Por Luisa Pernalete
Monseñor insistía en que lo
fundamental era salir por el camino menos violento en aquella etapa crítica de
la visa salvadoreña.
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Cada domingo monseñor Romero,
arzobispo de San Salvador, comenzaba su homilía recordando hechos de la semana,
igual lo hizo aquel 23 de marzo del 1980, la semana había sido especialmente
sangrienta: capturas arbitrarias de campesinos por parte de la Guardia
Nacional, allanamientos y muchos, muchos muertos: 11 en un cantón, cuatro en
otro, 16 en otro, la mayoría de pobres… “La Iglesia no puede callar”, decía, y
ante la catedral abarrotada de gente hizo esta petición:
“Yo quisiera hacer un
llamamiento de manera muy especial a los hombres del Ejército y en concreto a
las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: hermanos,
son de nuestro propio pueblo, matan a los mismos hermanos campesinos y ante una
orden de matar que dé el hombre, debe prevalecer la Ley de Dios que dice: NO
MATAR. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios
(…). obedezcan a su conciencia. Queremos que el gobierno tome en serio, que de
nada sirven las reformas si van teñidas de tanta sangre… En nombre de Dios,
pues, y en nombre este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben tumultuosos hasta
el cielo cada día, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese
al represión!”.
Ya sabemos qué pasó al día
siguiente: lo asesinaron, le pegaron un tiro en plena celebración de una misa
en la capilla del palacio arzobispal. Sí: lo mataron. No fue que murió: lo
mataron. Confieso que cada vez que releo esta homilía, me conmuevo. Monseñor
insistía, como lo dijo ese 23 de marzo también, que lo fundamental era salir
por el camino menos violento en aquella etapa crítica de la visa salvadoreña.
Las homilías de monseñor
Romero eran retransmitidas no sólo por la emisora de la Arquidiócesis, sino por
otras también, desde Costa Rica llegaban a otras partes de Centroamérica, y
luego, al día siguiente, numerosas periódicos del resto del mundo reproducían
parte de sus discursos. Aquí en Venezuela también. Monseñor era el arzobispo de
muchos latinoamericanos, era pastor de creyentes y no creyentes.
Cuando a Romero lo nombraron
arzobispo, a mucha gente no le gustó; era considerado un obispo muy conservador,
pero resulta que empezó a recorrer los pueblos, a escuchar a los campesinos, a
abrir la catedral a todo el que necesitara refugio… y aquel hombre tímido se
fue convirtiendo en la voz de los pobres, de los perseguidos, de los oprimidos.
Con mucha libertad, era capaz de denunciar la violencia viniera de donde
viniera.
Falta que hace hoy que los
gobernantes escuchen el clamor del pueblo. Conviene repetir que nadie está
obligado a obedecer la orden de matar.
Sí, a monseñor Romero lo
mataron el 24 de marzo del 1980, lo lloramos -sí, me incluyo- en toda
América Latina, pero como bien dijo monseñor Casaldáliga, obispo de Brasil:
“San Romero de América, pastor y mártir nuestro, nadie podrá callar tu última
homilía”.
22-03-17
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