Humberto García Larralde 26 de septiembre de 2018
Confieso
ser cobarde a la hora de encarar los horrores del régimen de Maduro. La imagen
del niño de 12 años con menos de 11 kg. de peso que murió de inanición, la del
joven Vallenilla fusilado a sangre fría por un miserable soldado cuando ejercía
su derecho a la protesta pacífica, los relatos de torturas y tratos viles a
estudiantes presos y tantos más, me aplastan. Trato de evitar los detalles de
cada nuevo vejamen. Porque son demasiados, muchísimos. Ahora son los miles de
compatriotas que, a diario, huyen del hambre a pie por carreteras de países
hermanos, muchas veces con niños, pero siempre sin dinero.
Pero
no hay escapatoria de tanto horror, por más que se intente evitar sus imágenes.
La inevitable pregunta es, ¿Por qué someter al pueblo a tanto sufrimiento, por
qué tanta maldad?
Uno
está acostumbrado a ver al crimen y al atropello a los demás como una anomalía,
como algo que transgrede la convivencia entre humanos y que, por tanto, la
sociedad busca castigar. Pero cuando la maldad se convierte en sistema, escapa
de nuestra comprensión. Lo que podía parecer una infantilidad, que el
sufrimiento de los venezolanos se debe a gente malvada, se convierte en
realidad palpable que clama por su análisis como categoría. Es menester
entender que la maldad se manifiesta como resultado de decisiones y acciones de
quienes tienen poder sobre los demás. No existe a priori ni ocurre por
accidente. ¿En qué condiciones se convierte la maldad en elemento distintivo de
un régimen?
Ofrezco
tres dimensiones para abordar esta pregunta, de ninguna manera excluyentes
entre sí. La primera, sicológica, apunta a traumas personales que se expresan
en la forma de resentimientos, odios y sed de venganza que terminan siendo
descargados a través de actos de maldad. Es el caso de los sociópatas y
sicópatas. Valga la confesión impúdica de Delcy Rodríguez: “la revolución
Bolivariana es nuestra venganza personal”. No siendo experto en el tema, no
añado comentarios.
La
defensa de privilegios basados en injusticias, atropellos y/o despojos que
afectan a otros, representa otra dimensión de la maldad. Es la maldad del
gánster –o del potentado– que estamos acostumbrados a ver en películas y series
televisivas[1]. El capo y/o sus mafiosos descargan su maldad sobre quienes
interfieran con sus fuentes (ilegales) de lucro y posición social, o amenacen
con hacerlo. Sin duda que el régimen de expoliación en que se convirtió la
Revolución Bolivariana está en la base de extendidas maldades cometidas contra
los venezolanos. La negativa a rectificar políticas que claramente han
provocado hambre y muerte se debe a que éstas –la intervención discrecional del
estado, los controles, expropiaciones y las normas punitivas–, son fuente de
riquezas para las mafias militares y civiles que hoy depredan al país. Que ello
se exprese en una pavorosa hiperinflación que empobrece drásticamente a las
mayorías, que hayan destruido la empresa petrolera y provocado el colapso de
servicios públicos básicos, causando gran malestar a la población, les rueda:
¡“El show –el saqueo—debe continuar”! Y como en todo saqueo lo que amasan unos
es necesariamente en detrimento de otro(s), es menester someter como sea a
quien se interponga. Los asesinatos cometidos por militares en la región minera
de Guayana, en barrios populares con robo frecuente de enseres de la vivienda
de la víctima, las confiscaciones de transportistas en aduanas o fronteras, y
de negocios de todo tipo, son actos de maldad de este orden. Tales crímenes por
parte de la fuerza pública revelaban antes grietas en el Estado de Derecho. Hoy
se han convertido en sistema, amparado en la desaparición de todo contrapoder
de supervisión y denuncia. Diosdado y El Aissami son figuras emblemáticas de
ese sistema.
