Francisco Fernández-Carvajal 29 de septiembre de 2018
—
Formas y modos apostólicos diferentes. Unidad en lo esencial. Rechazar la
mentalidad de «partido único» en la Iglesia.
— Toda
circunstancia es buena para el apostolado.
— La
caridad, vínculo de unión y fundamento del apostolado.
I. La Primera
lectura de la Misa1 recoge
el pasaje del Antiguo Testamento en el que Yahvé, a instancias de Moisés, que
no se sentía con fuerzas para llevar solo la carga de todo el pueblo,
separó algo del espíritu que este poseía y lo pasó a los
setenta ancianos. Estos, que se habían congregado en torno a la Tienda de la
Reunión, comenzaron enseguida a profetizar. Pero dos de ellos,
llamados Eldad y Medad, aunque estaban en la lista no habían acudido a
la Tienda, pero el espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en
el campamento. Entonces se acercó Josué a Moisés para que se lo prohibiera.
La reacción de Moisés fue profética: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor
fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!
El
Evangelio de la Misa nos relata un suceso en cierto modo similar2.
Juan se acercó a Jesús para decirle que habían visto a uno que echaba
demonios en su nombre. Como no era del grupo que acompañaba al
Maestro, se lo habían prohibido. Jesús contestó a los suyos: No se lo
impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal
de Mí.
Jesús
reprueba la intransigencia y la mentalidad exclusivista y estrecha de los
discípulos, y les abre el horizonte y el corazón a un apostolado universal,
variado y distinto. Los cristianos no tenemos la mentalidad de partido
único, que llevaría a rechazar formas apostólicas distintas de las que uno,
por formación y modo de ser, se siente llamado a realizar. La única condición
–dentro de esta gran variedad de modos de llevar a Cristo a las almas– es la
unidad en lo esencial, en aquello que pertenece al núcleo fundamental de la
Iglesia. El Papa Juan Pablo II, después de afirmar la libertad de asociación,
derivada del Bautismo, que existe dentro de la Iglesia, se refería a los
criterios fundamentales que pueden servir para discernir si realmente una
determinada asociación mantiene la comunión con la Iglesia3.
Entre estos criterios –señala el Pontífice– se encuentra la primacía que se
debe dar a la llamada de cada fiel a la santidad, que tiene como
fruto principal la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad.
En este sentido, las asociaciones están llamadas a ser instrumentos de
santidad en la Iglesia.
Otro
criterio que señala el Papa es el apostolado, en el que ante todo
se debe proclamar la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre,
en la obediencia al Magisterio de la Iglesia que la interpreta auténticamente.
Este apostolado es participación del fin sobrenatural de la Iglesia, que tiene
como objetivo la salvación de todos los hombres. Todos los cristianos
participan de este fin misionero; el Señor nos pide ser apóstoles en la
fábrica, en la oficina, en la Universidad, en el propio hogar... Como
consecuencia de su ser cristiano, los fieles y las asociaciones a las que
pertenecen manifiestan su unidad filial con el Papa y con los
Obispos, dando testimonio de una comunión firme y convencida, expresada en la
leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones
pastorales. Esta unidad se manifiesta, además, en el reconocimiento de la
legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los laicos, y en la
disponibilidad a una leal y recíproca colaboración.
Si
somos cristianos verdaderos, siendo a veces muy distintos por tantos motivos,
estaremos comprometidos en llevar a Dios la sociedad en la que vivimos y de la
que somos parte, iluminando nuestra conducta con la luz de la doctrina social
de la Iglesia, lo que nos llevará a preocuparnos de la dignidad integral del
hombre, y promoviendo unas condiciones más justas y fraternas en el medio en el
que nos movemos.
Si
tenemos en el corazón a Cristo, ¡qué fácil será aceptar modos de ser y de
actuar bien diferentes a los nuestros! ¡Cómo nos alegraremos de que el Señor
sea predicado de formas tan diversas! Esto es lo que realmente importa: que
Cristo sea conocido y amado.
La
Buena Nueva ha de llegar a todos los rincones de la tierra. Y para esta tarea,
el Señor cuenta con la colaboración de todos: hombres y mujeres, sacerdotes y
laicos, jóvenes y ancianos, solteros, casados, religiosos.... asociados o no,
según hayan sido llamados por Dios, con iniciativas que nacen de la riqueza de
la inteligencia humana y del impulso siempre nuevo del Espíritu Santo.
II. Todo
cristiano está llamado a extender el Reino de Cristo, y toda circunstancia es
buena para llevarlo a cabo. «Dondequiera que Dios abre una puerta a la palabra
para anunciar el misterio de Cristo a todos los hombres, confiada y
constantemente hay que anunciar al Dios vivo y a Jesucristo, enviado por Él
para salvar a todos»4.
Ante la cobardía, la pereza o las múltiples excusas que pueden surgir, hemos de
pensar que muchos recibirán la incomparable gracia de acercarse a Cristo a
través de nuestra palabra, de nuestra alegría, de una vida ejemplar llena de
normalidad. El apostolado con las personas entre las que Dios ha querido que
transcurra nuestra vida no debe detenerse nunca: los modos y las formas pueden
ser muy diversos, pero el fin es el mismo. ¡Qué caminos tan distintos escoge el
Señor para atraer a las almas!
«Conservemos
la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar
entre lágrimas»5.
