Por Indira Rojas
Oriana García prepara el
almuerzo para los sesenta y cinco alumnos de la Escuela Concentración Estadal
Rural Satuque. Y entre ellos está su hija Camila, de 5 años. “Será una rica
sopa”, anuncia mientras desmenuza una presa de pollo. La mujer de 26 años lanza
una carcajada y da gusto escucharla, porque contagia el buen ánimo y todo
parece menos cuesta arriba, pero Oriana también llora. Cuando llega a su casa,
ubicada cerca del plantel de Puente Maitana, en el estado Miranda, a treinta
kilómetros de Caracas, piensa en los niños que durante el recreo se posan en la
ventana de la cocina, con los ojos fijos en lo que será su comida. Los recuerda
y llora porque tienen hambre. “Mi mamá me dice que no deje que esas cosas me
pongan así o me volveré loca, pero es muy duro. Hay niños que vienen aquí sin
comer”.
¿Sólo comen lo que sirves en
la escuela?
Sí. Hay algunos que almuerzan
aquí y no comen más hasta el siguiente día. Cuando no hay almuerzo acá se me
parte el corazón, porque ellos vienen esperanzados pensando en su comida. No
cenan en sus casas y tampoco desayunan. A veces debo darles el almuerzo antes
de la hora, porque no aguantan el hambre, o les reparto un pedacito de fruta,
de pepino, o de tomate, si es que hay. Pobrecitos. Hace unos días un niño se
desmayó y otro se vino en vómito.
¿Pero qué le pasó? ¿Estaba
enfermo?
Ese día les dimos caraotas. Y
bueno, ¡imagínate esa bomba en un estómago vacío! Hay niños que están en
condiciones más graves que otros. Uno sabe quiénes son. Una de nuestras niñas
no comía completo y un día le preguntamos: “Mi amor, ¿por qué haces eso?” Yo
pensaba que la comida no le gustaba, pero descubrimos que lo hacía para guardar
un poco y llevársela al hermanito.
Oriana pasó un año como
cocinera sin salario ni beneficios antes de firmar un contrato con la
Corporación Nacional de Alimentación Escolar (CNAE) como madre procesadora, el
nombre que reciben las mujeres que participan de forma voluntaria en el
Programa de Alimentación Escolar (PAE), adscrito al Ministerio de Educación,
encargadas de preparar el menú diario en los planteles en los que sus hijos
estudian.
Oriana García, de 26 años,
prepara todos los días los almuerzos para los sesenta y cinco alumnos de la
escuela. Fotografía de Giovanna Mascetti
Hace tres años la Contraloría
General de la República reveló que había irregularidades en las transacciones
financieras del PAE en el informe Actuaciones fiscales en el Programa de
Alimentación Escolar. El órgano estatal expuso en el documento los resultados
de auditorías realizadas en 2012 a 42 unidades educativas del Distrito Capital.
También registraron observaciones de escuelas en Falcón, Carabobo, Apure,
Guárico y Lara, en las que examinaron operaciones administrativas del PAE entre
2009 y 2011.
El informe concluye que “los
controles internos en los diferentes procesos atinentes al Programa son
deficientes” y que “se observaron operaciones y transacciones financieras y
administrativas, tales como débitos en cuenta, sin los respectivos documentos
justificativos u oficios de solicitud de transferencia”. Las constancias
existentes no están organizadas en un archivo ni son debidamente identificadas,
“lo que ha generado desorganización, extravío y descuido en el manejo de los
documentos comprobatorios”, entre los que se incluyen órdenes de pago a los
proveedores (Mercal y Pdval) y notas de entrega de los alimentos.
La Contraloría publicó el
reporte en 2013 y al año siguiente se oficializó la creación del CNAE. En
septiembre de 2014, durante la inauguración del Centro de Educación Inicial
Ciudad Tiuna, el presidente venezolano Nicolás Maduro afirmó que creía que
había “la necesidad de establecer una institución que sea la que dirija todo el
programa de alimentación”. Dos meses después, el 11 de noviembre, la
instauración de la nueva empresa del Estado figuraba en la Gaceta Oficial
40.538. El siguiente paso fue incluir a las madres procesadoras, una figura que
comenzó como un trabajo no remunerado, a la nómina de la corporación.
