Por Miguel Aponte
El músculo de la democracia,
su fuerza, reside en la diversidad y la tolerancia. El presupuesto detrás de
esto es que la diversidad es más enérgica y fértil que la monotonía: si fuera
posible que todos seamos iguales, será siempre peor. La igualdad, así,
muestra sus propios límites y hace evidente que se trata de una definición no
solamente política. En los extremos, cuando la política pretende que la
igualdad debe imponerse por sobre toda otra consideración o, al revés, cuando
pretende ignorar el problema sin más, se traiciona a sí misma, liquida la
democracia y atrae miseria y mediocridad.
Si quiere ejemplos, vea la
historia del fascismo y el comunismo del siglo xx o la desgracia económica y
social venezolana, donde se sustituyó la capacidad de pensar por una mala
receta y el resultado es el autoritarismo de los que “gobiernan” y la miseria
de los “gobernados”. Una buena manera de entender la fascinación que, a
pesar de todo, tiene el autoritarismo hoy es esa ilusión imposible que
consiste en creer que el mundo está dividido en buenos y malos y que, claro, el
malo es siempre el otro. Se trata de la incapacidad para ser crítico con la institución
que se encuentra en nuestro propio origen, mientras a la vez se es hipercrítico
con el otro.
¿Dónde está el límite de mis
razones? ¿Cuándo es que trasgredo ese límite y caigo en lo que critico? La
tendencia natural humana es “convencerme” de que "mi" opinión es
correcta y que quien se equivoca es siempre el "otro"; y cuando los
argumentos no alcanzan, la descalificación interviene. Un lamentable ejemplo lo
estamos dando en la oposición en estos días. La rigidez, el rechazo y la
descalificación entre nosotros, convénzase, siempre favorecerá al régimen y por
eso él mismo lo provoca. La unidad en las acciones, incluidas aquellas que no
nos gustan, es lo que nos dará el triunfo sobre la dictadura. La rigidez,
en el fondo, es debilidad: nos hace caer en lo que criticamos y,
paradójicamente, termina beneficiando al adversario.
04-09-17
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