No podemos considerar las circunstancias adversas como un obstáculo para dar a
conocer a Cristo, sino como medio muy valioso para extender su doctrina, como
demostraron los primeros cristianos y tantos –también ahora– que han padecido a
causa de la fe. San Pablo, desde su prisión en Roma, escribe de esta manera a
los cristianos de Filipo: la mayor parte de los hermanos en el Señor,
alentados por mis cadenas, se ha atrevido con más audacia a predicar sin miedo
la palabra de Dios. Y aunque algunos predicaban por envidia, con falta de
rectitud de intención, el Apóstol exclama: Pero ¡qué importa! Con tal
de que en cualquier caso, ya sea por hipocresía o sinceramente, Cristo sea
anunciado; de esto me alegro y me alegraré siempre6.
Lo verdaderamente importante es que el mundo esté cada día un poco más cerca de
Cristo. Y a esta tarea llama el Señor a todos, pero no de la misma manera, en
una uniformidad que empobrecería el apostolado. No cabe inhibirse en este
quehacer divino, ni tampoco cabe la mentalidad de «partido único». Nunca la
Iglesia trató de «uniformar» a los cristianos; por el contrario, consideró siempre
como un tesoro la variedad de espiritualidades y de apostolados.
Aunque
es bien cierto que el trabajo, los tiempos de descanso, la visita a un amigo,
el deporte, pueden ser camino para llevar a Dios a esas personas, también lo
han de ser las contradicciones de un ambiente abierta o solapadamente contrario
a la fe. Esa puede ser una ocasión muy oportuna para ejercitarnos en la
caridad, apreciando y tratando bien incluso a quienes no nos comprenden o nos
tratan mal. San Policarpo, obispo y mártir, en su Carta a los
Filipenses que hoy recoge la Liturgia de las Horas, les
exhortaba a abstenerse «de la maldición y de los falsos testimonios, no
devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, ni golpe por golpe, ni
maldición por maldición, sino recordando más bien aquellas palabras del Señor,
que nos enseña: no juzguéis, y no os juzgarán; perdonad, y seréis
perdonados; compadeced, y seréis compadecidos. La medida que uséis la usarán
con vosotros. Y: dichosos los pobres y los perseguidos, porque de
ellos es el reino de Dios»7.
No reaccionaremos de modo adusto, no devolveremos mal por mal; la defensa,
cuando sea oportuna, la llevaremos a cabo respetando a las personas. Y
trataremos de enseñar, con todos los medios a nuestro alcance, que el motor que
mueve nuestra vida es la caridad de Cristo. Todo apostolado llevado a cabo a la
sombra de la Cruz es siempre fecundo.
III. Sea
cual fuere el modo apostólico al que el cristiano se sienta llamado y las
circunstancias en las que haya de ejercerlo, la caridad ha de ir siempre por
delante. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, había
anunciado el Señor8.
Cuando
San Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica y les recuerda su estancia
entre ellos, les dice: Como un padre a sus hijos –lo sabéis bien–, a
cada uno os alentamos y consolamos, exhortándoos a que caminaseis de una manera
digna ante Dios, que os llama a su Reino y a su gloria9. A
cada uno, escribe el Apóstol, pues no se limitó a predicar en la sinagoga o
en otros lugares públicos, como solía hacer. Se ocupó de cada persona en
particular; con el calor de la amistad supo dar a cada uno aliento y consuelo,
y les enseñaba cómo debían comportarse. Así hemos de procurar hacer nosotros
con aquellos con quienes compartimos el mismo lugar de trabajo, el mismo hogar,
la misma clase..., la vecindad. Acercarnos primero con la caridad bien vivida,
base de todo apostolado, apreciando de corazón a quienes nos rodean aunque al
principio pueda resultar difícil el trato; sin permitir que defectos, aparentes
o reales, nos separen de ellos. «La obra de la evangelización supone, en el
evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que
evangeliza»10. En cada uno vemos a un hijo de Dios de valor infinito, y
esto nos lleva a un aprecio sincero, que está por encima de los defectos, de
los modos de ser...
Quienes
hemos recibido el don de la fe sentimos la necesidad de comunicarla a los
demás, haciéndoles partícipes del gran hallazgo de nuestra vida. Esta misión,
como vemos frecuentemente en la vida de los primeros cristianos, no es
competencia exclusiva de los pastores de almas, es tarea de todos,
cada uno según sus peculiares circunstancias y la llamada que ha recibido del
Señor. Examinemos hoy si la influencia cristiana que ejercemos a nuestro
alrededor es la que espera el Señor. No olvidemos las consoladoras palabras de
Jesús, que también leemos en el Evangelio de la Misa: Y cualquiera que
os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad
os digo que no perderá su recompensa. ¿Qué nos tendrá preparado el Señor a
nosotros si a lo largo de la vida hemos procurado que se acerquen a Él tantas
almas?
1 Num 11,
25-29. —
2 Mc 9,
38-41. —
3 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles
laici, 30-XII-1988, 30. —
4 Conc. Vat. II, Decr. Ad
gentes, 13. —
6 Flp 1,
14-18. —
7 Liturgia
de las Horas, Oficio de Lectura. Segunda lectura. —
8 Jn 13,
35. —
9 1
Tes 2, 11-12. —
10 Pablo
VI, loc. cit., 79.
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