MIBELIS ACEVEDO DONÍS 20 de septiembre de 2018
@Mibelis
El
derrocamiento de Gallegos, el traumático remate del primer ensayo democrático
que, paradójicamente, vio luz en Venezuela tras la Revolución de Octubre,
proscribía el espíritu que intentó juntar a un país históricamente hendido por
la pezuña de la barbarie. No bastó inaugurar el ejercicio de la política como
fruto del intercambio amplio en la polis, una praxis imbuida de “L’animo in
Piazza”, diría Maquiavelo, la de la vigorosa ascendencia del verbo. Tampoco el
virtuoso plan de “despersonalizar el ejercicio del poder, moralizar los
negocios públicos, devolver al pueblo su soberanía usurpada”, incorporando la
presencia de una sociedad plural, plena de potencialidades. Nada atajó la
embestida contra un régimen “legal, pero cada día (...) menos legítimo por su
ineptitud”, según argüía Vallenilla Lanz-hijo.
Para
miembros de las élites políticas desplazadas, la impericia para instaurar el
“orden constructivo” que se ofreció (“desorden democrático”, replicaban en
cizañero malabarismo retórico, simple “concierto de gritones”) revelaba que la
autoridad civil no era más que una utopía. El pecado original, el golpe al
gobierno de apertura de Medina Angarita -quien, auguraban, garantizaría una
transición tutelada a la democracia- fue cobrado con creces, y por los mismos
militares que apoyaron al octubrismo. El tiempo de despertar las conciencias de
aquellos que, por ignorancia, se entregaban a un sueño secular de espera
inútil, como diría Betancourt, otra vez era postergado. La figura del “hombre
apto” volvía para tronchar los ardores de una nación cuyas masas fueron
fugazmente iniciadas en la tarea de tomar decisiones sobre su destino.
¿Qué
convenía, según los abogados del cesarismo? Un capitalismo de Estado capaz de
zanjar los agobios económicos agudizados en el Trienio, y un régimen fuerte al
que incumbía administrar la euforia de participación política de ese “rebaño
humano” (Taine dixit) inmaduro, limitado y sin luces acerca del ejercicio del
poder. Presa de los prejuicios y el revanchismo, la “gente decente” -como se
hacían llamar para distinguirse del vulgo aguijoneado por la promesa del
“gobierno de los más”- se aprovechó de los errores de los adecos, del
sectarismo y eventual ensimismamiento para abonar la tesis de que el pueblo no
estaba preparado para el desafío democrático.
Avance
y retroceso, “corsi e ricorsi”, diría Vico. Luego de la dictadura de Pérez
Jiménez; luego de 40 años de democracia (imperfecta, sí, pero con altas
probabilidades de sanar y rehabilitarse) y del empeño por consolidar un ethos,
una cultura signada por la existencia de una “oposición leal” al sistema, de
una ciudadanía que avalase y confiase en sus instituciones; luego del núbil
despecho, de perder la fe en los afanes civiles y de recaer en las marrulleras
redes del mito militarista, dulcificado para la ocasión por el refajo
democrático; luego del colapso identitario, del hundimiento al que nos llevó el
chavismo, ahora, desde otro extremo, asoma la desconcertante apología a “buenas
dictaduras” de derecha. Como si no hubiésemos tenido suficientes renuncias con
las cuales lidiar, algunos parten de la comparación con este apolillado
presente para justificar un “orden” opuesto a la añagaza socialista, uno cuya
recompensa en lo económico daría motivos para sacrificar –¡oh, sí!: mientras no
estemos listos- la esquiva democracia. “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”, se
espeta sin rubores, asumiendo que esa “perfección” es apetencia que por
encumbrada debe salir del cálculo de la postrada muchedumbre, del moderado, del
descarriado “idealista”.
Corsi
e ricorsi, espiral viciosa. Como en bucle de tiempo que no nos deja zafarnos de
la anomalía crónica, como si la libertad política o la autonomía fuesen un lujo
que no merecemos, topamos con este nuevo convite al extravío: ver no aberración
sino “milagro” en la opresión de otro signo, elegir el “mal necesario” como
única opción.
¿No
rebrota también allí la jamás curada, antipolítica ojeriza frente a la ficción
de una democracia que ahorcada por la demanda de espectadores poco
comprometidos con su evolución no pudo, en efecto, satisfacer expectativas?
¿Qué tan difícil es abolir la esclavitud que impuesta por ciertos mitos
(incluido el de un sistema que florecerá al margen de nuestros sudores) nos
hace proclives a desconectarnos de las realizaciones? ¿Hasta dónde la
reconstrucción de esa fe que -como afirma Tocqueville- sostiene a la
democracia, depende hoy de emprender proyectos viables y aglutinadores,
“prácticas generalizadas” a decir de Durkheim, vinculadas a la idea del animus
democrático, a esa memoria que según Vico impide que la contingencia sea puro
devenir sin significado?
Son
faenas que debe abordar el liderazgo junto a una ciudadanía consciente de los
albures del eterno retorno. Urge despertar del “sueño secular de espera
inútil”, eso sí; retomar el camino de la política quizás logre ahuyentar
algunos de esos fantasmas que nunca dejarán de atarantarnos.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
@Mibelis
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