Francisco Fernández-Carvajal 23 de septiembre de 2018
—
Nuestra Madre Santa María, eficaz intercesora para librarnos de todas las
ataduras.
— Sus
manos están llenas de gracias y de dones.
—
Acudir siempre a su Maternidad divina.
I. Proclama
mi alma la grandeza del Señor, porque auxilia a Israel, su siervo, acordándose
de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres1.
A la
Virgen Santísima se la venera con el título de la Merced en
muchos lugares de Aragón, Cataluña y del resto de España y de América latina.
Bajo esta advocación nació una Orden religiosa, que tuvo como misión rescatar
cautivos cristianos en poder de los musulmanes. «Todos los símbolos de las
imágenes de la Merced nos recuerdan su función liberadora: cadenas rotas y
grilletes abiertos, como sus brazos y manos extendidas ofreciendo la
libertad..., su Hijo Redentor»2.
Hoy, la Orden dedica sus afanes principalmente a librar a las almas de los
cristianos de las cadenas del pecado, más fuertes y más duras que las de la
peor de las prisiones. En la fiesta de nuestra Madre, debemos acordarnos de
nuestros hermanos que de diferentes modos sufren cautiverio o son marginados a
causa de su fe, o padecen en un ambiente hostil a sus creencias. Se trata en
ocasiones de una persecución sin sangre, la de la calumnia y la maledicencia,
que los cristianos tuvieron ya ocasión de conocer desde los orígenes de la
Iglesia y que no es extraña en nuestros días, incluso en países de fuerte
tradición cristiana.
Dios
padece, también hoy, en sus miembros. Naturalmente, «no llora en los cielos,
donde habita en una luz inaccesible y donde goza eternamente de una felicidad
infinita. Dios llora en la tierra. Las lágrimas se deslizan ininterrumpidamente
por el rostro divino de Jesús, que, aun siendo uno con el Padre celestial, aquí
en la tierra sobrevive y sufre (...). Y las lágrimas de Cristo son lágrimas de
Dios.
»De
este modo, Dios llora en todos los afligidos, en todos los que sufren, en todos
los que lloran en nuestro tiempo. No podemos amarlo si no enjugamos sus
lágrimas»3. La Pasión de Cristo, en cierto modo, continúa en nuestros
días. Sigue pasando con la Cruz a cuestas por nuestras calles y plazas. Y
nosotros no podemos quedar indiferentes, como meros espectadores.
Hemos
de tener un corazón misericordioso para todos aquellos que sufren la enfermedad
o se encuentran necesitados. Debemos pedir unidos en la Comunión de los Santos
por todos aquellos que de algún modo sufren a causa de su fe, para que sean
fuertes y den testimonio de Cristo. Y de modo muy particular hemos de vivir la
misericordia con aquellos que experimentan el mayor de los males y de las
opresiones: la del pecado.
La Primera
lectura de la Misa4 nos
habla de Judit, aquella mujer que con gran valentía liberó al Pueblo elegido
del asedio de Holofernes. Así cantaban todos, llenos de alegría: Tú
eres la gloria de Jerusalén, tú eres el honor de Israel, tú eres el orgullo de
nuestra raza. Con tu mano lo hiciste, bienhechora de Israel... La
Iglesia aplica a la Virgen María de la Merced este canto de júbilo, pues Ella
es la nueva Judit, que con su fiat trajo la
salvación al mundo, y cooperó de modo único y singular en la obra de nuestra
salvación. Asociada a su Pasión junto a la Cruz, es ahora elevada a la
ciudad celeste, abogada nuestra y dispensadora de los tesoros de la redención5.
A la Virgen de la Merced acudimos hoy como eficaz intercesora, para que mueva a
esos amigos, parientes o colegas que se encuentran alejados de su Hijo para que
se acerquen a Él, especialmente a través del sacramento de la Penitencia, y
para que fortalezca y alivie a quienes de alguna forma sufren persecución por
ser fieles en su fe.
A Ella
acudimos también para pedirle por esas pequeñas necesidades que la familia
tiene, y que tan necesarias nos son también a nosotros. Nuestra Madre del Cielo
siempre se distinguió por su generosidad en conceder mercedes.
II. En
el Evangelio de la Misa leemos el momento en que el Señor nos dio a su Madre
como Madre nuestra: Jesús, al ver a su Madre y cerca al discípulo que
tanto quería, dijo a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al
discípulo: Ahí tienes a tu Madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió
en su casa6.
Nos dio a María como Madre amantísima7.
Ella cuida siempre con afecto materno a los hermanos de su Hijo que se
hallan en peligros y ansiedad, para que, rotas las cadenas de toda opresión,
alcancen la plena libertad del cuerpo y del espíritu8.
Sus manos están siempre llenas de gracias y dones de mercedes- para
derramarlos sobre sus hijos. Siempre que nos encontremos en un apuro, en una
necesidad, hemos de acudir, como por instinto, a la Madre del Cielo.
