Por Claudio Nazoa
Voy a contarles una historia.
Ocurrió el año pasado. Y por asombrosa que pueda parecer, es cierta.
I
Organizamos un paseo para
subir el cerro el Ávila. Mi hermano Mario, quien es excursionista, dijo haber
descubierto un pozo con una bellísima cascada. Según él, son aguas cristalinas
que poseen sales minerales muy beneficiosas para la piel, ya que en ese sitio
existe una especie de termas volcánicas. Particularmente, estaba convencido de
que un pozo de termas volcánicas en el Ávila era poco probable, pero qué
importa, el paseo es tan bello que nos aventuramos en la excursión.
Mi amigo Félix, el gallego, y
Celina, la esposa de mi hermano, prepararon un delicioso picnic. Tras cinco
horas de arduo camino escuchamos el refrescante concierto del agua al caer
desde lo alto. Allí estaba. Frente a nuestros ojos. Parecía una escenografía de
Disney World: nos maravillamos ante una enorme y hermosa cascada de agua
traslúcida que golpeaba con fuerza un pozo oscuro. Con razón dicen que estas
aguas son curativas. Solo mirar esta maravilla cura el espíritu.
Conseguimos un claro entre el
agua y la tierra y extendimos un mantel de cuadritos traído para la ocasión.
Nos pusimos los trajes de baño y comenzamos a disfrutar de aquella delicia.
II
Habrían transcurrido como dos
horas, cuando nos dimos cuenta de un polvillo grisáceo que flotaba cerca de la
cascada.
Celina, gritó emocionada:
—¡Mariooo…! ¡Qué suerte! Este
es el barrito curativo que nos dijeron… ¡Aprovechemos, que no siempre se
encuentra!
Dicho esto, nos zambullimos en
el pozo y comenzamos a esparcir el polvo milagroso sobre nuestra piel.
En un envase agarré lo que
pude y me lo froté. Mientras el gallego, atorado, protestaba:
—¡No sean agallúuuos…!
¡Compartan!
Nos embadurnamos y nos
acostamos bajo el sol porque, según Celina, quien lee el péndulo y además es
experta en tratamientos extraños, en imposición de manos y en medicina natural,
cuando el polvillo se seca en la piel es cuando hace más efecto. Parecíamos
estatuas de barro.
III
De pronto, aparecieron unas
personas que, abatidas y en silencio, bajaban del cerro. Mientras sollozaba,
una señora con rostro compungido nos contó que acababan de cumplir con el
último deseo de su abuelo: esparcir sus cenizas en un río del Ávila.
Miramos a Celina con ganas de
matarla. Aterrados y dando alaridos, comprendimos todo.
¡Nos habíamos untado las
cenizas del abuelo! Todavía hoy, cada vez que nos bañamos, tratamos de
quitarnos a ese señor de encima.
04-09-17
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