ANTONIO A. HERRERA-VAILLANT 30 de marzo de 2017
Es
candoroso pensar que, con tan sólo dialogar, coger calle o votar se acaba una
dictadura: Para llegar a eso deben coincidir varios elementos.
Es
difícil imaginar un final cívico para cualquier régimen de fuerza, ratero,
cobarde, torpe, mediocre, indisciplinado, sucio y petulante. Pero si algo nos
enseña la historia es que no existe honra entre ladrones, por lo que allí
tampoco es concebible un final “heroico“, y menos, glorioso.
Las
grandes mayorías son tan sólo decisivas en democracia, pero hasta el viejo
Anastasio Somoza solía afirmar que hasta una dictadura necesita un respaldo
popular de al menos 25%. Estar por
debajo del 15-20%– y bajando – marca un punto de no retorno político.
Las
privaciones materiales, por si solas, tampoco traen la caída de una tiranía.
Allí están los millones de muertos por hambre de la Unión Soviética y la China
de Mao. Al lumpen – y aún a ciertos empresarios – no se les puede pedir más que
lo que en otros tiempos recomendó Jovito Villalba a los margariteños: “a los
blancos cógeles todo lo que te den, pero vota por URD“.
La
presión internacional es otro ingrediente a valorar en su just0 peso, sin
euforias ni histerias. Donde en estos tiempos una intervención directa es
impensable, la exclusión de un país de la comunidad democrática también tiene
sus bemoles: En cuanto un régimen se categoriza como dictadura entra en juego
aquello de que fuerza justifica fuerza, siendo que lo que es igual no es
trampa.
El
final de una tiranía montada tan solo sobre mentiras y bayonetas requiere una
confluencia de factores que incluyen el sentir de la población, el colapso
económico, el entorno internacional; pero además, los previsibles imprevistos:
Un bajón adicional del petróleo, nuevas sanciones, y los eternos saltos de
garrocha.
Para
enfrentar efectivamente a una gavilla sin principios ni escrúpulos, lo
fundamental es identificar las condiciones objetivas y manejar una dinámica que
lleve a sus integrantes menos comprometidos al convencimiento que al negocio no
le queda futuro, que se aproxima la hora del sálvese quien pueda, y que se
necesitan vías de escape.
Dentro
de un régimen esencialmente militar, determinado conjunto de realidades, sumadas,
pueden precisar cómo, cuándo y dónde quienes portan los hierros del sistema
llegan a decidir si cierto juego “no va más“.
En una
dictadura, el diálogo y el voto no son sino consecuencias de lo determinado por
otra realidad: Puentes de plata para cuantos entienden que pescuezo no retoña,
y la opción menos cruenta y costosa para quienes mejor manejen el arte de lo
posible.
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