Por
último, están las construcciones ideológicas, maniqueas, del fascismo, que
“legitiman” toda acción requerida para aplastar a quienes amenazan las
“conquistas” del pueblo. “Verdades” reveladas por la mitología, la Historia
(con mayúscula) o por dogmas religiosos cerrados, presagian destinos
providenciales que motivan la acción a su favor de sectas diversas. “El fin
justifica los medios”. No hay freno moral, ético o, mucho menos, legal, que
debe interponerse a su consecución. Más bien, la ética y la moral se determinan
a partir de su funcionalidad para con el fin trascendental. Se disuelve toda
referencia entre bien y mal, entre lo que es correcto y lo que es incorrecto,
que no derive de aquél[2]. Por eso a la moral “revolucionaria” le hace
cosquillas la observación de derechos humanos consagrados en la Declaración
Universal de las NN.UU., en las legislaturas de la mayoría de los países y en
los estatutos de tantas organizaciones internacionales, a pesar de constituir
quizás la conquista más importante de la humanidad. Se le atribuye a Stalin
haber afirmado que la muerte de un individuo es una tragedia, la de miles, una
mera estadística. Las fuerzas inexorables de la Historia no se sujetan a
pequeñeces.
Pero
los que comandan el régimen de expoliación venezolano no necesitan creer realmente
las sandeces que profieren para cometer sus maldades. Éstas cumplen dos
propósitos: alimentan el odio y el espíritu de secta de sus seguidores,
facilitando su regimentación en bandas violentas; y sirven para absolver
conciencias. Cuando Maduro y los suyos niegan que el pueblo padece hambre o que
la tragedia de su emigración masiva es un “montaje”, se amparan en un
imaginario platónico en el que “el pueblo” no es la gente de carne y hueso que
padece sus desatinos, sino un ente idealizado construido con base en clichés y
embustes: “su” pueblo. El refugio en esa falsa realidad no solo facilita la
evasión del horror que han urdido, sino que “justifica” las maldades cometidas
contra los venezolanos.
Por
último, como el fin justifica los medios, los sicópatas y sociópatas
mencionadas arriba obtienen reconocimiento, siempre que rindan pleitesía a las
verdades reveladas en los clichés. Sus perversiones se refuerzan con la
absolución ideológica, construyendo un sistema de contravalores que sirve para
reclutar a los peores. Los “malos”, que existen en toda sociedad, de pronto son
los que mandan.
En
Venezuela estas tres fuentes de la maldad se entrelazan y refuerzan entre sí.
Maduro, bajo directrices cubanas, ha sembrado una mentalidad de guerra para
justificar sus atropellos. De ahí la afinidad de militares inescrupulosos con
el régimen, pero, sobre todo, por su complicidad en el saqueo de la nación. La
formación militar, basada en la obediencia sin discusión, mandos autoritarios y
el uso de la violencia (la muerte) como instrumento de acción, o la amenaza de
ella, es fácil presa de embelesos fascistas.
El
problema fundamental es cómo derrotar la maldad cuando ésta se convierte en
sistema. Los testimonios recogen que Hitler, refugiado en su bunker ante el
asedio de tropas soviéticas a las afueras de Berlín, echaba pestes al pueblo
alemán porque no había estado “a la altura” de sus designios. Lejos de explorar
posibilidades de rendición negociada, manda a reclutar adolescentes y a fusilar
en el acto a quién intentase desertar.
Es
menester aislar la manzana podrida de la maldad, derrotando los incentivos
perversos que le dan beligerancia. La defensa de los derechos humanos y
políticos que el régimen neofascista ha conculcado, y su conexión con las
aspiraciones de los venezolanos por una vida mejor debe ser siempre el norte.
[1] En
la medida en que acciones de guerra son vistas como respuesta a las injusticias
del bando contrario –todo depende del lado desde donde se mire–, entrarían
también bajo esta consideración.
[2] De
ahí la famosa “banalidad del mal” con que Hannah Arendt acuñó la amoralidad con
que Adolf Eichmann envió centenares de miles de judíos a su exterminio.
Humberto
García Larralde
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