Oriana dice que gana salario
mínimo. Además, es la única madre procesadora de la escuela rural Satuque.
Señala a una mujer madura que está al fondo de la cocina, lavando los vegetales
para la sopa, y aclara: “Ella me ayuda, pero es algo voluntario. No está
contratada”.
La directora del plantel,
Odalis López, afirma que la corporación asigna una cocinera por cada setenta
niños. Lo describe como “una locura. Nosotros nos hemos quejado. ¿Qué es lo que
quieren? ¿Madres o esclavas?”
Oriana se seca el sudor de la
frente con el antebrazo y procura mantener sus manos limpias mientras manipula
el muslo de pollo. El calor mirandino se intensifica conforme se despide la
mañana, una señal de que se acerca la hora de comer. Un niño de ojos verdes, de
unos 8 o 9 años, mira hacia el interior de la cocina sin pronunciar palabra. El
sopor, combinado con el ruido de los autos que pasan como aviones a pocos
metros de la escuela por la Autopista Regional del Centro, se transforma en
letargo. Pero la risa efusiva de Oriana, quien lleva horas de pie a pesar de
tener cinco meses de embarazo, oculta su cansancio. Cada jornada es una prueba
de ingenio: su deber es preparar un menú nutritivo para más de sesenta bocas
hambrientas contando apenas con un poco de arroz o de granos.
El CNAE tiene entre sus
obligaciones proporcionar los alimentos a las instituciones educativas públicas
para la preparación de los almuerzos, pero la dotación semanal en la
Concentración Estadal Rural Satuque es insuficiente para los requerimientos
nutricionales de niños con edades comprendidas entre 4 y 12 años.
Según el Instituto Nacional de
Nutrición, los infantes entre 4 y 6 años requieren un total de 1.470 calorías
diarias aproximadamente, un aporte de energía que debe alcanzarse con la suma
de las tres comidas diarias y dos meriendas. En la guía de alimentación para
niños en Educación Inicial advierten que éste es “un grupo de población
‘susceptible o de riesgo’, pues son etapas decisivas para el alcance de un
adecuado estado nutricional en la edad adulta”, y ofrecen un menú modelo para
el almuerzo que incluye arroz, atún, tajadas, lechosa picada y una ensalada de
repollo y zanahoria.
Un niño de 7 años con una
actividad física ligera debe consumir 1.540 calorías, mientras que para los
pequeños de 12 es recomendable un aporte calórico de 2.010 Kcal. En la misma
guía de alimentación en la Educación Primaria el menú escolar que aparece como
ejemplo propone un plato de pollo guisado, acompañado de plátano sancochado y
calabacines con puré de papa. Nada más alejado de la realidad que viven los
niños en Puente Maitana.
En la comunidad Puente Maitana
hay niños que sólo asisten a la escuela porque saben que allí tendrán un plato
de comida garantizado a la hora del almuerzo. Fotografía de Giovanna Mascetti
La directora de la escuela
reconoce que la comunidad ayuda al plantel cuando escasean los víveres. Si bien
las familias que habitan el caserío no tienen en sus hogares neveras rebosantes
de comida, las maestras, los padres y algunos vecinos suelen colaborar con
modestas donaciones, como una pieza de pollo o algunos vegetales para la sopa
del día, incluso un poco de sal y de condimentos, ingredientes que el CNAE no
les facilita.
“Trabajamos con lo que
tenemos”, dice Oriana. “¿Sabes por qué estoy desmenuzando el pollo? ¡Porque
rinde más!” De pronto propone compartir las anotaciones que lleva en un
cuaderno. Se lava las manos superficialmente y, con los dedos todavía húmedos,
retira con cuidado algunos cubiertos y platos de un rincón para alcanzar la
libreta, forrada delicadamente con papel rosado. “Programa de alimentación”, se
lee en la cubierta. Las páginas revelan una caligrafía ordenada y buena
ortografía. Oriana es una de las pocas madres escolarizadas en el grupo de
representantes. “Yo soy bachiller, pero no quise seguir estudiando”.
