrado en contra
de las mismas libertades e ideales que pregona”. Intentaré argumentar una
discrepancia con el Dr. Capriles.
Primero,
sí es cierto que la democracia sirvió como trampolín para el ascenso de Hugo
Chávez y el proyecto que inició un sostenido proceso de recentralización,
debilitamiento de la representación popular y liquidación de la división de
poderes. La Revolución Bolivariana es antidemocrática, con una carátula
moldeable a las circunstancias y un discurso internacional de reivindicación de
las libertades de un “pueblo” al que terminó llevando a una catástrofe
económica, política y social.
Segundo,
también es cierto que el sistema político venezolano se encontraba naufragando
como antesala al ascenso de Chávez, con partidos débiles y fragmentados, lo que
posibilitó la entrada del líder redentor que modificó la Constitución e hizo
del Estado un todo controlado por la Presidencia.
Tercero…
¿vale la pena la democracia?
Si
bien el culto a la democracia por la democracia misma, y no porque la sociedad
adopte un comportamiento cívico y democrático, ha colaborado con el
debilitamiento de esta forma de gobierno, al punto de llegar a niveles de
erosión institucional como en el caso de Venezuela en donde hay espacio para
que hoy algunos pensadores cuestionen la factibilidad de la democracia en un
país tan devastado, no es menos cierto que la democracia ha sido el sistema que
ha permitido mayor libertad y paz en los países que la practican (118 en 2013),
al tiempo que las sociedades con democracias de, digamos, “mayor calidad”,
poseen los mejores indicadores de bienestar, desarrollo e innovación del mundo.
¿La
democracia es imperfecta al punto de que existen momentos, como el actual
(partiendo de lo que se vive en Venezuela), en que pareciera más la enfermedad
que el antídoto? Sí. Y es así porque así se comporta el ser humano. La
democracia es en momentos sublime y en momentos caótica, como nuestra especie:
errante, sedentaria, belicista, incoherente, y lo es, porque ha podido ser
también emprendedora, buscadora de soluciones apostando a las transformaciones
radicales, adicta a la tecnología y a la reiteración en las interrogantes que
marcan nuestro camino: ¿Cómo?, ¿por qué? y ¿para qué? Somos lo primero porque
hemos podido ser lo segundo y es eso lo que nos sirve como referencia para
establecer una comparación sustantiva. De tal manera que la democracia se
inscribe en esta contraposición: es una respuesta a la barbarie, al absolutismo
y a las conductas totalitarias, para imponer la razón siempre imperfecta de la
mayoría. En esto último, la democracia ha evolucionado históricamente
incorporando a las minorías, a quienes en un auténtico sistema democrático se
les reconocen por igual sus derechos y opiniones.
Entonces,
es superfluo condenar al sistema democrático por transitar un momento crítico,
pues, como hemos sostenido, la democracia es una respuesta a la oscuridad, una
reacción de lo que entendemos como el “bien” (elecciones, representación,
división de poderes) contra el “mal” (imposición, dominación, dinastía,
represión).
En esa
respuesta a la oscuridad no todo es claro, encontramos diversas tonalidades,
todas son obra y gracia de la humanidad, por tanto, la responsabilidad siempre
se le debe adjudicar a sus creadores (o dirigentes), no a la creación.
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