Editorial El País España
La anulación de las
competencias de la Asamblea Nacional venezolana, el traspaso de estas al
Tribunal Supremo de Justicia —controlado por el chavismo— y la asunción de
poderes extraordinarios en materia penal, militar, económica, social, política
y civil por parte de Nicolás Maduro supone un mazazo institucional de una
gravedad extrema, sin parangón desde que comenzara la crisis institucional en
Venezuela. Es un auténtico golpe de Estado para el que no cabe la más mínima
matización. En un continente donde la democracia ha avanzado espectacularmente
desde que dejara finalmente atrás regímenes de los años setenta y ochenta, el retroceso
de Venezuela hacia una dictadura constituye una tristísima noticia y arroja
preocupantes sombras sobre el futuro del país que de ninguna manera merece
quedarse al margen del sistema de libertades felizmente mayoritario en la
región.
La
Asamblea Nacional es el órgano legislativo legítimo según establece la
Constitución venezolana —diseñada e impulsada, por cierto, por el propio Hugo
Chávez— y fue democráticamente elegida por última vez en las elecciones de
diciembre de 2015. Como presidente del país, Maduro está obligado no solo a
reconocer los resultados, que dieron una abrumadora victoria a la oposición,
sino a colaborar institucionalmente con la Cámara por el bien y la
gobernabilidad de Venezuela.
Pero el mandatario no ha hecho
nada de esto, sino que ha intentado, desde el primer momento, saltarse la
legalidad con todo tipo de argucias. Estas han incluido el recurso a un
fantasmagórico parlamento alternativo o la aprobación de los presupuestos
despreciando por completo el parecer de la Cámara. Finalmente, ha ordenado a la
justicia, intervenida completamente por el chavismo, un proceso indefendible
desde el punto de vista legal que ha terminado con la inhabilitación total del
Parlamento. Algo inconcebible en cualquier país que aspire a ser reconocido
internacionalmente como una democracia.
En este contexto no pueden
extrañar las durísimas declaraciones del secretario general de la Organización
de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, y el informe de la misma
organización que exige unas elecciones. En palabras de Almagro, “de una
dictadura se sale por elecciones”.
La ruptura del orden
constitucional amparada por Maduro y los suyos supone un peligrosísimo punto de
no retorno en la fractura creada en Venezuela por el chavismo. A pesar de los
llamamientos serios a la cordura y al diálogo reiterados durante meses por
personalidades e instituciones internacionales y al intento de mediación del
Vaticano, Maduro se ha negado tozudamente a cumplir los requisitos mínimos que
hicieran posible siquiera buscar el entendimiento y ha acelerado su resistencia
al cumplimiento de la ley en una estrategia que ha finalizado con el golpe del
pasado miércoles.
Hoy Venezuela es un país
aislado del resto de sus vecinos, con presos políticos, la oposición
perseguida, el Parlamento suspendido y la economía destruida. Este es el
verdadero legado de Nicolás Maduro y el chavismo. Algo que no merecen los
venezolanos, a quienes no se les puede negar el derecho, como exige la OEA, a
elegir a sus gobernantes en unas elecciones libres.
30-03-17
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