En el cuaderno documenta un
estricto control de cuanto ocurre en sus dominios. Apunta el menú del día y el
número de alumnos que asistieron a la escuela. Lleva el registro como un
diario, el relato día a día de la vida en la Concentración Estadal Rural
Satuque. La primera página es un inventario del cargamento de alimentos que
proporcionó el CNAE la última semana de septiembre:
Puente Maitana, 28 de
septiembre de 2016
Estos fueron los alimentos que nos llegaron hoy:
14 Arroz
4 Caraotas
4 Pollos
1 Carne
Papa, zanahoria, melón,
lechosa, tomate, pimentón.
¿Son kilogramos o paquetes?
Kilogramos. Esa cantidad la
tengo que rendir durante cinco días para todos los niños y también para las
maestras, aunque en estos días no alcanzó la comida para las profesoras. Se
puede ver cómo la situación empeora mientras avanza el año escolar. Ellos (así
se refiere al CNAE) le dijeron a la directora que ahora debía rendir los alimentos
por quince días. Hemos pasado cartas y peticiones para pedir más, pero la cosa
sólo se pone más fea.
En efecto, en octubre la
realidad cambió. El viernes 14, Oriana escribió: “Me retiro ya que no hay
alimentos para cocinar” y doce días después la llegada de una nueva provisión
no promete mejoras significativas:
Puente Maitana, 26 de octubre
de 2016
15 Arroz
4 Caraotas.
Esa misma semana, otro apunte
de Oriana revela que la escuela fue robada recientemente. El testimonio está
fechado el lunes 24 de octubre. Allí relata, en pocas palabras, lo que vio al
llegar a la cocina: se habían llevado la comida. Para colmo, ese día tampoco
tenían agua para cocinar. “No poseemos el vital líquido”, se lee en una nota.
Ese lunes no hubo almuerzo para nadie.
La escuela denunció el delito, pero las autoridades no respondieron a su pedido de auxilio. “Yo incluso tengo una copia de la denuncia, pero ni siquiera vinieron. Lo que hicieron fue tomar la declaración y ya. Ésta es una escuela olvidada por el Gobierno”.
Para la directora, el robo es un síntoma de crisis económica y alimentaria. “Hay varias escuelas que han sido robadas en el sector. Lo que se llevan siempre es la comida. Decirle a los niños lo que nos había pasado nos dio dolor”.
Sin respuesta de los cuerpos de investigación, la escuela tomó sus propias acciones: los insumos permanecen escondidos quién-sabe-dónde. “Cada miércoles la escuela envía un transporte al Mercal de Charallave para buscar los alimentos del CNAE”, cuenta Odalis López. Una vez que el cargamento llega al plantel la misión es doble: protegerlo y rendirlo.
La comunidad de Puente Maitana
consume el agua de la quebrada de Satuque. La usan para lavar y bañarse, debido
a las fallas en el suministro de agua potable. Fotografía de Giovanna Mascetti
El drama del agua
Detrás de la Concentración
Estadal Rural Satuque un hilo de agua de color verdoso, la quebrada Satuque,
atraviesa el caserío de Puente Maitana. “El agua parece limpia, ¡pero no lo
está! Por allí bajan desde pelotas hasta animales durante las crecidas”, cuenta
la directora. Al pie de la corriente una anciana mira el paisaje, inmóvil en
una silla frente a su casa. La construcción tiene algunas paredes de barro y
otras de cemento. Un hombre se asoma por una de las ventanas, y una mujer joven
sale a tender la ropa. “La gente toma esa agua, y la usa para cocinar, bañarse,
lavar. Aquí no hay servicios, no pasa el aseo y no llega agua. En la escuela
nos abastecemos con cisternas”.
Para Odalis es un alivio que
ahora, al menos, las madres hierven el agua antes de consumirla. La
organización independiente Fundación Educando en Salud (FundaEnSalud), que
brinda asistencia médica gratuita a los estudiantes y maestras del plantel
desde hace un año, insiste en la importancia de este procedimiento para evitar
la propagación de enfermedades.
Las vacaciones escolares se
aproximan y la organización realiza la última visita de 2016. Es día de jornada
sanitaria en la unidad educativa y la presencia de médicos y jóvenes
estudiantes de Medicina de la Escuela José María Vargas de la Universidad
Central de Venezuela alegra a las madres de Puente Maitana y las une en
procesión hacia la escuela. No sólo anhelan diagnósticos y curas para las
dolencias de sus hijos: ellas también quieren ser examinadas.
