Por Gioconda San Blas
Me impacta el video que
circula por las redes: Wilmer Azuaje, diputado al Consejo Legislativo del
estado Barinas, despojado arbitrariamente de su inmunidad parlamentaria,
encadenado a una escalera en algún lóbrego rincón del Sebin, semidesnudo, con
marcas evidentes de torturas físicas, pidiendo a los organismos internacionales
intervenir en su favor.
Jóvenes detenidos en las
protestas recientes por el único delito de oponerse al régimen, presos
políticos, dan testimonios igualmente dolorosos. “Me partió tablas en todo el
cuerpo, me colgó de los brazos en el techo por doce horas, poniendo papel de
periódico en mis muñecas para no dejar marcas”. “Me asfixiaron con bolsas
plásticas que tenían vapores tóxicos, me torturaron con corriente eléctrica en
mis genitales”. “Vi cómo a mi compañera de celda la violaron seis guardias”.
Añádanse al cuadro las
torturas psicológicas, el juego macabro de las fallidas presentaciones ante
tribunales, la justicia militar a civiles, la reclusión prolongada en celdas
aisladas…
Uno quisiera creer que no son
venezolanos como nosotros quienes se ensañan contra personas indefensas, en un
intento por despojarlos de su dignidad como seres humanos. Uno se pregunta qué
hace a un semejante desprenderse de todo sentido ético de reconocimiento al
otro. La respuesta ya se sabe. Nos la dan experimentos en psicología llevados a
cabo hace pocas décadas: el poder sin límites para creerte omnipotente y la
ciega obediencia que te hace pensar que la responsabilidad por tus actos reside
en tu superior jerárquico, sin que valgan para ti las leyes de Nuremberg ni el
Estatuto de Roma.
Es conocido el experimento
de Stanford a través del cual el psicólogo Phillip
Zimbardo se preguntó: ¿Qué pasa cuando pones gente decente en un entorno de
maldad? Para responder la pregunta contrató estudiantes universitarios como
voluntarios y los dividió al azar en dos grupos, unos fungían de guardias de
una prisión y otros, de prisioneros. Los primeros estaban autorizados para
infligir dolor físico y humillación moral a los presos. Si bien en los primeros
días los guardias eran comedidos en la aplicación de tormentos, a medida que
avanzaba la semana se fueron despojando de sus reservas morales al saberse
poderosos, al constatar que no había sanción por su comportamiento. Tal fue el
sadismo contra los prisioneros, que al sexto día hubo que suspender el
experimento. En entrevistas posteriores, los “guardias” admitieron que el solo
gesto de ponerse el uniforme les hacía sentir con derecho a torturar a los
“presos”.
Resultados similares los
obtuvo años después Stanley Milgram en la Universidad de Yale,
quien encontró que contrariando la hipótesis inicial de que solo un sádico
podría infligir torturas cuando fuese obligado por la autoridad, hubo una
disposición infinita de los participantes en su experimento, todos ciudadanos
respetables de la comunidad, para obedecer las órdenes de ese oficial superior
aun cuando ellas pudieran entrar en conflicto con su conciencia personal.
Experimentos como estos no
podrían realizarse hoy en razón de sus cuestionables métodos. Pero en todo
caso, han servido para demostrarnos que en todas partes y en cualquier época, a
juzgar por los metanálisis revisados en 1999 por Thomas Blass, Universidad de Maryland, el
porcentaje de participantes que aplicaban castigos excesivos se situó entre el
61% y el 66%, personas que antes de intervenir en los experimentos eran
considerados como respetables y pacíficos miembros de la comunidad.
Dichos estudios son aterradores
en sus implicaciones acerca del peligro que nos acecha en el lado oscuro de la
naturaleza humana. Tal parece que nuestra bonhomía es una flor delicada en su
fragilidad, que al menor asomo puede quebrarse para despertar en nosotros el
monstruo que hemos adormecido en el camino hacia la civilidad, que la oscuridad
está en nosotros lista para el zarpazo si no sabemos atajarla a tiempo, que por
mucho que hayamos avanzado en el ascenso del hombre hacia la civilización, la
bestia sigue allí como en los primeros tiempos, en la misma actitud
depredadora. Ya lo vimos en la Alemania nazi, en China, Corea del Norte, Cuba,
en esa sufrida Venezuela carcelaria que José Rafael Pocaterra y José Vicente
Abreu retrataron con su verbo penetrante. Y lo vemos en estos oscuros tiempos
que esperan por el bardo que recoja nuestras heridas para que no sean olvidadas
por las generaciones futuras ni repetidas por ellas.
Ya lo dijo Rosa Montero al referirse a los
recientes sucesos en Charlottesville: Nos esforzamos por ser mejores de lo que
somos, y eso nos honra; pero siempre, por debajo de la calma, está el abismo.
31-08-17
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico