MOISÉS NAÍM-FRANCISCO TORO 12 de julio de 2016
Hasta
hace poco, el régimen que fundó Hugo Chávez era objeto de fascinación para los
progresistas del mundo entero. Viajar a Venezuela a ver los logros de la
revolución bolivariana se hizo parte de la agenda de una buena cantidad de
activistas altermundialistas. La Venezuela de Chávez era celebrada.
Eso se
acabó. La calamidad no se celebra. Y culpar de la catástrofe venezolana a
Estados Unidos, a la oposición o a la caída de los precios del petróleo solo convence
a un menguante grupo de ingenuos —o fanáticos—. El régimen chavista ha perdido
su máscara: su militarismo, autoritarismo, corrupción y desprecio por los
pobres están a la vista.
¿Por
qué tardó tanto el mundo en enterarse? Porque Chávez acuñó un nuevo modo de
actuar en política en el siglo XXI conjugando un simulacro de democracia con
poder ilimitado y un boom petrolero.
El
primer ingrediente fue la manipulación del sistema electoral. Chávez
rápidamente entendió la importancia de no aparecer ante el mundo como un
militar más que gobierna autocráticamente. Mientras hubiese elecciones, él era
un demócrata. A muy pocos fuera de Venezuela parecían interesarles los
aburridos detalles acerca de listas de electores sigilosamente falseadas, el
ventajismo descarado, el uso masivo del dinero del Estado para comprar votos o
discriminar a la oposición o el hecho de que los árbitros electorales fuesen
activistas del partido del Gobierno.
Fue
así como Chávez se volvió un maestro en el paradójico arte de destruir la
democracia a punta de elecciones. Sigilosamente.
Los
venezolanos han votado 19 veces desde 1999, y el chavismo ha ganado 17 veces. Y
después de cada elección, la Constitución era violada un poco más, los
tribunales y organismos de control más cooptados, los contrapesos
institucionales más debilitados y las libertades más coartadas. El mundo no
dijo nada.
El
torrente de petrodólares que entró al país durante la larga bonanza petrolera
de 2003-2014 se vio amplificado por un masivo endeudamiento que hoy llega a
185.000 millones de impagables dólares. El dinero se usó con dos propósitos:
subsidiar el consumo de las clases populares y la corrupción de la oligarquía
chavista. Mientras tanto, la economía real se desbarrancaba. Con la
desaceleración económica y el colapso de los servicios públicos (seguridad,
salud, educación, etc.) fue menguando la popularidad del Gobierno, lo cual lo
forzó a cambiar de táctica: ahora toleraría derrotas electorales, pero no la
pérdida de poder. Así, poco después de perder el control de una institución
pública por la vía electoral, Chávez procedía arbitraria e ilegalmente a
quitarle recursos y poderes.
Cuando
Caracas eligió a un alcalde de oposición, Chávez primero le retiró sus
principales competencias y luego Maduro terminó encarcelándolo. Cuando los
votantes le dieron el control de la Asamblea Nacional a la oposición, el
Tribunal Supremo, abarrotado de chavistas, bloqueó cada uno de sus actos. Ahora
el Gobierno habla con desparpajo de eliminar por completo la Asamblea.
El
compromiso de Hugo Chávez con la democracia duró exactamente lo que duró su
mayoría electoral.
Algo
parecido ocurrió con los medios de comunicación. Chávez entendió que cerrar
medios independientes dañaría su reputación internacional. Pero para la
Revolución Bolivariana la libertad de expresión es una amenaza inaceptable. La
solución fue comprar los medios de comunicación independientes a través de
empresarios privados. Los nuevos propietarios inmediatamente los transformaron
en vehículos para la propaganda oficial. Decenas de periodistas fueron silenciados
y la libertad de prensa en Venezuela se convirtió en una farsa: la disidencia
desapareció de los medios que llegan a la mayoría de la población. La retórica
chavista de solidaridad con los más desfavorecidos también resultó ser
fraudulenta. Los discursos de amor a los pobres encubrían el saqueo del país
por parte de Cuba y la inconmensurable corrupción de militares y de la
burguesía bolivariana o boliburguesía. Un revelador ejemplo de esta corrupción
son los 100.000 millones de dólares en ingresos petroleros que desaparecieron
del Fondo de Desarrollo Nacional, donde estaban depositados. El Gobierno jamás
rindió cuentas.
Las
acciones del régimen revelan un cruel desprecio por los pobres. Al tiempo que
las protestas de gente desesperada por el hambre son reprimidas con inusitada
violencia, líderes chavistas aparecen ebrios en los vídeos de redes sociales
encallando sus lujosos yates. Mientras niños recién nacidos mueren por la
carencia de medicinas, el Tribunal Supremo leal al Gobierno censura a la
Asamblea por haber solicitado asistencia humanitaria internacional. Las
autoridades no tienen respuestas para la crisis y su indiferencia al
sufrimiento del pueblo es indignante.
Es
válido suponer que saquear el país con las mayores reservas de petróleo del
mundo debería ser suficiente incluso para la más voraz élite cleptocrática;
pero no. El régimen también está profundamente implicado en el narcotráfico.
Las agencias antidrogas tienen a decenas de altos cargos del Gobierno
venezolano en sus listas de capos de redes de traficantes.
A
finales del año pasado, dos sobrinos de la primera dama fueron grabados en
Haití ofreciendo cientos de kilos de cocaína a compradores que resultaron ser
agentes de la DEA. Los sobrinos están tras las rejas en Nueva York, esperando
su juicio. Su tía, la esposa del presidente, ha acusado a Estados Unidos de
haberlos secuestrado. Uno pensaría que el mundo ya debería haber perdido la
paciencia con estas aberraciones. Y eso ha comenzado a suceder, pero muy
tímidamente. La comunidad internacional reitera solemnemente su preocupación
por Venezuela, pero estas declaraciones no han tenido consecuencias.
Lo
mínimo que podemos hacer para honrar la memoria de los miles de venezolanos
asesinados y los millones hambreados es hablar claro: la fachada democrática
del chavismo se ha derrumbado; la cruel y ladrona dictadura que solía
esconderse tras ella está al descubierto. La izquierda del mundo que se dice
progresista no puede seguir callada ante la tragedia de Venezuela. La ideología
no puede seguir justificando el silencio cómplice.

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