Al mediodía, las jóvenes mamás
comienzan a sentir los estragos del calor y se acercan a la ventana de la
cocina para preguntar: “Oriana, ¿me das un poquito de agua?”. La joven está
obligada a asumir una posición de samaritana a medias, y le da vueltas al
asunto antes de dar una respuesta definitiva: a las que insisten les regala un
poco en un vasito de plástico; a otras les explica que sólo tiene la que usa
para cocinar. Procura que el agua potable alcance para toda la semana.
La bioanalista Aurora Hernán,
vicepresidenta de FundaEnSalud, teme que los logros alcanzados en 2015, cuando
la fundación realizó una intervención en la institución para desparasitar a los
niños y ayudarles a recuperar peso, se vayan por el caño. “Era como una escuela
dormida. Encontramos a los niños muy enfermos. ¿Cómo van a tener energía si no
comen bien y se siente mal? Tenían muchos parásitos y anemia. Ahora, con la
crisis, nos preocupa que se pierda todo lo que hemos avanzado y se eche todo
para atrás. La Concentración Estadal Rural Satuque era la escuela con el peor
promedio entre las instituciones del estado Miranda con apenas seis puntos. Hoy
el promedio es de catorce”.
La directora fue quien
contactó a la organización de voluntarios: “Les exigíamos a los niños como
estudiantes, pero en sus condiciones no había resultados. Su salud influye en
su rendimiento. Decaían anímicamente y se quedaban dormidos en clase porque no
habían comido nada”.
Los voluntarios de
FundaEnSalud examinan a los niños para descartar la presencia de parásitos en
su sistema digestivo. Fotografía de Giovanna Mascetti
La vida rural en Puente
Maitana
Los diez voluntarios de
FundaEnSalud, jóvenes entre 21 y 23 años, transforman el aula 2 de la escuela
en una pequeña sala de consultas médicas exprés, distribuidos en varias mesas a
la espera de sus pacientes. Sobre un mesón colocan todo tipo de medicinas
donadas: antibióticos, antihipertensivos, antimicóticos, anticonceptivos,
medicamentos para el dolor de cabeza y el malestar general y hasta inhaladores.
Ponen todo a la mano para recetárselo a quien lo necesite.
Pueden tardar hasta una hora
en el chequeo de cada alumno. Y las madres no pierden la oportunidad para
preguntar sobre todo lo que pueden, incluso sobre los niños que aún son
demasiado pequeños para asistir a la escuela. Son pocas las que tienen un solo
hijo. Algunas esperan su turno reunidas junto a la puerta del salón de clases y
comentan los últimos chismes que circulan en la comunidad, mientras dejan que
los infantes jueguen con un gato bebé que ronda por el lugar.
Una de ellas, una muchacha
delgada que sostiene a un recién nacido en su regazo, llama la atención de la
doctora Hernán. Primero le pregunta por su peso. “No lo sé”, responde la joven
de mirada triste. Luego, la interroga sobre su edad. “Tengo 15”. Al grupo se
une una chica de 17 años, de pocas palabras y gestos tímidos, que recibe de
manos de Manuel Velázquez, un médico de 24 años que está por empezar su
especialización en ortopedia infantil, una caja de anticonceptivos y el sermón respectivo
sobre por qué es importante tomarlos. Antes de dejarla ir, se asegura de que la
adolescente comprenda que no es un tratamiento ni una píldora para emergencias.
Entonces le pregunta: “¿Sabes cómo usarlo?”. Ella asiente y se aleja hacia la
puerta, pero una mujer madura, que espera para ser atendida por un dolor de
espalda, detiene a la chica y le dice con énfasis: “Recuerda que te tomas una
por día y empiezas cuando te llegue la menstruación”.
Al otro lado del salón,
Alberto Minguet, estudiante de sexto año de Medicina, habla con una mujer de
ojos picarones, madre de dos niños. La joven expresa preocupación por su hija
de 5 años. “Come mucho, doctor. ¡Ella siempre tiene hambre!”. Cuenta que, si se
descuida, la encuentra masticando tierra. Minguet le interroga sobre su dieta
diaria, y pide detalles sobre el menú. El relato que escucha ya se lo han
contado otras madres que pasaron por su breve consulta durante la jornada: en
casa el dinero no alcanza para comprar carne ni pollo.
