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lunes, 4 de julio de 2016

Nativismos del siglo XXI, por @hectorschamis



HÉCTOR E. SCHAMIS 03 de julio de 2016

Concluída la Guerra Fría, los años noventa se caracterizaron por un generalizado optimismo. La noción de “paz democrática” se hizo popular. Nos dice que la difusión del mercado incrementa el comercio y la cooperación, evitando la hostilidad entre los Estados, y que las instituciones de la democracia favorecen métodos pacíficos de resolución de conflicto.


Así, la ampliación territorial del capitalismo democrático fue una invitación abierta a proclamar la obsolescencia de la guerra misma. Pero fue un optimismo prematuro, por decir lo menos. Las condiciones que hicieron posible la expansión del orden liberal internacional comenzaron a erosionarse mucho antes del Brexit de hoy.

De hecho, el siglo XXI comenzó signado por un terrorismo con mayor capacidad destructiva, como en aquel 11 de septiembre de 2001. La respuesta fue errada y desproporcionada, si no ilegítima. Bush decidió afrontarlo buscando armas químicas que no existían y en el lugar equivocado, en Irak. Y,  simultáneamente, con la confusión de ver aliados donde había rivales —el llamado eje del mal de Irak, Irán y Siria— mientras prolongaba la ocupación de Afganistán.

Fue un serio error de diagnóstico. Oriente Próximo emergió de allí con Estados colapsados en Irak, Siria y, más tarde, Libia. Hubo creciente movilidad territorial del terrorismo, inestabilidad en Egipto y fragmentación en todas partes. Estados Unidos quedó atrapado en el dilema de poseer el aparato militar más formidable del planeta pero ser incapaz de usarlo. Sin recursos fiscales, fue arrastrado a la “Gran Recesión” de 2008. Con limitaciones financieras, el uso de la fuerza perdió fibra argumental. De ahí la frecuente caracterización de Obama como “presidente reticente”. Pues lo ha sido.

En Europa la fragmentación se expresó en diversos ímpetus nacionalistas. El desempleo, las fallas de la función regulatoria de Bruselas y Frankfort, la explícita desafección de la sociedad con las instituciones políticas de la Unión, entre otros déficits, fueron propicios para la elaboración de formas locales de pensar la vida colectiva. La incertidumbre y el temor también alimentaron la intolerancia xenófoba, y con ellos la idea que un ordenamiento político micro permitiría resolver esos problemas, o al menos aislarse de ellos.

Irónicamente, la Guerra Fría había sido un período de estabilidad; medio siglo de una paz que Europa no conocía desde Westfalia en 1648. Pero otra Europa ha ido surgiendo en este siglo, acaso como aquella que describe Mark Mazower en Dark Continent: una Europa intolerante, inestable, casi siempre en conflicto y muchas veces violenta.

Rasgos autoritarios se observan hoy en los Gobiernos de Hungría y Polonia; la extrema derecha logra avances en Francia y Austria; el racismo se propaga y la amenaza de la secesión recorre el continente con renovado vigor, desde Escocia hasta Cataluña y pasando por el norte de Italia, la Padania. No se ve demasiada paz democrática.

Agréguese que todo este antiliberalismo resuena al otro lado del Atlántico con Trump. El actual desorden mundial, la pérdida del centro de gravedad del sistema internacional es testimonio de la declinación del principio de estabilidad hegemónica. Hay una cierta paradoja en el hecho que el orden internacional liberal haya sido una construcción realista, en definitiva, garantizado por la capacidad del hegemón de impartir normas y sancionar su incumplimiento.

La inestabilidad de hoy, entonces, debe verse en términos sistémicos, no será un mal pasajero. Ello por que los nativismos en boga tampoco son la manera de recobrar estabilidad. Por el contrario, son respuestas miopes.

Ocurre que la globalización, a la que tanto temen, seguirá su curso: los bienes, los servicios, las personas, la cultura y la información seguirán siendo móviles y continuarán desafiando las nociones tradicionales de soberanía. Desmantelar las instituciones de regulación y coordinación, que por definición deben ser supranacionales, implica dejar a esa globalización sin mediaciones, exacerbando, en lugar de moderar, sus efectos perversos, o sea, su capacidad de producir dislocaciones sociales y económicas.

Además de la inestabilidad, también la confusión es sistémica. La ironía suprema es que el resultado será precisamente más de aquello que los Brexits supuestamente buscan evitar.

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