Especialmente si en algún momento se nos presenta una dificultad interior esos
nudos y enredos que el demonio tiende a poner en las almas que separan de los
demás y hacen dificultoso el camino que lleva a Dios. Ella es Auxilio
de los cristianos, como le decimos en las Letanías, nuestro
auxilio y socorro en esta larga singladura que es la vida, en la que
encontraremos vientos y tormentas.
De mil
maneras, los cristianos hemos acudido a Nuestra Señora: visitando sus
santuarios, en medio de la calle, cuando se ha presentado la tentación, con el
rezo del Santo Rosario... Uno de los testimonios más antiguos de la devoción
filial a la Virgen se halla en esa oración tantas veces repetida: Sub
tuum praesidium confugimus... «Nos acogemos bajo tu protección, Santa
Madre de Dios: no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestra
necesidad, antes bien sálvanos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y
bendita»9, y en la oración Memorare o Acordaos,
que podemos rezar cada día por aquel de la familia que más lo necesite.
A Ella
le decimos con versos de un poeta catalán, puestos en una hornacina de una
calle de Barcelona: Verge i Mare // consol nostre, // femnos trobar el
bon camí. // Jo sóc home, // sóc fill vostre. // Vos l’estel, yo el pelegrí.
«Virgen y Madre, consuelo nuestro, haznos encontrar el buen camino. Yo soy
hombre, soy hijo vuestro. Tú eres la estrella, yo el peregrino». Tú iluminarás
siempre mi camino.
III. Mujer,
ahí tienes a tu hijo. Al aceptar al Apóstol Juan como hijo suyo muestra su
amor incomparable de Madre. «Y en aquel hombre oraba el Papa Juan Pablo II te
ha confiado a cada hombre, te ha confiado a todos. Y Tú, que en el momento de
la Anunciación, en estas sencillas palabras: He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), has
concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos, buscas maternalmente
a todos (...). Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, tu Hijo
unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos,
dondequiera está la Iglesia»10.
Sus manos se encuentran siempre llenas de gracias, siempre dispuestas a
derramarlas sobre sus hijos.
San
Juan recibió a María en su casa y cuidó con suma delicadeza de Ella hasta que
fue asunta a los Cielos en cuerpo y alma: Y desde aquella hora, el
discípulo la recibió en su casa. «Los autores espirituales han visto en
esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos
los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto
sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la
invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su
maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre»11. ¡Muestra
que eres Madre! ¡Tantas veces se lo hemos pedido! Jamás ha dejado de
escucharnos. No olvidemos nunca que la presencia de la Virgen en la Iglesia, y
por tanto en la vida de cada uno, es siempre «una presencia materna»12,
que tiende a facilitarnos el camino, a librarnos de los descaminos -pequeños o
grandes a los que nos induce nuestra torpeza. ¡Qué sería de nosotros sin sus
desvelos de madre! Procuremos nosotros ser buenos hijos.
Nuestra
Señora está siempre atenta a sus hijos. Continúa el poeta catalán
diciendo: ¿Per que ens miren, Verge Santa, // amb aquests ulls tan
oberts?... ¿Por qué nos miras, Virgen Santa, // con esos ojos tan abiertos? //
¡Crea siempre en el alma // un santo estremecimiento! // Que los milagros de
antaño // se repitan hoy en día, // ¡líbranos del pecado // y de una vil
cobardía!
1 Antífona
de entrada. Lc 1, 46. 54-55. —
2 A.
Vázquez, Santa María de la Merced, Madrid 1988, p. 86.
—
3 W.
Van Straten, Dios llora en la tierra, BAC, 5.ª ed., Madrid
1981, pp. 7-8. —
4 Jdt 15,
8-10; 16, 13-14. —
5 Misas
de la Virgen María, l, n. 43. Prefacio. —
8 Cfr. Prefacio
de la Misa. —
9 A.
G. Hamman, Oraciones de los primeros cristianos, Rialp,
Madrid 1956. —
10 Juan
Pablo II, Homilía en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe,
27-I-1979. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 140. —
12 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 24.
*Esta
fiesta conmemora la fundación de la Orden de los Mercedarios, dedicada en sus
orígenes a la redención de cautivos. Cuenta una piadosa tradición que la
Santísima Virgen se apareció la misma noche al rey Jaime I de Aragón, a San
Raimundo de Peñafort y a San Pedro Nolasco, pidiéndoles que instituyesen una
Orden con el fin de libertar a los cristianos que habían caído en poder de los
musulmanes. En recuerdo de este hecho se creó esta fiesta, que el Papa
Inocencio XII extendió a toda la Cristiandad en el siglo xvii. Actualmente
se celebra en algunos lugares. Tiene una Misa propia en las Misas de la
Virgen María, publicadas por Juan Pablo II. Es la Patrona de Barcelona.
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