El voluntario anota las
declaraciones en la planilla diseñada por la fundación para registrar la
historia de cada paciente. Entre los apuntes se lee: “Ha bajado de peso” y con
un símbolo de check marca la casilla “Diarrea”. “No he atendido ni un solo niño
que pese más de treinta kilos”, expone Minguet. Suspira. “Todos me dicen lo
mismo: han bajado de peso rápidamente y tienen mucha diarrea”.
Según la vicepresidenta de la
fundación, estos síntomas son generados generalmente por parásitos “y el
vehículo principal de estos parásitos es el agua. Encontramos que las madres
hervían el agua, pero no lo hacían bien, y los niños incluso se bañan en la
quebrada. También influye la higiene, porque muchos se transmiten por las manos
sucias. Se trata de cosas simples, pero ya ves las condiciones en las que
viven”.
El peso y la talla de cada
niño proporcionan información para elaborar una situación clínica individual,
que permite inferir su situación nutricional. Fotografía de Giovanna Mascetti
Hernán ordena y guarda las
historias médicas en una carpeta gorda y negra. Cada documento es una suerte de
perfil detallado de la población de estudiantes en Puente Maitana, donde se
registra las especificaciones de su enfermedad así como particularidades de su
calidad de vida: las características de la vivienda, el grado de instrucción de
los padres, y el acceso al agua potable son algunos de los datos reflejados.
La doctora Hernán abre la
carpeta y revela uno de los casos más preocupantes: un niño que vive en una
casa con paredes de zinc y en cuyo hogar el ingreso mensual es de cuatro mil
bolívares, un 14% del sueldo mínimo actual.
Un par de niñas en edad
preescolar y muy traviesas miran la carpeta, saludan a los doctores llamándolos
“maestros” y otean con ojos de perro asustado el panorama dentro del aula dos.
Sólo les preocupa una cosa: la temida inyección. “¿Nos van a puyar?”,
preguntan. Y se alegran cuando les dicen que lo único que tendrán que hacer es
tomarse un trago de un líquido espeso: el desparasitante.
Algunos alumnos juegan a las
carreras. Los niños más grandes se encaraman en los columpios detrás de la
escuela. Los más tranquilos se contentan con acariciar al gato que maúlla cerca
la cocina. Pero hay quienes no tienen fuerzas para correr, saltar ni competir.
Toman asiento en el salón, a la espera de que alguno de los voluntarios les
llame por su nombre, o se recuestan de la pared con el sudor corriendo por su
frente, justo al lado de una cartelera que promueve la dieta balanceada con
imágenes alusivas al día de la alimentación. Ahí destaca un recorte de prensa
titulado “Niños malnutridos son susceptibles de padecer cataratas y glaucomas”.
Esteban Marchán, quien cursa
el décimo semestre de Bioanálisis, intenta junto con Julio Espinoza, estudiante
de sexto año de Medicina, tomar el peso y la talla de un niño moreno, muy
delgado, que apenas pronuncia palabra. Tal vez es la timidez lo que lo
paraliza, pero Espinoza descubre durante el chequeo médico que al pequeño le
duele el estómago.
“Aquí vienen niños de familias
muy pobres, muy humildes. Sus madres suelen ser jóvenes no escolarizadas,
algunas no saben leer ni escribir. ¡Pero estos niños vienen a la escuela! Y eso
para nosotros es importante. Aquí tienen el calor de las maestras y comida”,
dice la directora del plantel.
Oriana anuncia que es hora de
servir el almuerzo: “¡Es hora de comer! ¡Está lista la sopita!”. Las maestras
se dirigen a la cocina para repartir los cuencos de plástico, cuyo contenido
promete: en el caldo navegan trozos de zanahoria, pollo desmenuzado, bollitos
de masa y auyama. Al festín se une Carmen, una joven de 24 años con
discapacidad intelectual, quien desde hace algunos meses aparece puntual en la
escuela a las doce del mediodía para comer. “Para nosotros es una niña más”,
asegura la cocinera.
Una morena de mirada dulce y
cabello ensortijado, con la cola de caballo torcida después de una mañana de
juegos, toma el primer sorbo de sopa. “Está rica”, proclama con gusto. Mira a
la compañera sentada a su lado. Ambas sonríen. Se les empieza a quitar el
hambre. Al menos por hoy.
25-03-17
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